miércoles, 20 de noviembre de 2019
CAPITULO 68 (SEGUNDA HISTORIA)
Descendieron los peldaños y se dirigieron al salón pequeño, donde adivinó que estarían su hermano, su cuñada y los niños. Y no se equivocó.
—Enseguida vuelvo —anunció él. La sospecha se acrecentaba a cada segundo. Entró en la cocina—. ¿Habéis visto un gorro perdido? —les preguntó a Julia y a Daniela, que preparaban la cena.
—Sí —contestó el ama de llaves, secándose las manos con un trapo—. Hace un ratito —caminó hasta el tablero de madera y cogió un gorro de lana verde oscuro. Se lo entregó.
—Gracias —se lo acercó a la nariz. Olía a mandarina—. ¿Dónde estaba?
—Lo encontró Anabel. Está en su habitación, si quieres hablar con ella.
Pedro salió de la estancia. Se topó con la doncella en el recibidor.
—Te lo dio Mario, ¿verdad? —inquirió él, sin esconder la rabia.
—Pedro, yo...
—Responde, Anabel.
—Yo... Yo... Lo encontré en... Estaba en el salón pequeño.
—¡Y una mierda! —vociferó Pedro.
—¿Qué son esos gritos? —preguntó Mauro, reuniéndose con ellos, seguido de Zaira y Paula.
Julia y Daniela también surgieron en el hall.
—Estás mintiendo —continuó él, ignorando a los presentes.
—Ese es mi gorro —anunció su mujer—, el que se me perdió.
—Lo sé —y añadió a la doncella—: Te lo dio Mario.
Anabel, sonrojada, agachó la cabeza y asintió. Pedro gruñó como nunca y abrió la puerta principal. Caminó hacia los establos.
—¡Pedro! —gritaban a su espalda.
Pero no se detuvo hasta que vio a Mario en la pista exterior. Estaba iluminada por cuatro grandes focos. Sujetaba las riendas de un caballo sin silla.
— ¿Qué hacías en los pasillos de la mansión? —le reclamó él, parándose a su espalda.
Shaw sonrió al fijarse en el gorro y se bajó de un salto del animal.
—Ya viene el señorito Pedro con sus aires de grandeza. No tengo prohibida la entrada en la mansión. Por cierto —arqueó las cejas—, es de tus abuelos, no tuya.
—Tienes prohibido el acceso a cualquier parte que no sea la cocina —lo corrigió Pedro, controlando la respiración. Su corazón latía tan rápido que podía explotar—. ¿Qué hacías en los pasillos? ¿Ahora, una de tus funciones es asustar a la gente?
—Por gente te refieres a tu mujer —afirmó Shaw, irguiéndose y sin perder la diversión—. Solo ha sido una broma, nada más. La creía más valiente. Al menos, grita bien.
—Serás... —musitó Paula, avanzando—. ¡Imbécil!
—¡Eh! —se quejó Pedro, agarrándola del brazo. Y le susurró—: Imbécil soy yo, nadie más, víbora.
Ella sonrió con las mejillas arreboladas, se alzó de puntillas y lo besó en el pómulo. Zaira se rio y él estuvo a punto de hacerlo, pero Mario interrumpió la escena.
—Ella tiene la culpa —lo picó Shaw, introduciendo las manos en los bolsillos de la chaqueta—. El otro día, se mecía muy bien entre mis piernas. Y sus miraditas siempre me piden que le meta un poco de caña, tú ya me entiendes, ¿verdad, Pedro? —le guiñó el ojo.
—¡No te he mirado de ninguna manera! —le increpó Paula, interponiéndose entre los dos para evitar la inminente pelea.
—Ahora, no pretendas negarlo, Pauli. Ambos sabemos que eres como el resto de mujeres a las que se tira tu marido.
Pedro, cegado por la ira, empujó a su mujer a un lado y agarró de la pechera a Shaw.
—Retira tus palabras —siseó.
—¿Vas a pegarme? —se carcajeó. No retrocedió ni se inmutó.
—¡Pedro! —gritó Paula, tirando de su jersey—. Olvídate de él. No merece la pena.
—Ganas no me faltan, Shaw —lo soltó como si se hubiera quemado y se giró.
— Buena calientabraguetas se ha buscado el señorito —musitó Mario a su espalda—. Dios los cría y ellos se juntan. Seguro que está tan aprovechada como tú.
—¡Oh! —exclamaron los presentes.
Pedro se giró, tiró el gorro a la arena y se lanzó contra Shaw. Rodaron por la pista, propinándose puñetazos los dos con una furia inhumana. Y no frenaron los violentos ataques hasta que Mauro lo separó de Mario con gran esfuerzo.
—¡Ya basta! —bramó su hermano.
—¡Pedro! —su mujer corrió hacia él y le sujetó la nuca para obligarlo a mirarla—. ¿Estás bien? —le rozó el pómulo, que le ardía. Frunció el ceño y rumió incoherencias. Se separó y caminó hacia Shaw—. ¿Sabes qué, Mario? —le dio una patada en la entrepierna—. Para que ahora tengas tu bragueta caliente y me insultes con propiedad.
Shaw, que no se lo esperaba, cayó de rodillas, pálido y enmudecido por el dolor.
Todos se echaron a reír. Pedro alzó a Paula por el trasero, quedando los dos rostros a la misma altura. Ella le envolvió las caderas con las piernas y el cuello con los brazos. Y la besó, posesivo y henchido de orgullo.
¡Cuánto amo a mi rubia, joder!
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