miércoles, 20 de noviembre de 2019

CAPITULO 67 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula estaba paralizada y contenía el aliento. Pedro le abrió las piernas con la rodilla. Ella apretaba tanto el taco que sus nudillos estaban más blancos de lo normal. Era tal la voracidad que sentía hacia esa mujer, que cerró los ojos y la mimó... muy despacio. Y Paula comenzó a gemir y a arquearse contra su mano... Él introdujo la otra por dentro de la camiseta y veneró sus senos.


Pedro...


Pedro continuó, incapaz de detenerse. No le importaba nada que no fuera su rubia. Solo quería el goce de su mujer, que tocara el cielo, que gritara su nombre, que implorase sus caricias, que soñara con sus manos acariciando su cuerpo, que suplicase su amor...


—No te gustan... los halagos... pero... —pronunció él entre resuellos y con la garganta seca—. Eres preciosa... Así... Entregada a mí... Preciosa...


Le subió la tela y se la sacó por la cabeza, pero Paula no movió los codos flexionados en el tapete, por lo que la camiseta descansó arrugada en ellos. La besó en la espalda. Le lamió la nuca, le mordió la oreja... Tomó sus pechos con la mano libre, pero eran tan generosos que se le escapaban.


Pedro... No puedo...


Pedro gruñó y aceleró el ritmo.


—Confía en mí... —le dijo en un ronco susurro—. Déjate llevar... Conmigo, solo conmigo...


—Solo... contigo... —y gritó, deshaciéndose por culpa del clímax que la sobrevino.


Pero él no le concedió un instante para que se recuperara, sino que se bajó los boxer y la penetró con lentitud. Ella exhaló un suspiro entrecortado y se curvó, recostándose en el billar. Pedro se retiraba lánguidamente y arremetía con vigor.


Fue lo más intenso que experimentó en su vida. 


El éxtasis fue tan enérgico que lo enmudeció.


—Me encanta tu mandarina, rubia... —la estrechó entre los brazos, respirando de forma irregular sobre su pelo.


Paula se paralizó un segundo y al siguiente estalló en carcajadas. Pedro se contagió. Se separó de ella con extrema delicadeza para no dañarla, se ajustó los calzoncillos y la cogió en brazos sin esfuerzo, adorando su cuerpo acurrucado contra el suyo. En el servicio, la desnudó y preparó la bañera.


Unos minutos después, se encontraban abrazados en el agua, tranquilos y limpios. La espalda de Paula estaba pegada a su pecho, su rostro escondido en el hueco de su clavícula y las piernas de los dos entrelazadas. Él besaba sus cabellos mojados de manera distraída.


Pedro.


—Dime.


—No hemos... —titubeó, agitada, de repente. Se incorporó, posó las manos  en sus pectorales. La gravedad cruzó su semblante—. No hemos utilizado preservativo, ninguna de las veces que lo hemos hecho.


—Lo sé —asintió Pedro—, pero te tomas la píldora. Tienes las pastillas en tu neceser. Tenía que haberlo hablado contigo —se puso nervioso— y no dar por hecho que...


—No pasa nada, confío en ti —Paula habló en voz baja, temerosa—, pero...


—¿Qué ocurre? —arrugó la frente, sintiéndose abatido por un posible rechazo—. Si lo prefieres, usaremos preservativo, no quiero que te sientas incómoda o...


Pedro... —desvió la mirada, ruborizada—. ¿Alguna vez, has hecho... con otras...?


—No —la interrumpió, serio. Se sentó y la acomodó a horcajadas—. Siempre tomé precauciones, independientemente de ellas. Y me reviso muy a menudo.


Su mujer frunció el ceño. La rigidez la poseyó.


—¿Qué pasa? —se preocupó él, sujetándola por la nuca.


—No me gusta hablar de tus ligues —declaró en tono hostil, soltándose con brusquedad de su agarre.


Pero Pedro no se lo permitió, gruñó y la apretó contra su cuerpo con fuerza.


—¡Quita, déjame! —le golpeó el pecho.


—¡No! —la inmovilizó—. Tú fuiste la última con la que me acosté — confesó al fin.


—Pero... —se quedó boquiabierta—. Las fotos en internet... Cada semana...


—No hice nada con ellas. Nada —negó con la cabeza—. No ha habido ninguna mujer después de ti. Ninguna. No pude...


Pedro... —sonrió, con los ojos inundados en lágrimas.


—Por favor, no llores... —se angustió y empezó a respirar con dificultad.


—Me acabas de hacer muy feliz —declaró Paula, arrojándose a su cuello —. Muy feliz, mi guardián.


Salieron de la bañera y se vistieron el uno al otro como los amantes que eran, entre mimos y besos que prometían el paraíso y las tinieblas a partes iguales.


—¿De dónde venías antes? —quiso saber él.
Entraron en el laberinto, de la mano.


—De los establos —respondió ella, deteniéndose y mirándolo, asustada—. Pedro... —se rodeó a sí misma.


—¿Qué sucede? —se alertó y la envolvió en su calor.


—Antes me perdí —se aferró a Pedro con pánico—. Escuché... golpes... pasos... Por eso, te encontré en la sala de billar. Yo... Llevaba un gorro y se me cayó, pero no sé dónde. Cuando llegué a la habitación, alguien llamó a la puerta. Abrí y no había nadie. Cerré y oí los mismos pasos de antes en los pasillos. Me asusté y... y te vi.


—¿Cómo eran esos pasos? —se cruzó de brazos—. ¿Cortos y rápidos o lentos y amplios?


Su mujer arrugó la frente, pensativa.


—Lentos... Sí —asintió—. Eran pausados.


Aquello solo significaba que se trataba de un hombre, no de Anabel, como creyó al principio.


—¿Se ha vuelto a repetir? —se interesó él, reanudando la marcha—. El primer día, Zai y tú también escuchasteis golpes.


—No consigo aprenderme el camino. Zaira venía a buscarme todos los días y luego me acompañaba por las noches.


Pedro quiso atizarse a sí mismo por ser tan estúpido. Se había preocupado tanto por mantenerse alejado, que se le había olvidado su miedo a perderse en la mansión.


—Lo siento, rubia —se disculpó, pasándose las manos por la cabeza—. He sido un imbécil. No tenía que haberte dejado sola.


—No, Pedro —lo sujetó de los brazos, deteniéndose al inicio de la gran escalera principal de la casa—. No importa —sonrió con dulzura.


—Sí importa —la corrigió y la abrazó con rudeza un instante—. No te dejaré sola otra vez.


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