sábado, 30 de noviembre de 2019
CAPITULO 101 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro se quedó momentáneamente en shock al apreciar sus largas y sublimes piernas desnudas. Se deslizó como un hada. Incluso, él creyó atisbar unas alas en su espalda...
Joder... Ahora tengo visiones... Ay, rubia... ¿Qué me has hecho?
Se acomodaron el uno enfrente del otro.
—Ya ha empezado la cita, ¿no? —quiso saber ella, flexionando las piernas debajo del trasero, para poder impulsarse y llegar a todos los platos.
—Y dura hasta el domingo —sirvió el champán en dos copas.
—Entonces, me gustaría saber cosas de ti. En las citas, se hacen preguntas, ¿no? Tú sabes casi todo de mí, pero yo no sé casi nada de ti.
¿Casi todo? ¿Qué significa eso?
—Pregunta, rubia —le entregó una copa y dio un sorbo a la suya.
—¿Siempre supiste que querías ser médico? —bebió un poco.
—Desde que tenía nueve años —respondió él con una sonrisa nostálgica—. Mauro tenía once y Bruno, siete. Un día, al volver del colegio, vimos un perro atropellado en la cuneta. Llovía. Me acuerdo perfectamente porque mi madre
nunca nos dejaba salir de casa cuando llovía —pinchó un trozo de carne y se lo comió—. Nos escapamos y lo recogimos. Lo escondimos en el cuarto de Mauro. Tenía una pata rota, muchas heridas y estaba muy sucio. Le robamos un libro de Medicina a mi padre del despacho e intentamos curarle las heridas y entablillarle la pata, según las fotos del libro. Lo llamamos Kal, —bebió champán—. Lo escondimos una semana entera, hasta que mi madre lo descubrió y se lo llevó al veterinario sin decírnoslo.
—¿Qué pasó con Kal? —se interesó ella, antes de picar un poco de ensalada.
—Cuatro días después, estábamos jugando en la habitación de Mauro cuando apareció Kal moviendo el rabo y cojeando. Le habían vendado la pata y le habían puesto un embudo para que no se lamiera las heridas —sintió una punzada en el pecho al recordar al perro—. Mi madre nos abrazó llorando y nos dijo que Kal se quedaba con nosotros. El veterinario le había dicho que lo que hicimos, aunque no tuviéramos ni idea —se rio—, le había salvado la vida. Vivió con nosotros doce años —suspiró, tranquilo—. Era nuestro mejor amigo, pero para Mauro siempre fue muy especial. Por eso, Zaira le regaló a Mau Alfonso en su primer cumpleaños juntos, la misma raza que Kal.
Paula sonrió. Tenía la barbilla apoyada en las manos, con los brazos doblados en la mesa.
—Y a partir de ahí —añadió Pedro—, empecé a leer libros de Medicina.
—¡Con nueve años! —se le desencajó la mandíbula.
—Me gustó mucho sentir que ayudé a salvar a Kal—se encogió de hombros, despreocupado. Era la primera ocasión en que hablaba sobre su brillante inteligencia sin agobiarse por si otra persona se sintiera incómoda. Por eso, odiaba alardear y evitaba dicha conversación. Pero con su esposa le ocurría justo lo contrario: necesitaba charlar sobre ello—. Y, como todo lo que he leído siempre se me ha quedado grabado enseguida, me resultó muy fácil. Utilizaba mucho el diccionario, porque desconocía la mayoría de las palabras.
—Y, ¿por qué Oncología?
—Siempre estaba colgado de la pierna de mi madre como un koala. No me separaba de ella para nada —soltó una carcajada—. Cuando pasó lo de Kal, dejé de colgarme de su pierna porque tenía un libro y un diccionario en las manos —asintió despacio con la mirada perdida—. Ahí fue cuando mi madre se dio cuenta de que mi cabeza iba a otro ritmo —la ladeó—. Me hicieron un test de inteligencia y otro de personalidad. Los resultaron establecieron que mi coeficiente intelectual era de ciento sesenta. Mis padres comprendieron muchas cosas.
—¿A qué te refieres? —le preguntó, intrigada, con el ceño fruncido.
