sábado, 21 de septiembre de 2019
CAPITULO 41 (PRIMERA HISTORIA)
Él se dedicó a cocinar. Cuando dispuso los alimentos en una fuente y la metió en el horno, se reunió con ella en la terraza. Estaba pegada al cristal, admirando las vistas nocturnas de la ciudad.
—Es precioso —dijo ella, con una dulce sonrisa—, tu apartamento, tus vistas... Podría estar horas aquí... —suspiró.
Y yo podría estar horas teniéndote aquí...
Parpadeó, confuso ante tal pensamiento.
¡De confuso, nada! Deja de engañarte...
Espera... Me está tuteando...
Se acomodaron en uno de los sofás de mimbre, a la izquierda.
—Me llamó tu madre el otro día —le explicó Paula—. He quedado con ella mañana para comer —dio un trago corto a la bebida.
—Me pidió tu número —jugueteó con el tercio de cerveza—. Espero que no te haya molestado que se lo diera sin consultarte.
—No, tranquilo —se mordió el labio inferior.
El corazón de Pedro sufrió un síncope momentáneo por aquel gesto.
—¿Puedo... preguntarte algo? —le pidió ella, en tono cauto y bajo.
—Claro.
—Verás... —cruzó una pierna debajo del trasero, con cuidado de no manchar los cojines blancos, otro gesto que le encantó a Pedro. Estiró la
falda con recato—. Ayer me llamó Ernesto Sullivan al móvil. ¿Alguno de vosotros le ha dado mi número?
—¿Sabes quién es Ernesto Sullivan? —se interesó él, entrecerrando los ojos. No supo cómo, pero controló los celos y la rabia que lo asaltaron—. Y no me refiero a su cargo mayoritario en la sociedad que pretende demoler Hafam.
Paula negó con la cabeza, frunciendo el ceño.
—Ernesto es un importante empresario inmobiliario —comenzó Pedro, frotándose el mentón, sin variar la gravedad de su voz—. Para él, el dinero y la fama van de la mano y suponen su prioridad en la vida. No tiene escrúpulos ante nada cuando pretende ampliar su patrimonio económico, incluso social, en algunas ocasiones —arqueó las cejas un segundo—. Y las mujeres —la observó con fijeza— son su debilidad. Todos los que se mueven en su círculo saben que, cuando pone los ojos en alguna, esa mujer está perdida. Jamás lo rechazan, y, si lo hacen, no le importa, le encantan los retos. Lo sé, créeme.
—Así que lo sabes... ¿Te refieres a tu amiga, la de The Boss?
—¿Qué sabes de Alejandra?
Ella arrugó la frente y se removió en el asiento, inquieta. Se cruzó de brazos, en actitud defensiva. Pedro no comprendió su reacción, ni adónde pretendía llegar.
—Me lo contó Ernesto —declaró Paula, en un tono más que seco.
—¿Qué te contó? —se inclinó.
—Que habíais compartido a... a Alejandra—hizo una mueca.
Él ocultó una risita. Ya lo entendió: estaba celosa.
—No la compartimos —desmintió Pedro, recostando la espalda en el sillón —. Samuel y Alejandra estuvieron juntos tres años. Se comprometieron, se iban a casar, pero, unos meses antes de la boda, ella se arrepintió y lo abandonó.
—Por ti —adivinó aquella pelirroja, que no variaba su irritación.
Pedro permaneció un rato en silencio.
—Sí —confesó él—. Pero entre Alejandra y yo nunca hubo nada mientras estuvo con Sullivan —apuró la bebida.
—Creía que eras gay.
—¡Joder! —escupió la cerveza. Estuvo unos segundos alucinando y se limpió la camiseta—. Creías... ¿qué? —repitió, incorporándose.
—Bueno... —titubeó ella, con la cabeza agachada.
—¿Qué te ha hecho pensar que yo era gay? —la cortó, cada vez más enfurecido—. Creo recordar que me viste besando a Alejandra —bufó, indignado.
Paula se levantó.
—Y yo creía que fue ella quien te besó a ti, no al revés —lo encaró, con los puños en la cintura y esa voz tan baja y afilada que, por segunda vez en su vida, lo trastornó.
Los dos respiraban con dificultad y se desafiaban, soltando chispas venenosas por los ojos.
—Sí, fue ella, no yo —se corrigió Pedro—. ¿Te importa explicarme por qué pensabas que yo era gay? —dejó el botellín en la mesa, a los pies del asiento, y se cruzó de brazos.
—Yo... —la valentía de ella se esfumó. Le dio la espalda—. Nunca lo he creído. Solo te lo he dicho porque...
Pedro avanzó hasta casi rozarla.
—Porque estabas celosa —concluyó él, con los labios a unos milímetros de su trenza de raíz.
—Claro que no...
La misma contestación de siempre, salvo por una particularidad: había sido un susurro...
—Estás mintiendo —la provocó Pedro, adrede.
—¿Cómo lo sabes, si ni siquiera me estás viendo? —pronunció en el mismo tono.
—No me hace falta verte —cerró los ojos, hechizado por el olor a primavera que desprendía.
Ella se giró y elevó el mentón. Él alzó los párpados.
—¿Y ahora? —inquirió Paula, contemplándole la boca, emitiendo un ruego silencioso sin pretenderlo.
No sé qué estás haciendo conmigo, pero no pares de hacerlo...
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