viernes, 22 de noviembre de 2019

CAPITULO 73 (SEGUNDA HISTORIA)





—¿Preparada? —le preguntó Pedro, con una dulce sonrisa.


Paula inhaló aire y lo expulsó de forma sonora.


—Estoy preparada —contestó ella, erguida y con el ceño fruncido, preocupada—. Nací preparada, soldado.


Él soltó una carcajada.


—¡Mucha suerte en tu primer día! —exclamó Zaira, abrazándola.


Catalina y Samuel también estaban en el ático. Habían traído a Alexis en coche por ser el primer día de trabajo de su nuera, deseaban animarla en persona. Pedro había besado a su madre con efusividad cuando les había abierto la puerta, pues le había encantado que aparecieran. Eran las cinco de la madrugada, muy temprano, pero su horario laboral comenzaba a las seis.


—Por favor, Alexis —le rogó Paula a la niñera—, para cualquier cosa, por mínima que sea, llámame.


Los presentes se rieron.


—Vámonos ya —anunció Bruno.


Se despidieron y se marcharon rumbo al hospital. Pedro y su mujer bajaron al parking del edificio; sus hermanos, como siempre, decidieron ir caminando.


Se montaron en el Aston Martin y condujo hacia el General, a apenas diez minutos. Cuando aparcaron, ya los esperaban Mauro y Bruno.


Habían transcurrido ya tres días desde su regreso de Los Hamptons. Habían estado tranquilos, disfrutado de su hijo, paseado por las calles, almorzado en restaurantes los tres solos como una verdadera familia, dormido juntos, charlado de tonterías, pero los besos ardientes y las caricias secretas se habían quedado en Los Hamptons...


Pedro estaba en un persistente estado de excitación. Horrible. Frustrante. Impotente. Su erección no se serenaba. Era tal su deseo hacia su rubia, que se estaba convirtiendo en un problema. Se sentía patético. La deseaba tanto como la amaba. Tenía que estar a menos de un metro de distancia de Paula, si no, se enfadaba y celaba. ¡Profesaba celos hasta de su propia familia! ¡Ridículo!


Ella, además, lo cuidaba a él con la misma entrega y ternura que a Gaston.


Eso era algo novedoso para Pedro, algo que lo desorientaba sin cesar, pero que le robaba el aliento, que lo desbordaba. Paula estaba pendiente de él y del bebé. Se sentía mimado, incluso querido, se emocionaba como un niño pequeño ante la chuchería más grande del mundo. ¿Llegaría su enfermera a amarlo, a corresponder sus sentimientos? Las ilusiones crecían en cada amanecer, cuando ella le besaba la mejilla en la cama y sonreía, somnolienta, como una diosa, hermosa, tentadora y cariñosa.


Sin embargo, desde la última noche de la luna de miel, había optado por no buscarla. Desde que habían hablado, desde que Paula le había confesado su miedo a que Pedro solo la viera como un ligue más, a que se cansara de ella
por el tema del sexo, decidió que la mejor manera de demostrarle lo contrario era no hacerle el amor, por muy desesperado que estuviera. Necesitaba que fuera su mujer quien se lo pidiera o lo buscara, segura y confiada en él.


A eso se le añadía lo distraída que había estado. Pedro se consideraba una persona que podía atisbar determinadas cosas que para el resto eran invisibles. Y Paula estaba muy nerviosa por volver a trabajar. A veces, la descubría con la mirada perdida, y la noche anterior, además, se había quejado de migrañas.


—Os acompaño —anunció él, al entrar en el General por la puerta lateral.


Se montaron en el ascensor para uso exclusivo del personal. Mauro salió en la tercera planta, después de besar en la mejilla a su cuñada y desearle suerte; ella dibujó una sonrisa débil como respuesta. Continuaron hasta el quinto piso: Neurocirugía.


Bruno se acercó a la recepción y preguntó por la jefa de enfermeras, Emma Clark, una mujer de treinta y seis años, divorciada, morena teñida de pelo y ojos negros y fríos. Pedro la conocía demasiado bien porque ella se le había insinuado en varias ocasiones. La había rechazado siempre, no por su físico, era atractiva y poseía un cuerpo esbelto y bonito, pero Emma era una arpía, aunque Bruno estaba muy contento con su eficiente trabajo.


—La reunión será en diez minutos —le dijo Bruno a Clark.


La jefa de enfermeras miró a Pedro y le dedicó una sonrisa coqueta. Él carraspeó, incómodo, arrugó la frente y rodeó la cintura de su mujer. Emma, entonces, frunció el ceño.


—Por supuesto, doctor Alfonso.


—Gracias, Emma —se giró—. ¿Te quedas a la reunión, Pedro?


—Sí, yo...


—No —lo interrumpió Paula—. De ninguna manera —tiró de su brazo y lo arrastró a un rincón para que nadie los escuchara—. Vete, por favor. No quiero que te quedes. No quiero que mi marido me proteja, ¿entiendes? Ya te lo comenté antes de irnos a Los Hamptons. Por favor.


—Soy tu marido y te protejo porque me da la puta gana —contestó en un tono bajo y firme.


Pedro, por favor... —le suplicó.


—Está bien —accedió a regañadientes—, pero bajaré a verte cuando me plazca.


Ella sonrió y le besó la mejilla. Pedro se ruborizó y refunfuñó. El gesto le encantó y le incrementó las pulsaciones. Se contuvo para no besarla en la boca, porque anhelaba devorar sus labios. 


Cuatro malditos días sin besarla...


Masculló una despedida y ascendió por las escaleras al siguiente piso, Oncología, su planta.


Todos los pisos eran iguales, excepto dos: el último, donde se encontraban el despacho del director y las salas de juntas, y el suyo, más grande y amplio porque contenía los laboratorios dedicados exclusivamente a la investigación contra el cáncer, una tercera parte de la planta de Oncología.




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