—Digamos —gesticuló con las manos— que yo siempre he sido o todo o nada. Nunca me he conformado con un punto medio y he necesitado la perfección absoluta. En el colegio, me ponía muy nervioso porque el profesor tenía que explicar las cosas más de una vez para que mis compañeros lo entendieran, cuando yo lo había comprendido antes de que terminara de impartir la lección. Me aburría muchísimo —se encogió de hombros de nuevo —. Los profesores propusieron meterme con Mau, pero mi madre se negó — sonrió—. Dijo que yo viviría todo en su momento aunque me resultara más sencillo que a los demás, aunque yo fuera más intenso que los demás, y que ella se encargaría de que estuviera a gusto siempre, enseñándome más cosas después de la escuela.
» Y empezó a llevarme al hospital porque la Medicina me encantaba. Ya no trabajaba, pero la respetaban en el hospital y nos dejaban pasar las tardes allí . Cada día, aprendía una cosa nueva con los libros —se cruzó de brazos en la mesa y recostó la cabeza en ellos—. Me gustaba lo que me explicaba mi madre en el hospital, sí —entornó los ojos, enfocado en los recuerdos—, pero me seguía pareciendo fácil, a pesar de mi edad, o, por lo menos, no me impactaba. Tenía catorce años —hizo una pausa—. Cuando a mi abuela materna le diagnosticaron cáncer, se vino a vivir con nosotros. Mi madre la cuidó las veinticuatro horas del día, y yo, cuando no estaba en el colegio, no me separaba de ellas —se incorporó y sirvió más champán—. Por desgracia, mi abuela murió dos años después. Al no haberse salvado del cáncer, me di cuenta de que la Oncología era un campo con infinitos secretos por descubrir, por investigar —posó una mano en el corazón—. Sentí que la Oncología me necesitaba a mí. Puede parecer arrogante, pero... —agachó la cabeza—. Me sentí como un niño normal que podía aprender algo como un niño normal...
Paula sonreía con tal ternura que Pedro dejó de respirar.
—Te habrán hecho estas dos preguntas miles de veces... —le dijo ella, de repente, tímida.
—Eres la primera persona ajena a mi familia que me pregunta algo que no esté relacionado con mi dinero o mis influencias sociales.
Paula se paralizó al escucharlo.
—¿De verdad? ¿Y tus... ligues? ¿A ninguna le ha interesado tu profesión, por ejemplo, o tu niñez? Los hermanos Alfonso son inseparables, ¡los tres mosqueteros! —alzó la copa en un brindis.
—Mi profesión solo les interesaba en cuanto al sueldo —respondió él, encogiéndose de hombros—, pero, además, soy rico de cuna y miembro de una de las familias más influyentes de la alta sociedad. Eso es lo único que veían en mí. No es gran cosa.
Ella lo observó, muy sorprendida, tanto que inquietó a Pedro.
—Solo hay que mirarte un segundo para saber que eres más que físico y dinero, Pedro.
Aquello sí que no se lo esperaba... La contempló largo rato sin pestañear y con el corazón apresado en un puño que le prohibía palpitar con normalidad.
—¿Creíste eso de mí cuando nos vimos por primera vez? —se atrevió él a pronunciar.
Su mujer se sonrojó y dio un sorbo a la copa.
—Contéstame —le ordenó, sin percatarse de la fiereza que transmitió al hablar.
—Yo... —carraspeó y agachó la cabeza—. Sí —retorció la servilleta entre los dedos—. No sabía quién eras, me enteré después. No leía las noticias que no fueran sobre salud y medicina, lo demás no me interesaba —se humedeció la boca—. Cuando salí del ascensor, el día que te conocí... —se detuvo unos segundos y alzó los ojos hacia él, cegándolo sin remedio por tanto como relucían—. Estabas hablando con Mauro. Sonreías. Pero, en cuanto te fijaste en mí, dejaste de hacerlo.
—¿El qué? —arrugó la frente.
—Dejaste de sonreír —su semblante se tornó triste—. Me miraste como si... —se mordió el labio inferior, con las mejillas coloradas— como si pretendieras entrar en mí en busca de algo que necesitases desesperadamente, como si quisieras huir de tu propia vida... —se le apagó la voz—. Yo no vi dinero, vi una luz atrapada —se recostó en el asiento—. Es una tontería. Olvida lo que he dicho —hizo un ademán para restar importancia, aunque sin éxito.
—Era justo así como te estaba mirando.
—¿Y encontraste lo que buscabas?
—Sí. Te encontré a ti.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Ayyyyyy qué linda sorpreda!!!
ResponderEliminar