domingo, 15 de septiembre de 2019
CAPITULO 22 (PRIMERA HISTORIA)
Stela Michel estaba muy solicitada; algunas semanas, el número de clientas era superior y su organización se desbordaba. En esas ocasiones, telefoneaba a Paula para que la ayudara en su tarde libre del viernes, como había sido el caso ese día.Pau estaba encantada, y no por el dinero. Cobraba un desorbitado sueldo por trabajar dos días para esa diseñadora tan famosa, un sueldo al que había accedido a regañadientes porque Stela se había negado a pagarle menos. Pero era demasiado. No solo le pagaba con dinero, también con vestidos para ella y para su abuela, complementos, ¡hasta zapatos! Paula poseía un armario exquisito y, ¿para qué? Para nada, porque no utilizaba ese tipo de ropa, excepto cuando estaba con la diseñadora, quien la obligaba a cambiarse en cuanto entraba en el taller.
—Quiero verte salir por la puerta tal cual estás ahora —le ordenó la diseñadora con las manos en la cintura.
El metro verde alrededor del cuello y el alfiletero morado en la muñeca derecha —era zurda— formaban ya parte de ella. Nunca la había visto sin esas dos herramientas.
Stela era una mujer alta, esbelta y extremadamente elegante. Vestía por completo de negro, aunque jamás repetía atuendo. Unos altos tacones de salón, sencillos, nunca faltaban.
Sus cabellos eran castaños, siempre peinados con raya lateral y recogidos en un moño bajo y tirante simulando una flor, mostrando un ancho mechón canoso, su distintivo especial. Caminaba con los hombros relajados y el mentón ligeramente elevado, una imagen que transmitía sabiduría y formalidad; imagen que, en ocasiones, la gente confundía con altanería.
Sin embargo, aquella señora era dulce, paciente, divertida y amorosa. No era guapa en el sentido clásico, pero tenía clase y sabía arreglarse, lo que la convertía en una mujer muy atractiva a sus sesenta y cuatro años de edad.
—Sabes que no puedo —le contestó Paula.
Frunció el ceño y adelantó una pierna.
—¿Algún día me contarás la verdadera razón por la que te pones esas prendas tan grandes y estridentes que dañan mis delicados ojitos? —pestañeó a conciencia.
Pau soltó una carcajada.
—¡Con lo maravillosa que estás así! —se desesperó Stela, alzando las manos, implorando un milagro con dramatismo.
—Así no me toman en serio —farfulló, molesta y ruborizada. Eran las ocho y media, si no se daba prisa, llegaría tarde a su cita con el doctor Alfonso—. Y me siento desnuda —estiró el vestido.
La diseñadora vivía en un imponente, precioso, enorme y lujoso dúplex en el centro de Boston. Los dos pisos estaban separados, como dos apartamentos independientes; cosa cierta, porque en uno vivía y el otro lo utilizaba de taller, al que se accedía por el portal del edificio, a la izquierda del hall, en la planta baja.
El piso era amplísimo, cuadrado y contenía seis apartados, uno de los cuales era donde se encontraban en ese momento, el gigantesco probador — nada más entrar en el taller, y en el centro del apartamento—. Una moqueta beis, pulcra y siempre limpia delimitaba el espacio. Había un podio circular, de terciopelo rojo, en medio, rodeado por un biombo, formado este por espejos altos y anchos que delimitaban tres cuartas partes del mueble, y sofás para las clientas.
A la izquierda, estaba la habitación donde sus cuatro empleadas cosían los trajes; cada una, con su propia mesa, enseres y máquinas correspondientes. A la derecha, había dos puertas: la estancia dedicada exclusivamente a la confección de los vestidos de novia —la segunda colección de la diseñadora —, y el almacén. Al fondo, otras dos puertas: el despacho, de donde Paula procuraba no salir, y el baño.
—Ven aquí —le pidió Stela, que la empujó con suavidad para que se acercara a los espejos. Sonrió con ternura—. Estás preciosa, señorita. Y es viernes por la noche, ¿no te apetece desconectar?
Pau suspiró, observando su reflejo. Llevaba un vestido tipo camisero, de algodón, de color crema con cuadros grandes y finos en rojo y azul oscuro, ceñido en la cintura por un cinturón de piel marrón claro, remangado por debajo de los codos y largo hasta la mitad de los muslos. Las medias, tupidas, eran azules y los pies descansaban dentro de unos botines planos, con hebillas y del mismo tono que el cinturón. Le encantaba su atuendo...
—No importa la razón por la que una mujer se vista como quiera —señaló la señora Michel, en tono bajo—, lo que importa es que esa mujer se sienta hermosa con la ropa que elija, y tú ahora mismo te sientes hermosa, ¿me equivoco?
—Pero lo has elegido tú, siempre lo haces —refunfuñó ella.
La diseñadora se echó a reír.
—Elijo lo que sé que te va a sentar bien.
—Y no sé para qué —se cruzó de brazos y se giró—, no salgo del despacho.
—Tómatelo como un aprendizaje, cielo —le guiñó un ojo—. Nos vemos mañana a mediodía —le besó la mejilla—. Y, por cierto, si no sales del despacho no será porque yo no lo haya intentado, señorita.
Paula meneó la cabeza, provocando que su pelo suelto bailara sobre sus hombros. Adoraba trabajar para Stela, y, aunque no se lo había reconocido, adoraba más aún entrar en el taller y cambiarse de ropa. La señora Michel la obligaba, desde su primer día, a quitarse su vestimenta colorida para ponerse un conjunto diferente que guardaba en el almacén, conjunto que le regalaba al finalizar la jornada laboral y que ella aceptaba porque Stela no aceptaba un no por respuesta.
Normalmente, se lo quitaba y regresaba a sus faldas acampanadas llamativas y camisetas con mensaje, pero esa noche se le había echado el tiempo encima y no se cambió. Se colocó el abrigo, la bufanda de lana y el gorro con pompón, su favorito, cosido por Sara. Cogió el bolso y salió a la calle.
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