sábado, 21 de septiembre de 2019
CAPITULO 42 (PRIMERA HISTORIA)
La agarró con suavidad de la nuca, poseído por el deseo que inundaba su cuerpo, por el deseo que solo esa pelirroja le provocaba, por el deseo de perderse en esas gemas turquesas, cuyas pupilas estaban dilatadas, igual que las suyas; los síntomas eran cristalinos. El interior de Pedro rugía, enjaulado, necesitaba liberarse.
—Pedro... —se sostuvo a sus brazos.
—Joder...
Su nombre fue el aliciente que precisaba para besarla, porque anhelaba probarla, aunque algo en su interior le avisó de que, si lo hacía, si la besaba una sola vez, se condenaría de por vida a aquella mujer.
Pero la besó.
En cuanto sus labios se posaron sobre los de ella, de manera casta, su corazón, al fin, colapsó... Había muerto, pero había subido al cielo...
Qué delicia... ¡Por el amor de Dios, esto no es normal!
Paula se puso de puntillas y entreabrió su dulce boca. Pedro no perdió un segundo y se la succionó, ávido por examinarla. Bebió de sus labios como si se tratase del más sediento de los mortales. Mientras sus manos descendían a
su cintura, vibrando sin control, las de ella ascendieron hacia sus hombros, dejándose guiar por él...
¡Oh, Señor!
Aquello lo volvió loco... La apretó con fuerza, ladeó la cabeza y la devoró.
Su lengua investigó cada recoveco hasta hallar la de Paula. Gimieron al unísono cuando se encontraron. Ella le rodeó el cuello y lo correspondió con igual abandono, ambos se extraviaron en el paraíso...
Ese cuerpo tan menudo maravilló a Pedro. Esas curvas lo excitaron a un nivel devastador. Se estaba achicharrando, pero estaba experimentando la gloria.
Aquellos carnosos labios eran agua bendita. Y Paula era todo ternura, candor, pureza... La intensidad continuó apoderándose más y más de ellos. Las lenguas se tentaron al principio, pero el apetito los sucumbía, más y más... Se
engulleron. Jadearon. Ella tiró de sus cabellos en la nuca. Él la estrujó entre sus brazos, calcinándose por el ardor que desprendía, por la sumisión de sus labios, que le habían nublado el raciocinio.
Nunca había sentido nada comparable a ese beso... a esa mujer. No podía despegarse de su boca, ni quería hacerlo. La chupó, la mordisqueó, la acarició. Y lo más asombroso de todo fue que Paula se entregó sin reservas, acató cada sutil orden que le imponía con una inocencia exquisita. Confiaba en su doctor Alfonso, porque era suyo, de nadie más.
Un solo beso y, en efecto, lo había condenado.
Claro que no quería a otra mujer, ni otros labios, ni otro cuerpo... solo a ella.
Sus manos vagaron por su espalda, palpando cada músculo; era ese adolescente curioso y repleto de hormonas disparadas, pero, también, el médico que exploraba a su paciente favorita...
Contrólate o la asustarás.
Le acarició los costados...
Un momento... ¿Qué es esto?
Extrañado, notó una línea curva e irregular que atravesaba el lateral izquierdo de su figura. Ella, de pronto, lo empujó y retrocedió. Pedro trastabilló, desorientado porque había perdido el norte. ¿Qué acababa de ocurrir?
Se miraron, aturdidos y fatigados, resoplaban de manera incontrolada.
Paula se tocó sus hinchados y enrojecidos labios, que palpitaban con humedad, igual que Pedro notaba los suyos propios.
Avanzó un paso, la necesitaba... pero ella desanduvo al instante.
—Paula, yo...
El reloj del horno sonó, avisando de que la cena ya estaba lista.
Pedro no sabía cómo comportarse. Era obvio que la había espantado, pero ¿por qué? Lo había besado... ¡Había respondido al beso, claro que sí! Y había temblado como él... Sin embargo...
Entrecerró los ojos, inhaló aire y lo expulsó. Se dirigió a la cocina. Apagó el horno, sacó la fuente y preparó la mesa en la barra americana.
Estaba tan enfrascado en servir la comida que el portazo de la puerta principal lo sobresaltó.
Detuvo lo que estaba haciendo. Frunció el ceño.
Se asomó al pasillo.
—¿Paula?
Pero la pelirroja se había ido.
—¡Joder! —exclamó, furioso consigo mismo. Cogió la chaqueta del perchero y las llaves. Bajó las escaleras, sujetándose a la barandilla y saltando los tramos de peldaños de cada piso—. ¡Paula! —gritó, al ver que giraba la esquina. Corrió tras ella y la alcanzó enseguida.
—¡Déjame!
—¿Qué te pasa? —la agarró del brazo.
Paula estaba llorando.
—Por favor, dime qué te he hecho —le suplicó Pedro, buscando sus ojos, tomándola de la barbilla para obligarla a mirarlo—. ¿Es porque te he besado? —habló en voz baja para que nadie los escuchara—. Si es por eso... Perdóname, no volveré a hacerlo —sus pómulos ardieron.
Mentira.
—No, no... —se soltó de él—. No es por su culpa, doctor Alfonso, yo...
Pedro se cruzó de brazos.
—¿Quién te la hizo? —quiso saber Pedro—. La cicatriz. La he notado. ¿Es por eso por lo que te has puesto así?
Ella lo contempló con una expresión de inmenso horror, y reculó. Él se preocupó: ¿a qué venía esa reacción?
Pedro la observó hasta perderla de vista en la siguiente manzana. Y continuó sin moverse hasta un buen rato después. Una cicatriz... Esa niña colorida escondía demasiado.
Regresó a su casa. Guardó la comida en la nevera, había perdido el apetito.
Se encerró en su habitación. Cogió el portátil, que descansaba en la mesita de noche, y abrió una ventana de internet. Por intentarlo, no sucedía nada; su nombre, Paula.
Pero no encontró nada.
—¿Quién eres,Paula? —murmuró, tumbándose en la cama—. ¿Quién eres? —suspiró.
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