sábado, 2 de noviembre de 2019

CAPITULO 30 (SEGUNDA HISTORIA)





Catalina había elegido el azul marino para su vestido, en honor a su hijo, por ser su color favorito. El traje era largo, de corte en la cintura, falda de satén, corpiño bordado y cuyas mangas se ajustaban desde los hombros hasta las muñecas. Perfecta. El orgullo de ser su hijo emocionó a Pedro.


—¡Oh, cariño! —exclamó Catalina, lanzándose a su cuello sin previo aviso y llorando—. ¡Estoy tan feliz!


En ese momento, la orquesta comenzó a tocar la primera canción, el precioso Canon de Pachelbel. Los invitados silenciaron sus voces y ocuparon los asientos. Sus padres lo abrazaron por última vez y se situaron en las sillas de la primera fila, junto al padre y a la abuela de Zaira, Carlos y Sara, que sostenían a los bebés, adorables de rojo, un color que los favorecía. El sacerdote se situó detrás de la mesa.


El novio se acercó a la alfombra roja y dirigió los ojos a la entrada de la estancia. Su cuñada estaba espectacular, de un intenso rojo, a juego con los bebés y similar a sus cabellos de fuego, recogidos en la nuca. El vestido era largo, de corte en la cadera, manga tres cuartos, cerrado al cuello y con un profundo escote en la espalda, que pudo admirar porque se giró unos segundos. Sujetaba una cestita de pétalos blancos. Sonrió y empezó la lenta marcha por el paseíllo, esparciendo los pétalos con suavidad.


Él escuchó a su hermano resoplar sin delicadeza y, adrede, le dijo:
—Tu bruja está preciosa.


—Mi bruja no lo está, lo es —lo corrigió Mauro con una sonrisa de pura embriaguez.


Zaira los alcanzó, besó a los dos y se colocó enfrente, en su lugar de dama de honor.


Entonces, los presentes se levantaron para recibir a la novia.


Y la alegría desapareció del rostro de Pedro en el instante en que divisó a Paula, acompañada de Bruno como padrino. La imagen le robó el aliento. Los nervios afloraron en su pecho y el témpano de hielo que preservaba su enardecido corazón se fragmentó por completo.


Los murmullos en el gran salón compitieron con la música. Entre las mujeres se vieron gestos de admiración, sorpresa, envidia y algún reproche de las más tradicionales. Los hombres parecían hipnotizados. No les culpó.


—Te lo dije —le susurró Pedro.


Pedro le flaquearon las rodillas. A punto estuvo de caerse al suelo.


Ay, rubia, yo ya estoy perdido, pero haré que te pierdas conmigo...


No se trataba de una novia común, no... ¡Paula Chaves vestía de rojo sangre!


El traje, de seda, era distinguido, inigualable... 


Tenía las dos manos entrelazadas en torno al brazo de su acompañante, sin ramo; el brazo derecho estaba desnudo, y el izquierdo iba cubierto por una manga larga y estrecha, hasta la muñeca; el escote era en forma de corazón, resaltando sus altos, redondeados y exquisitos senos, hasta el corte de cintura baja del vestido, en el que había cosido un fajín de dos centímetros, con diminutos cristales, que brillaban parpadeantes por sus movimientos al andar y al respirar; la falda, de volantes desiguales, poseía una abertura en el muslo derecho, permitiendo admirar su interminable pierna y un zapato rojo con el talón al aire, punta redondeada y refinado tacón; la cola, corta, irregular por el original diseño de los volantes, acariciaba la alfombra con delicadeza.


Las ondas de sus cabellos rubios se deslizaban sueltas por sus hombros; llevaba un turbante, también de seda roja, a modo de ancha tiara, con un nudo en el centro de su frente. Los labios, pintados de carmín, dibujaban una fascinante sonrisa tímida que se iba ampliando a medida que se acercaba al novio. La serpiente de rubíes era su única joya.


Sus hombros relajados y erguidos, su sereno caminar, su deslumbrante tez de porcelana y su indiscutible divinidad natural convertían a las demás mujeres en meras sombras. Normal que muchas celosas la estuvieran censurando por no vestir de blanco virginal.


—Cuídala, Pedro —le advirtió Bruno, en voz baja.


Pedro y su hermano pequeño se dedicaron una mirada hostil. No se dirigían la palabra desde la boda de Mauro.




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