sábado, 30 de noviembre de 2019

CAPITULO 100 (SEGUNDA HISTORIA)




La tentación de no quitarle el pañuelo, de no salir del ascensor y de hacerle el amor en ese pequeño cubículo era demasiado grande, pero retrocedió y la tomó del brazo. La guio hacia la única puerta existente. Metió la llave electrónica y abrió. Tiró de su mano con suavidad. Encendió las luces.


Y le quitó el pañuelo.


—¡Oh! —exclamó Paula, tapándose la boca por la impresión. Caminó muy despacio, atónita—. ¡Oh, Dios mío! —repetía sin cesar a medida que
analizaba el espacio—. ¡Oh, Dios mío!


Pedro sintió un glorioso aleteo en el estómago. 


La siguió por el espacio de doscientos sesenta metros cuadrados exclusivo para ellos.


—Bienvenida a la suite presidencial del hotel Ritz-Carlton de... —hizo una pausa, adrede, para crearle más expectación. La diversión se apoderó de él—. Bal Harbour, Miami.


—Es... Estamos... ¡Oh, Dios mío! —corrió hacia la cristalera que conducía a la impresionante terraza de la suite, enfrente de la puerta principal. Salió al exterior para ver la playa bañada por la inmensa luna. Aspiró el aroma del mar y se rio—. ¡No me lo puedo creer! —brincó, emocionada.


Él estalló en carcajadas. La abrazó desde atrás.


La terraza era alargada y curva, de principio a fin de la suite, y tenía dos enormes sofás blancos en forma de L, con cojines negros, perfectos para disfrutar de las vistas y de la tranquilidad del océano.


—Los tapones eran para que no escucharas el avión —apoyó la barbilla en su clavícula.


—Hemos montado en avión...


—Como eres la Bella Durmiente, ni te has enterado —sonrió y la besó en el cuello—. ¿Te gusta la sorpresa?


—¿Que si me gusta? —se giró y le rodeó la nuca. Sus ojos brillaban, parpadeantes. Su voz se enrojeció—. Esto es increíble, Pedro... —se ruborizó —. Tú eres increíble —le acarició el pelo—. Gracias, soldado.


El soldado suspiró, entrecortado... No supo quién de los dos estaba más feliz.


¿Recuerdas a mi amigo Carlos?


—Sí.


—Pues su padre es el gerente de una compañía aérea de jets privados, LO Airways. Carlos es el director. Hemos volado en uno de ellos —se inclinó—. Nos quedamos hasta el domingo.


—¿Y la maleta? —arrugó la frente—. ¿Y Gaston?


—Gaston está con Mauro y Zaira, en las mejores manos. Los llamaremos mañana antes de irnos de compras —le lamió los labios, enloqueciéndose ambos al instante. Sus respiraciones se alteraron a una velocidad alarmante. Bajó los pesados párpados y le rozó la nariz con la suya lentamente—. Dime... que te gusta la cita...


Pedro... —jadeó, trémula entre sus brazos.


—Dímelo, rubia... —escondió la cara en sus cabellos e inhaló la mandarina, ciñéndola con fuerza—. Joder, qué bien hueles...


El timbre los interrumpió. Se separaron a regañadientes.


—Ponte cómoda —le indicó él—. Yo abriré —se encaminó hacia la puerta.


El servicio de habitaciones traía la cena que había encargado al realizar la reserva. El camarero aparcó el carrito en el recibidor. Pedro le dio una generosa propina y cerró. Se llevó el carrito al salón, a continuación del hall.


Todas las estancias eran rectangulares. El salón tenía, a la derecha, una televisión ultraplana colgada en la pared; dos sillones marrones, individuales, creaban un área de descanso para leer el periódico, pues los había de varios países, sobre una cajonera alta pegada a la cristalera. En el centro, el comedor, estaba la mesa de madera oscura con cuatro sillas enfrentadas de piel beis, justo debajo de una gigantesca lámpara. Una cocina pequeña, con barra americana y tres taburetes, se situaba detrás del comedor. A la izquierda, se hallaba un precioso piano de cola negro, pegado a la terraza y colocado de tal modo que quien lo tocara lo haría observando el mar; un sofá en esa pared, junto al piano, servía para acomodar a la audiencia que desease deleitarse con la música.


Condujo el carrito hacia la mesa. Se quitó la chaqueta, que tendió sobre el respaldo de una silla, y se remangó la camisa por debajo de los codos. Colocó los cubiertos, las servilletas de tela y los numerosos platos repletos de deliciosa comida. Había pedido casi toda la carta. Los postres los mantuvo escondidos gracias al mantel blanco que tapaba la última balda metálica del carrito. Había solicitado, también, champán para beber.


—¡Tienes que ver el baño, Pedro! —exclamó Paula, corriendo hacia él, descalza y sin medias—. ¡Es maravilloso!




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