viernes, 22 de noviembre de 2019
CAPITULO 74 (SEGUNDA HISTORIA)
En la recepción, a la izquierda, estaba su secretaria, Bonnie Taylor, que lo esperaba charlando con dos enfermeras.
—Buenos días, doctor Alfonso —lo saludó con su característica sonrisa radiante.
Bonnie era rubia, de pelo corto hasta los hombros, siempre liso e impecable, de ojos verdes saltones, bajita y delgada. Tenía treinta años y estaba felizmente casada y embarazada. Su barriga de cinco meses lo confirmaba. Era un amor de persona: amable, alegre y responsable.
La había escogido para el puesto, cuatro años atrás, por ser rubia y así no fijarse en ella de otro modo que no fuera laboral, y se había sorprendido porque era muy inteligente, solucionaba los problemas antes de que acontecieran y parecía leerle el pensamiento, sabía lo que quería en cada momento. Era perfecta.
—Buenos días, Bonnie —sonrió.
Ambos se dirigieron al despacho. Atravesaron el recto pasillo, lleno de habitaciones a los dos lados, hasta una bifurcación; a la izquierda, otro corredor conducía a los laboratorios; de frente, seguían las estancias para los pacientes ingresados y, a la derecha, un tercer pasillo, que llevaba a cuatro puertas paralelas: un aula grande de reuniones, la sala de enfermería, una habitación que hacía las veces de saloncito de descanso al que solo accedían él, Bonnie y la jefa de enfermeras, Charlotte Swann, y su despacho.
Entraron en su despacho. Era como el de sus hermanos. Sin embargo, a la derecha, en vez de un sofá, estaban la mesa y la silla de su secretaria, separados de su gran escritorio por un biombo de tela blanca.
Bonnie y Pedro colgaron los abrigos en sus correspondientes taquillas, en la pared de la izquierda. Él, además, se quitó la chaqueta azul del traje y se colocó la bata blanca y el estetoscopio, alrededor del cuello.
—Su primera consulta comienza en una hora, doctor Alfonso —le anunció Bonnie con la agenda en la mano—. Por cierto —sonrió, mostrando una deslumbrante dentadura—, fue una boda maravillosa. Su mujer estaba increíble.
Pedro se rio. Su secretaria, acompañada de su marido, había sido invitada a la ceremonia y habían asistido encantados. Bonnie seguía sin tutearlo, pero se trataban muy bien el uno al otro, había cierta familiaridad entre ambos. De hecho, su secretaria era la persona en la que más confiaba de todo el hospital, después de sus hermanos.
—¿De verdad lo crees? —quiso saber él, recostándose en su elegante silla de piel—. Muchas la criticaron por vestir de rojo. Las oí —añadió en un gruñido.
—¿Me toma el pelo? —desorbitó sus ojos saltones—. ¡El vestido era impresionante! Me atrevería a decir que se ha casado con la horma de su zapato, doctor Alfonso.
Pedro soltó una carcajada, notando un regocijo en sus entrañas.
—¿Por qué lo dices?
—Porque solo una mujer con arrestos es capaz de vestir de rojo en su propia boda —ladeó la cabeza, divertida—. Y usted necesita a una mujer hecha y derecha en su vida, no a las damiselas debiluchas que frecuentaba — hizo un cómico ademán—. Perdone mis palabras, pero ya sabe lo que opino al respecto.
Su secretaria había sido siempre muy sincera con él, y abierta en su pensamiento. Y por eso, Pedro la consideraba una amiga, además de ser una de las poquísimas mujeres en el General que no intentaban ligar con él. No lo reconocería en voz alta para no parecer arrogante, pero hacía mucho tiempo que se había cansado de las constantes insinuaciones que recibía cada vez que daba un paso en el hospital.
—¿Sabe? —continuó Bonnie, con una dulce sonrisa—. Me crucé muchas veces con la enfermera Chaves en la cafetería, cuando trabajaba en el hospital antes de irse a Europa. Siempre me gustó. Tiene una seguridad en sí misma admirable. Me pareció diferente a las demás, quizás, influyeron los rumores —se encogió de hombros.
—¿Qué rumores? —se cruzó de brazos, como si se preparase para un ataque.
—Era la única que lo enfrentaba, doctor Alfonso. Decían que la enfermera Alfonso lo odiaba y que el sentimiento era mutuo, que ninguno de ustedes se soportaba y que era evidente que entre los dos —lo señaló con el bolígrafo— había una tensión sexual no resuelta. Cuando el río suena...
No hizo falta que terminara la frase. Pedro se sonrojó de forma inevitable y se irguió en el asiento. Encendió el ordenador. Bonnie emitió una melodiosa risa y se acomodó en su lugar.
—Bonnie —frunció el cejo.
—¿Sí, doctor Alfonso? —se acercó de nuevo.
—Hoy comienza a trabajar aquí —declaró él, serio—. Mi mujer.
—Lo sé. También se ha comentado —respondió con gravedad.
—Explícate —le exigió, nervioso, incorporándose.
—La doctora Laurence ha comenzado con sus burlas —gruñó—. Pero no se preocupe, doctor Alfonso, que solo su corrillo la escucha, nadie más.
Pedro se enfureció. La jefa de Maternidad, Laurence, había sido apodada como Daryl, en honor al personaje del diablo que interpretaba Jack Nicholson en la película Las brujas de Eastwick. Se la consideraba una de las mejores de Massachusetts en su especialidad de Neonatología, pero era una déspota con los que no poseían un rango como el suyo o superior. Ningún residente quería trabajar con ella y las enfermeras de su planta estaban amargadas o solicitaban un traslado, nunca duraban más de un año.
Había intentado cazar a Pedro; en realidad, lo acorraló una vez en su despacho, presentándose sin previo aviso y entrando sin llamar. Se había desabrochado la bata blanca para enseñarle su conjunto de lencería de encaje rojo. Él se había petrificado en la silla y había empezado a ahogarse cuando la doctora se había subido a su mesa, como una striper torpe y ansiosa. Pedro todavía sentía el sudor frío que se había colado por su cuerpo al verse en esa situación. Gracias a Bonnie, que los había descubierto a tiempo, no hubo incidente que lamentar. Desde entonces, rehuía a Daryl como si se tratase de una serpiente venenosa.
—¿Y en su corrillo hay alguien de la planta de Neurocirugía? —quiso saber él, preocupado por su esposa.
—Me temo que sí —respondió su secretaria, apenada—. La jefa de enfermeras, Emma Clark, y la enfermera Sabrina.
—¡Joder! —exclamó, pasándose las manos por la cabeza.
Me había olvidado de Sabrina... ¡Joder!
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