domingo, 1 de diciembre de 2019

CAPITULO 102 (SEGUNDA HISTORIA)




¡Oh, Dios mío!


Pedro no había dudado un instante en responder...


—Respira, rubia, que te vas a desmayar —le aconsejó su marido, sonriendo con picardía—. Aunque no me importaría hacerte el boca a boca — le guiñó un ojo.


Paula estalló en carcajadas, relajándose.


—Apenas has probado la cena —comentó él con el ceño fruncido—. ¿Estás cansada?


Ahora mismo no podría dormir ni comer...


—Es muy tarde y mañana nos espera un día bastante ajetreado —continuó Pedro, poniéndose en pie para recoger los platos.


—Espera, que te ayudo —le indicó ella, incorporándose.


—No —sonrió—. Vete a la cama. Ya me encargo yo.


Paula suspiró de manera irregular por tantas atenciones. Asintió y salió del salón hacia el dormitorio.


La suite era majestuosa, lujosa, enorme y preciosa. Atravesó un salón más pequeño; a partir de ahí, cada sala estaba enmoquetada, muy limpia y perfecta.


Los muebles eran marrones, de estilo moderno e innovador, y los sillones, beis como las sillas del comedor. Chaise longues, sofás, pufs... ¡De todo! Y no había puertas, pero sí vanos enmarcados que separaban las estancias entre sí.


Lo que más le gustó fueron las altas plantas que decoraban la suite, que se encontraban en huecos abiertos en las paredes, iluminadas con luces blancas de neón, aportando vida y sosiego al lugar.


El dormitorio constituía una belleza increíble, combinando los claros con los oscuros, ofreciendo un hogar lejos de casa. La cama era la más grande que jamás había visto y ocupaba la mayor parte del espacio; las sábanas, los almohadones y el edredón eran blancos con un borde fino a modo de redecilla, beis; los cojines tenían un estampado en tonos marrones claros. Las mesillas de noche, cajoneras, iban a juego con el resto del ornamento de la suite y las lámparas eran de gruesa madera con relieves circulares y pantalla amarilla de tela rígida.


Salió a la terraza, a la derecha, donde había una mesita cuadrada con una lamparita para poder escribir o leer; encima de esta, se hallaba un jarrón estrecho y pequeño con flores verdes artificiales, que desprendían un suave olor a menta. Se sentó en una de las dos sillas que flanqueaban otra mesita — esta era redonda y estaba a un metro de la barandilla de cristal—, y flexionó las rodillas al pecho. Sonrió e inhaló el aroma del mar.


Estaban muy altos y no vio vecinos por ningún lado, ni siquiera si se asomaba, a no ser que se inclinara hacia los pisos inferiores. Y la idea de estar en su burbuja particular le arrancó un revoloteo en la tripa.


De repente, una mano le tapó los ojos. Dio un brinco.


—¡Pedro! —se asustó.


Él se rio.


—¿Quién creías que era? —le susurró al oído—. Abre la boca, rubia.


Paula obedeció, todavía con las pulsaciones alteradas por el sobresalto.


Saboreó azúcar, crema y bizcocho esponjoso. Era...


—Un pastelito de crema... —suspiró, extasiada, al tragar.


Su marido se arrodilló a sus pies. Se había descalzado y remangado los pantalones en los tobillos, además de que se había sacado la entallada camisa por fuera de los mismos. Se le veía tan cómodo, tan despreocupado, tan seguro de su propio atractivo, en especial destilando ese aspecto de interesante informalidad, que a ella se le atascaron las palabras.


—Te he traído otro más, el resto lo he metido en la nevera, porque, si no, te los comes todos de una sentada —bromeó él, y le ofreció el otro pastelito.


Sin embargo, cuando lo fue a coger, Pedro lo retiró y sonrió con picardía.


—Abre la boca y no lo muerdas, solo sostenlo entre los dientes.


Ella así lo hizo, con las pulsaciones ya disparadas. Entonces, su marido se apoyó en los brazos de la silla, se inclinó y le arrebató la mitad del dulce en un beso tan lento y sensual que Paula gimió y abrió las piernas para que él se acomodara, pero sin bajarlas al suelo.


