miércoles, 16 de octubre de 2019
CAPITULO 125 (PRIMERA HISTORIA)
Paula no soportaba más la espera. Telefoneó a Rocio el domingo para contarle sus sospechas y su angustia. Su amiga decidió ir a buscarla al día siguiente para ayudarla. Pedro había salido a comprar comida y a Sara le pareció buena idea que su nieta tomara el aire.
—Me quedo aquí a esperarlo —le aseguró su abuela—. Se va a poner hecho una furia cuando sepa que te has ido con las muletas y sin él —se rio, divertida—. No te preocupes, cariño —le acarició la mejilla—. Yo lo tranquilizaré hasta que vuelvas.
Las dos amigas se marcharon. En silencio, cogieron un taxi y se dirigieron al hospital.
—No quiero que nadie me vea y aquí me conoce todo el mundo —se lamentó Pau.
—Por eso, entraremos por un lateral —le explicó Moore, caminando a su lado— y usaremos el montacargas, no los ascensores. El doctor Rice sabe que debe guardar el secreto.
El montacargas las llevó directamente a un pasillo vacío. El complejo estaba atestado de gente, aunque, en ese corredor, no había nadie, mejor para ella. Se había convertido en una celebridad, no solo por su trabajo en la planta de Pediatría con los niños, sino por el boom que había ocasionado su accidente. Gracias a la prensa, todo Boston estaba al corriente de su relación con Pedro Alfonso. Paula no se había molestado en leer la noticia, no tenía interés en verse medio muerta en la calzada, solo la prensa sensacionalista era capaz de ser tan insensible.
Entraron en un despacho.
—Doctor Rice —lo saludó Rocio, con una sonrisa.
Trevor Rice era un hombre de sesenta años, de complexión fuerte, abundante pelo canoso, nariz achatada y expresión bonachona. Se levantó de la silla y acudió a su encuentro. Las recibió con cariño, reconociendo a ambas.
—Me alegro de conocerte en persona, Paula —le dijo, con los claros ojos risueños—. Me han hablado maravillas de ti con los niños. Pasad, por favor —les indicó otra sala, separada del estudio por una cortina blanca y pesada, donde estaba la camilla—. Túmbate.
Moore se sentó en un taburete, sujetando el bolso y el abrigo de su amiga.
Paula estaba tan nerviosa que le resultaba imposible respirar con normalidad.
El médico la ayudó con las muletas, antes de acomodarse en una banqueta giratoria. Encendió un monitor.
—Esto no duele. Inhala hondo —le pidió Rice con una sonrisa, mientras le desabrochaba el pantalón y se lo bajaba por las caderas—. ¿Te has hecho la prueba?
—No —suspiró de nuevo, apoyando un brazo flexionado en la frente y clavando los ojos en el techo—. No quiero que Pedro... Prefiero estar segura y, con él en casa, no puedo hacer nada sola. No se me ocurrió...
—Tranquila, Paula, todo va a salir bien —le indicó Trevor, ampliando su sonrisa. Le subió la camiseta y el jersey hasta el estómago—. Háblame de tu menstruación.
—Me dolía mucho, por eso, mi ginecólogo me recetó la píldora hace unos años —respondió en un susurro—. Con el accidente... —las lágrimas se deslizaron por sus mejillas— se me olvidó.
—¿Hace cuánto que no la tomas?
—Más de tres semanas. El día antes del atropello me la tomé por última vez. Me tenía que haber bajado el periodo hace diez días —se frotó la cara—. Nunca se me ha retrasado...
—Esto está un poco frío, ¿vale? —el médico le untó una sustancia gelatinosa en el vientre y, a continuación, posó un aparato encima que movió despacio, a la vez que observaba la pantalla—. A ver, Paula —la observó—,
cuando una mujer interrumpe la píldora, corre el riesgo de quedarse embarazada, como también sucede con el consumo del antibiótico, que reduce sus efectos.
