miércoles, 16 de octubre de 2019

CAPITULO 123 (PRIMERA HISTORIA)




Su apartamento, la guarida de los tres mosqueteros —así había oído a su novia apodar el piso—, silencioso, masculino y bicolor, se transformó. Ahora, estaba repleto de sol, aroma primaveral, arcoíris, carcajadas y continuas bromas, y las visitas eran constantes. 


Stela Michel y Rocio Moore, que ya era la nueva jefa de enfermeras de la planta de Pediatría del Hospital General de Massachussets, acudían a diario, además de Catalina y Samuel.


El cambio, en apenas unos pocos días, resultó... ambiguo. Por una parte, era muy, pero que muy, agradable tener a Paula con él, sin separarse excepto cuando Pedro compraba en el supermercado, que solía coincidir con el rato que el fisioterapeuta se encontraba en casa. El médico, en verdad, era muy profesional, pero los celos carcomían a Pedro, era incapaz de relajarse, y jamás se había sentido tan enfadado y tan enamorado a la par. En realidad, nunca había amado a nadie, por lo que sus sentimientos lo abrumaban en ocasiones.


Por otra parte, su novia tenía muchos cambios de humor, tan pronto se reía como se echaba a llorar sin motivo. Él habló con la psicóloga que la había tratado al despertar del atropello y esta le había asegurado que la situación era normal en un caso como el suyo; la mente era compleja, pero Pedro no se lo creía. Pensó que, quizá, lo que Paula necesitaba era a su padre. Sin embargo, ¿cómo le decía que ya había visitado a Carlos Chaves?


Ya sabía que Carlos padecía las consecuencias de un incendio, y que en ese incendio habían fallecido Alicia y Carolina, pero no conocía los detalles ni el suceso en sí. Prefería que fuera ella la que se lo contara cuando estuviera preparada. Cualquiera lo llamaría tonto. Había estado con Carlos, habían charlado; Hicks le había preguntado si deseaba saber lo ocurrido ocho años atrás y Pedro se había negado, bastante mal se sentía por ocultarle a Paula su visita a Jamaica Plain.


—He escuchado el timbre —comentó Sara, en el dormitorio.


La anciana estaba sentada en una silla tejiendo una bufanda, junto a su nieta, que estaba tumbada en la cama. Veían la televisión.


Pedro se acercó al telefonillo. Abrió directamente, sabía quién era: Ernesto Sullivan.


—¿Qué tal está Paula? —preguntó Ernesto, estrechándole la mano.


—Según el día —fue sincero.


—¿Por qué? —sonrió con picardía.


—O se ríe o se enfada. ¿Quieres saludarla?


—Prefiero que hablemos antes.


Le indicó el salón, sirvió dos cervezas y se acomodaron en el sofá.


—He estado indagando —le explicó Sullivan, rodando la jarra de cristal en la mano—. ¿Recuerdas que te dije que me enteré del accidente porque salió en la prensa?


—Sí, porque alguien hizo fotos y las filtró a la revista.


—Exacto. He contactado con el periodista que redactó la noticia — anunció, con gravedad—. Me pasó las fotos originales. Aparece la matrícula del coche. A lo mejor, me he metido en algo que no me concierne, Pedropero el coche me resultaba conocido


—¿El coche? —preguntó él, extrañado, antes de dar un trago a su bebida.


—¿Has visto la revista, lo que publicaron de vosotros?


—Sinceramente, no —suspiró—. Lo último que deseo es ver algo que me recuerde que Paula tuvo un accidente.


—Me contaste que todo empezó cuando se te cayó una bolsa a la calzada —afirmó Ernesto, observándolo con fijeza.


—Sí, un idiota nos empujó. Salió de la nada —frunció el ceño—. Un momento... —se levantó, despacio—. ¿Desde dónde está tomada la foto? —de pronto, una idea horrible cruzó su mente: ¿y si no había sido un accidente?


—¿Vamos a la calle? —Sullivan señaló la puerta con la mano.


Él asintió sin titubear.


Una vez en la acera, se alejaron hacia la derecha unos pasos —el atropello había sucedido a pocos metros del portal—. Giraron y situó a Ernesto en dirección al edificio.


—El coche apareció de frente y el que nos separó...


—Desde ahí —lo interrumpió Sullivan, apuntando con el dedo hacia la esquina de la manzana.


—¿Cómo lo sabes? —se inquietó, apenas respiraba.


—Porque las fotos fueron hechas desde ahí.


Se miraron un tenso momento. Subieron al apartamento. Callados, se terminaron la cerveza. Después, Ernesto visitó a Paula. Pedro permaneció en la cocina, con las caderas apoyadas en la barra americana, los brazos cruzados en el pecho y los fieros ojos clavados en el suelo.


Sullivan se acercó a él para despedirse.


—Has dicho que aparece la matrícula y que el coche te resulta familiar — le recordó Pedro.


—Te reenvío el e-mail ahora mismo —sacó el móvil y tecleó.