—Muy, pero que muy, dulce... —pronunció Pedro, ronco, antes de humedecerse la boca como si todavía degustase el pastelito.


Se miraron con los ojos cargados de apetito, deseo y amor... No le hacía falta escucharlo de su boca para saber que la amaba. No sabía cómo explicarlo, porque nada relacionado con él poseía lógica, pero así lo sentía ella. Nunca había experimentado tanto cariño, tantas atenciones, tantos detalles, tanta ternura y tanta pasión de y por una persona. Nunca se había sentido tan hermosa y tan mimada...


Pedro la cogió por el trasero y la pegó a sus caderas. Paula lo envolvió con las piernas.


—Sujétate a la silla.


Ella volvió a obedecerlo, aunque con temblores porque su cuerpo vibraba de expectación. Él le subió el vestido hasta sacárselo por la cabeza y sus ojos, negros en ese momento, refulgieron al admirarla en ropa interior, un conjunto de seda azul oscuro con transparencias insinuantes, que estrenaba para la ocasión y en honor a su marido por ser su color favorito. Recostó la espalda en el asiento para que la observara a placer.


—¿Te gusta? Me lo compré para ti.


Él subió las manos por sus brazos, erizándole la piel con las yemas de los dedos, hacia sus hombros. Paula sufrió un escalofrío tras otro.


—Muy sexy —suspiró, mirándola fijamente a los ojos—. Es precioso.


Ella jadeó, más por el halago que por las caricias... Y esa frase jamás se marchitaría como las flores, sino que quedaría grabada a fuego en su alma.


Pedro alcanzó las tiras del sujetador y las deslizó despacio hasta donde llegaron, sin quitárselas. Acercó la boca a la seda y lamió un seno, mojando el sujetador. Paula se arqueó, y echó la cabeza hacia atrás. Apretó los reposabrazos del asiento y cerró los párpados.


Él le clavó los dientes. Ella gritó...


Él succionó con fuerza. Ella gritó...


Quemazón y sedante, una mezcla explosiva.


Pedro la rodeó por la cintura para atraerla más a su cuerpo, notando Paula enseguida la erección que pugnaba por salir de los pantalones. Le clavó los talones en las nalgas, dominada por esa boca llameante que la estaba conduciendo al desvarío. Y gimió cuando su guerrero utilizó una mano para prodigar al otro pecho iguales atenciones... Y cuando cambió de seno... Y cuando utilizó los dientes para bajarle el sujetador y exponerlos a la fresca noche de Miami...


—Joder... —resopló él, desabrochándole el sujetador para dejarlo caer al suelo—. Podría estar horas adorándolos...


Constituía una parte de su físico que le encantaba de sí misma. En el pasado, a pesar de la anorexia, se había desarrollado antes de tiempo y había heredado el extraordinario pecho de su madre, bonito, suave y alzado a la perfección, como correspondía a su tamaño, incluso a su edad actual.


Y a su marido también le encantaban, pues escondió la cara entre ellos y los besó con mimo candente. Ella se rio entre gemidos.


—Son... un poco... grandes...


—Son perfectos, rubia, perfectos... —y continuó besándolos entre aullidos lastimeros—. Joder... —soltó un gruñido y los devoró, friccionándolos a su vez con los dedos—. Son míos... solo míos...


Y tú eres mío, soldado, solo mío...


Por tal pensamiento, Paula, que ya no aguantaba más, se impacientó, levantó la cabeza y le desabotonó la camisa, aunque estaba tan ansiosa por verlo, por acariciarlo, por perderse en su extraordinaria anatomía, por abandonarse a su protección... que sus dedos temblaron demasiado y tardó. Pedro se incorporó y ella se la retiró por los anchos hombros, sin despegarse de la silla. 


Descansó las manos en su clavícula unos segundos y descendió hacia los pectorales,
calcinándose por el intenso calor que desprendía su piel, más bronceada que
la suya. Siguió por su abdomen, mordiéndose el labio inferior con saña, admirando su perfección masculina... Él extendió una mano y tiró con suavidad para evitar que se hiciera sangre. Se miraron. Sonrieron, ruborizados los dos, pero la sonrisa se evaporó.


Y se encontraron a mitad de camino.




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