—¿Y el atropello? Me dieron muchos medicamentos, ¿y si...?
De repente, un latido apresurado invadió la estancia. Paula contuvo el aliento.
—Ay, madre mía... —articuló en un hilo de voz.
La emoción la hizo llorar al instante, no de miedo, sino de pura felicidad.
Moore le apretó la pierna sana y la imitó. Rieron entre lágrimas.
—Enhorabuena —le dedicó el doctor Rice, con sus claros ojos brillantes —. Conozco a Pedro, créeme, Paula, le vas a hacer muy feliz. Ese muchacho adora a los niños —le limpió el vientre y apagó el monitor—. Por el atropello, no te preocupes, porque todo parece indicar que el feto está perfecto. Aún así, lo confirmaremos con los análisis que tienes que hacerte, ¿de acuerdo? —la ayudó a vestirse y a incorporarse. Las dos amigas se abrazaron.
Al segundo escaso, escucharon la puerta del despacho abrirse con estruendo. Seguidamente, Pedro irrumpió en la sala. Estaba furioso. Llevaba el móvil encendido en la mano.
—¿Qué demonios haces aquí? —rugió él.
Paula se quedó boquiabierta.
—Doctor Alfonso, ¿qué tal, muchacho? —lo saludó Trevor.
—Doctor Rice —correspondió, controlando el mal genio.
El ginecólogo y Rocio se marcharon, dejándolos a solas.
—¿Cómo sabías que estaba aquí? —inquirió Paula, alucinada todavía, sosteniéndose en las muletas.
—Porque te activé un localizador en el móvil.
—¡¿Qué?! —gritó, colérica—. ¿Tú te has vuelto loco? ¡No te he dado permiso, ni siquiera sabía nada, Pedro!
—¡Maldita sea, Paula! —contestó en el mismo tono, revolviéndose los cabellos—. ¡El atropello no fue un accidente, por eso tienes el localizador!
Ella se petrificó. Tuvo que sujetarse a la camilla porque se le debilitó la rodilla sana. Las muletas cayeron al suelo. Pedro acudió de inmediato y la sentó.
—¿Alguien quería...? ¡Oh, Dios mío! —se tapó la boca—. Pedro... Dios mío...
Él la estrechó con fuerza, temblando tanto como ella.
—No te lo quise decir porque lo último que deseaba era asustarte —le susurró Pedro, acariciándole el pelo—. Me vibró el teléfono cuando saliste de casa. Lo ignoré porque no me imaginé que te hubieras ido a ninguna parte sin mí, hasta que tu abuela me lo confirmó. Paula —la tomó por la nuca, obligándola a mirarlo—, lo siento si soy tan protector, lo siento si te agobio... —se mordió el labio—. Nunca lo hemos hablado, pero no te imaginas el pánico que sentí cuando te vi tirada en el suelo... No respirabas... —se le quebró la voz—. Y cuando estuviste tres días sin abrir los ojos...
—Pedro... —le envolvió la cintura con los brazos, apoyando la cabeza a la altura de su corazón.
—Te quise traer a casa para cuidarte yo mismo, Paula, porque necesitaba tenerte a mi lado y no dejar de mirarte para darme cuenta de que no era un sueño, que de verdad estabas a salvo, que despertaste... Nunca permitiré que te marches de mi lado —la besó en la cabeza—. Y ahora que sé que no fue un accidente...
—¿Cómo lo sabes?
—Ernesto Sullivan me lo ha dicho, por eso vino el otro día a casa. Un amigo suyo, policía, se está encargando de investigar por su cuenta.
—Pedro... Yo te empujé. El coche iba directo hacia ti, no hacia mí... ¿Quién querría hacerte daño? —el miedo la devoró. Un sudor frío la recorrió.
—Paula, tenemos que hablar, pero no aquí, ¿de acuerdo?
Ella asintió. Recogieron su abrigo y su bolso y se despidieron del doctor Rice y de Moore.
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