miércoles, 20 de noviembre de 2019
CAPITULO 66 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro, con los calzoncillos ya puestos, acortó la distancia y le apresó los pechos entre las manos. Paula emitió un gemido agudo, retrocedió y se chocó con la mesa, pero él avanzó y oprimió sus erguidos senos sin misericordia, otra vez.
—Aquí no te está grande —los pellizcó por encima de la camiseta, creciendo, de nuevo, el deseo a una velocidad vertiginosa.
—Pedro...
—Rubia...
Él se inclinó y los capturó con los dientes, mojando la tela con la lengua.
—¿No vamos...? ¿No vamos a... jugar?
—Claro que vamos a jugar —se alejó unos pasos—. Y no te imaginas lo que vamos a disfrutar...
Pedro suspiró y la analizó de los pies a la cabeza con una mirada famélica.
No se molestó en esconder su excitación, que amenazaba con salirse de los boxer. Preparó el billar y le tendió un taco.
—Las damas primero.
Ella sonrió y se colocó en posición. Él se situó detrás y se mordió el labio al admirar su trasero respingón. Paula ajustó el taco y sacó, lanzando la bola blanca hacia las demás, en triángulo. Tres se metieron en las troneras.
—Lisas para mí —anunció su mujer con seriedad.
Según el juego, debía continuar hasta que fallase.
Y Pedro alucinó... Paula era muy buena, ¡una versada en el billar!
—¿Dónde has aprendido? —quiso saber él.
—En el restaurante italiano donde trabajé —se posicionó de nuevo para tirar—. El dueño se llama Luigi. El local tiene una parte de descanso para los empleados donde hay un billar. Luigi me enseñó.
Pero Pedro, a pesar de escucharla, comenzó a picarse. Todavía no había jugado y ella estaba a tres bolas de ganar, por lo que decidió distraerla... Se ubicó a su espalda y, justo cuando ella echó hacia atrás el taco, él le rozó las nalgas con las yemas de los dedos.
—¡Ay! —brincó—. ¡Eso es trampa! —la bola avanzó un centímetro escaso. —Es mi turno —anunció Pedro, fingiendo indiferencia.
Pero no contó con que Paula siempre lograba retarlo, aunque no lo pretendiera... Ella se inclinó sobre la mesa, en el extremo contrario, ofreciéndole una visión muy jugosa de sus senos a través del escote en pico de la camiseta. No lo hizo adrede, porque parecía concentrada, fruncía el ceño, pero a él le vibraron las manos. Aún así, introdujo una bola en el agujero.
Procuró no fijarse más en Paula, pero, cada vez que lanzaba, ella actuaba de igual modo, ofreciéndole sus pechos a distancia. Y Pedro sudaba y gruñía.
Había sido un completo error.
—Tú también lo haces muy bien —le obsequió su mujer.
Él ajustó el taco y la miró.
¡No la mires! ¡No!
Paula se abanicaba con la tela, sonriendo.
—Hace mucho calor aquí, ¿no? —comentó ella, que se estiró, provocando que los senos tensasen la camiseta.
Pedro jadeó en un acto reflejo y lanzó sin pensar.
Y falló.
—¡Mi turno!
Te vas a enterar, rubia...
Paula se colocó en posición. Él, detrás de ella, esperó a que retirase el taco para tirar y le propinó un suave azote en el trasero.
—¡Eso no vale! —se quejó Paula, frotándose la nalga—. Eres un mal perdedor —lo acusó, apoyando el taco en la borde de la mesa y cruzándose de brazos.
—Tú eres una mala jugadora que se distrae con pequeñas cosas —le dedicó una sonrisa radiante.
—Muy bien —entrecerró los ojos—. Tu turno, bichito.
Cuando lo llamaba bichito significaba que estaba enfadada y quería vengarse, pero Pedro estaba preparado. Se situó en una esquina, ajustó el taco y lanzó. La bola se coló en la tronera. Sin embargo, al alzar la mirada por encima de ese agujero, descubrió a Paula bajándose la tela por el pecho, insinuándose, pero sin llegar a enseñar nada, una imagen que lo aturdió tanto que, en el siguiente lanzamiento, sus fuerzas desaparecieron y ni siquiera acarició la bola, la única que le quedaba.
—Me toca a mí —anunció ella, pasando por delante de él y rozándolo aposta con la cadera.
Pedro contempló cómo contoneaba sus nalgas antes de tirar el taco. Babeó...
Tragó saliva. Apoyó el taco en la pared y acortó la distancia. Agarró sus braguitas, las rasgó lentamente y cayeron a sus pies.
—¡Pedro! —se sobresaltó.
Pero él ya estaba enloquecido... Pasó una mano por su ombligo y bajó hacia su intimidad.
—Joder... —aulló Pedro, atónito porque estaba tan excitada como él.
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