jueves, 7 de noviembre de 2019
CAPITULO 47 (SEGUNDA HISTORIA)
Y así pasaron el día, tranquilos y contándose anécdotas del hospital.
A la mañana siguiente, mientras Zaira y Paula le daban el biberón a los niños, Pedro y Mauro guardaron las maletas en los coches. Y partieron rumbo a Los Hamptons, una zona que comprendía el este de Long Island, en el estado de Nueva York. Ella permaneció dormida todo el trayecto.
—¿Sabes? —le dijo él, unos minutos antes de parar—. Eres la auténtica Bella Durmiente.
—Ja —ironizó ella, restregándose los ojos. Miró por la ventanilla—. ¡Dios mío! —exclamó, atontada por las impresionantes mansiones a ambos lados del estrecho carril por donde transitaban. Y, para su completa alegría, estaba nevado—. ¿Esto es real? Es una preciosidad...
La opulencia y la riqueza del lugar le erizaron la piel. A pesar de ser neoyorkina, nunca había estado en Los Hamptons.
Se detuvieron frente a una verja no muy alta que Pedro abrió con un mando a distancia. Continuaron por un camino de gravilla con curvas a la derecha hasta un garaje techado en la parte trasera de la vivienda, donde había varios coches, que, dedujo, serían de los empleados. Aparcaron.
—¡Me encanta! —chilló Zai, brincando, emocionada, al bajar del coche.
Ambas amigas se abrigaron y tomaron a sus hijos en brazos. Siguieron a los hermanos Alfonso hasta una puerta. Entraron en un recibidor. En la pared de la izquierda, colgaba un enorme cuadro impresionista en el que se había pintado un colorido jardín con el mar de fondo, relajante y precioso. De frente, había un pasillo que se bifurcaba en cinco direcciones.
—¡Buenas tardes! —los saludó con jovialidad una anciana que, prácticamente, corrió a su encuentro.
Los hermanos se la presentaron: se llamaba Danielle y era el ama de llaves.
El vestido negro le alcanzaba la espinilla.
Llevaba una rebeca de color gris claro encima. El pelo, tan blanco como los copos del exterior, estaba recogido en un perfecto moño en la nuca. Era pequeña y rellenita.
Los recibieron varios sirvientes más, todos en vaqueros, jerseys y zapatillas o botas, nada de uniformes. Una de las doncellas, muy joven, morena y delgada, se acercó a Pedro como si estuviera volando, balanceando su larguísima melena con coquetería, y lo besó en la comisura de la boca. Los presentes, incluido él, desorbitaron los ojos.
—Anabel —pronunció Pedro, retrocediendo un paso... ruborizado.
—Hola, Pedro —respondió Anabel, rozándole con un dedo el hombro mientras se humedecía los labios—. Siempre es un placer volver a verte.
¿También se ha acostado con las que trabajan aquí?, ¡¿en serio?!
—Las vacaciones prometen... —le susurró Zaira a Paula, no demasiado contenta.
Sin embargo, antes de que esta pudiera responder, otra chica, castaña, de pelo recogido en una coleta alta y cuerpo exuberante, avanzó hacia Mauro y lo besó en el mismo sitio que la primera a Pedro, además de pestañear con irritante insinuación. Mauro imitó a su hermano, también sonrojado. Se llamaba Helena.
—Hacía mucho que no venía por aquí, señorito Mauro—comentó Helena, estirando bien pecho—. Lo echábamos de menos.
Zai y Paula gruñeron, levantaron el mentón y le pidieron a Danielle que les indicara cuáles eran sus dormitorios, para acomodar a los niños.
—No hagan caso de Anabel y de Helena —les aseguró el ama de llaves con un ademán. Caminaban por el segundo pasillo de la derecha. Las alfombras rectangulares y mullidas se sucedían una detrás de otra—. Son descaradas, pero inofensivas.
Las dos amigas, en exceso celosas y enfadadas, decidieron mantenerse calladas. Giraron a la izquierda, continuaron recto y volvieron a girar, a la derecha, hasta una escalera.
—Esto es un laberinto —murmuró Paula, con el ceño fruncido, subiendo los peldaños.
—Lo es —corroboró Danielle, con una sonrisa—. Primera parada —se detuvo frente a una puerta, que abrió, y les cedió el paso.
Se toparon con un amplio y cerrado hall. Una alfombra roja y cuadrada se disponía en el centro, sobre la que se ubicaba una mesita alta y circular, marrón oscuro, con un jarrón de cristal y preciosas rosas rojas en su interior.
Había dos puertas a cada lado, separadas dos metros entre sí. La luz se distribuía en lamparitas hogareñas, una en cada esquina.
—Estamos en el ala del señorito Pedro —anunció la anciana—. Para cualquier cosa que necesite, señorita Paula, no dude en tocar la campanilla que hay dentro de cada habitación —le dio un cariñoso apretón en el brazo y la dejaron sola.
Paula caminó hacia la primera puerta de la derecha y sonrió, pero la alegría se desvaneció de su rostro al escuchar una risita femenina acompañada de una voz masculina que le resultó bastante familiar.
Sí, las vacaciones prometen...
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