miércoles, 16 de octubre de 2019

CAPITULO 124 (PRIMERA HISTORIA)





No volvió a verla hasta bien entrada la noche, cuando se cercioró de que se había dormido. 


Cuando Manuel había acompañado a la anciana a su casa, Pedro no había intentado acercarse a Paula. Era obvio que la había fastidiado y pensó que ella necesitaría reflexionar.


Sin embargo, la situación fue a peor...


Transcurrieron dos días sin mirarse ni intercambiar palabra. Sara se percató, un ciego también lo hubiese hecho, pero no comentó nada. Manuel y Bruno le preguntaron si sucedía algo, que el apartamento se encontraba más silencioso de lo habitual. Pedro les respondió que todo estaba bien.


Tengo que arreglar esto, pero ¿cómo?


Ernesto contactó con él esa tarde. Era sábado. 


Quedaron en un bar cerca de su casa, cosa que agradeció, así se mantenía próximo a Paula por si le sucediese algo.


Sullivan vestía vaqueros y jersey, un aspecto que le aportaba un toque juvenil que le sentaba bien. Se acomodaron en torno a una mesa pegada a la ventana. Le pidieron dos cervezas a la camarera.


—Ya tengo los datos del coche —anunció Ernesto, tras probar la bebida—. Pertenece a una empresa que se dedica a alquilar automóviles de lujo. Ofrecen el servicio de chófer. Normalmente, los alquilan a extranjeros de gran poder adquisitivo que, en época de vacaciones, prefieren recorrerse el Estado a permanecer en la ciudad, o a gente de nuestro círculo social, para asistir a eventos.


Pedro entrecerró los ojos.


—No he querido levantar sospechas —continuó Sullivan, gesticulando con las manos—. El problema —adoptó una actitud de gravedad— es que yo conozco esa empresa. Pedro, tengo que contarte algo antes, para que comprendas lo que quiero decir.


—Claro —asintió Pedro, antes de dar un largo trago a la cerveza, impaciente.


—Hace tres años, Eduardo Graham se presentó en mi despacho sin avisar. Alejandra y yo acabábamos de comprometernos —frunció el ceño—. Me resultó extraño, no te lo voy a negar, nunca me había hecho una visita en mi trabajo. Cuando coincidíamos, era en cenas o comidas familiares a las que yo asistía como pareja de Alejandra —hizo una pausa para beber un poco—. La cuestión es que me pidió ayuda. Dinero. Mucho dinero —recalcó, alzando las cejas y sonriendo sin humor—. Yo tengo muchísimo dinero y él iba a ser mi suegro, así que no dudé en prestárselo. No obstante, indagué por mi cuenta.


—¿No te explicó para qué lo quería?


—No —contestó, con los ojos perdidos en la mesa—. Yo tampoco pregunté.


—¿Qué averiguaste? —se interesó él, atento por completo a la historia y con un mal presentimiento.


—Bueno —suspiró—, estaba en quiebra. Su negocio se había hundido.


—No había escuchado nada... —murmuró Pedro, atónito.


—Quizá, desconoce la razón; o lo sabe, pero no le conviene airearlo — ladeó la cabeza—. El amante de Georgia siempre ha sido el socio de Eduardo.


—¿Qué? —desorbitó los ojos—. ¿Amante? ¿Siempre?


—A ver —dijo Sullivan—, hablé con un buen amigo mío que es policía, y muy discreto y sigiloso, para que vigilara a Eduardo. Y descubrió que la empresa se había ido a pique, pero no solo eso —levantó el dedo índice—, sino que el socio de Eduardo había desaparecido y que la empresa acumulaba
un sinfín de deudas que sumaban menos que el importe que yo le presté. Eduardo pagó las deudas y remontó la empresa. Nunca ha vuelto a ser lo que era, perdió clientes, pero, a día de hoy, su vida no ha cambiado, ni social ni económicamente hablando, por lo menos en cuanto a la fachada que ofrece.Quiso devolverme el préstamo hace unos meses, pero no lo acepté.


—¿Qué tiene que ver Georgia con todo eso?


—Mi amigo investigó la causa de las deudas. También, descubrió que el socio de Eduardo llevaba años desviando fondos de la empresa. Y todo respondía a regalos, todo eran productos de mujer o propiedades a nombre de... —lo instó a que lo adivinara.


—Georgia Graham —contestó Pedro, que se recostó en la silla.


—Georgia Ruth Watkins —lo corrigió—, su nombre de soltera.


—¿Eduardo lo sabe?


—Es demasiado bueno para sospechar nada, yo siempre lo he visto bien con Georgia. Siempre me parecieron la pareja perfecta y Alejandra jamás me contó que tuvieran ningún problema —respiró hondo y terminó la bebida.


Pedro intentaba asimilar tanta información. De repente, halló la respuesta a sus incertidumbres.


—Georgia se enteró y por eso se canceló la boda —aseveró él, convencido.


—Sí —asintió Ernesto lentamente—. Para ser honestos —apoyó los codos en el borde de la mesa—, Georgia maneja a Alejandra a su antojo desde que nació. Lo sé. Tres años con ella fueron suficientes para darme cuenta. Cualquier cosa que hacíamos tenía que ser aprobada por Georgia. Hasta que me negué. Discutimos. Le pedí que nos dejara vivir en paz y que no se inmiscuyera en nuestra relación, si no, me encargaría personalmente de que Eduardo supiera toda la verdad.


—Creo que no me va a gustar lo que sigue a continuación...


—Esa misma noche, Alejandra y yo asistíamos a una gala —bajó el tono de voz —. Alejandra se empeñó en recogerme en mi casa. Un coche me esperaba, pero ella no estaba. En el último momento, su madre le había pedido que la ayudase en el evento. Los frenos fallaron, aunque no sucedió nada que lamentar. El chófer era un buen conductor y nos chocamos contra una farola. Cuando llegué a la gala —soltó una carcajada sin alegría—, tenías que haber visto la cara de Georgia... —negó con la cabeza, furioso—. Lo investigué. Habían alterado el coche. No fue un accidente —lo miró con el ceño fruncido—. El vehículo había sido alquilado a nombre de Georgia Graham.


—Era de la misma empresa que el que atropelló a Paula —adivinó Pedro, sin ninguna duda.





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