El iPhone vibró en su bolsillo.


—Gracias.


—Uno de mis contactos está investigando lo del coche —le informó Ernesto, colocándose el abrigo en la entrada.


—¿Por qué haces esto?


—Por lo que te dije en la gala, y porque Paula me importa. Cuando sepa algo más, te llamaré —se estrecharon la mano y se fue.


¿Lo de la gala? ¿Se refería a Georgia y a Alejandra? Tal idea lo inquietó aún más. Se reunió con su novia. Se sentó en el borde del colchón. Sara los dejó a solas para preparar chocolate caliente.


—¿Sabes qué? —le dijo Paula, con una sonrisa deslumbrante en su dulce rostro—. La sociedad que pretendía demoler la escuela no solo no la va a demoler sino que ha decidido aportar una ayuda especial a los niños. ¡Van a reformar el edificio y van a contratar profesores de verdad! —feliz, le arrojó los brazos al cuello.


Aquello lo sorprendió.


—Creía que Sullivan no se dedicaba a la caridad —comentó él, rodeándola por su exquisita cintura.


—Y no lo hacía, pero... —se rio—. Ha conocido a Kendra. Esta noche, tienen su tercera cita.


—¿Tu amiga?


Kendra era la propietaria de Hafam, una mujer de treinta y cinco años, soltera, nada que ver con Ernesto. No frecuentaba los círculos millonarios del empresario ni era el tipo de mujer en la que él se solía fijar. Aunque se sabía arreglar, Kendra no era esbelta ni alta, aunque sí proporcionada. Tenía el pelo rubio y liso hasta los hombros y su cuerpo estaba repleto de curvas, pero, al contrario que Alejandra, era discreta y no llamaba la atención. Su carácter despreocupado, directo y franco contrastaba con la tranquilidad y el silencio
de Sullivan; los polos opuestos se complementaban.


—Lo cierto es que me parece muy bien. Así se olvida de Alejandra, no creo que le convenga —señaló Pedro.


Su novia se apartó, arrugando la frente y colorada...


—¿Estás celosa? —se arrodilló él en el edredón, avanzando hacia ella como un depredador.


—¡Claro que no! —exclamó, cada vez más enfadada y haciendo esfuerzos por escapar.


—Has contestado muy rápido...


La atrapó y la tumbó con cuidado. Se situó entre sus piernas y le sujetó las manos por encima de la cabeza, obligándola a arquearse. Pedro se excitó al instante, sin remedio, y ella, también, a pesar de que su orgullo se lo impedía.


—No estés celosa —le susurró él al oído, rozándoselo con los labios, incrementando las pulsaciones de ambos—. Soy tuyo, Paula. Nunca he sido de nadie, hasta que te conocí.


—Estuviste con ella hace...


—Más de dos meses —la cortó, mirándola con preocupación.


Alejandra tan solo había sido un juguete sexual, por llamarlo de algún modo.


Habían sido dos personas que habían disfrutado del sexo de forma esporádica, eso había creído Pedro, hasta que besó por primera vez a Paula. Todo con Paula siempre era una primera vez...


—Pero... —insistió ella, girando la cara. Sus ojos se llenaron de lágrimas —. Con Alejandra, estuviste mucho tiempo. Puede que para ti no significara nada, pero... —respiró hondo, temblorosa—. Yo no he estado con nadie, pero tú, sí, seguro que con muchas. Ya no es solo por la experiencia, sino por la intimidad. Me duele pensar que otras mujeres... —se mordió el labio para reprimir un sollozo—, que has acariciado a otras, que las has besado como a mí... 


Pedro le soltó las manos y la cogió por las mejillas, ya mojadas. Se las secó con ternura, sonriendo.


—Te confesaré algo, nena —le besó la punta de la nariz—. Para mí, tú has sido siempre especial. ¿Sabes por qué? Porque contigo yo no he... —le costaba mucho continuar, pero se armó de valor—. Sé que tomas la píldora, se te cayó la caja del bolso un día —declaró en voz baja, serio y decidido a declararle sus sentimientos con todas las consecuencias—. Créeme, he estado con mujeres que también la tomaban y nunca se me ocurrió acostarme con ellas sin ponerme un preservativo, con ninguna; en cambio, contigo... Necesitaba tenerte entre mis brazos sin una sola barrera —añadió con el corazón a punto de explotar—. Sé que nunca hemos hablado de esto y, seguramente, pienses que debería haberlo consultado contigo, cosa que es cierta, pero... No sé por qué me comporto contigo como me comporto, pero, desde el principio, tú jamás has sido como ellas y yo siempre me he sentido diferente contigo. No puedo explicarlo porque desconozco el motivo, pero...


Se detuvo al ver que el color desaparecía de su cara y se quedaba rígida.


—Te has enfadado, ¿verdad? —pronunció él, en tono ronco, muerto de miedo.


Ella lo empujó hasta quitárselo de encima y cojeó hacia el baño, donde se encerró, llorando...


Joder... Ahora sí que la he jodido...




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