jueves, 10 de octubre de 2019

CAPITULO 104 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro no siguió escuchando, sino que se dirigió a su despacho. Que Paula lo perdonase, pero no se mantendría más tiempo de brazos cruzados, esperando a que ella confiase en él. 


No. Y menos después de verla tan abatida, sufriendo, sin poder hacer nada porque ella se lo prohibía con su silencio. La amaba demasiado como para dejar que el agua corriese ante sus ojos.


Telefoneó a su padre para charlar con él al salir de trabajar.


Quedaron en un bar cerca del Boston Common.


—Bueno, suéltalo ya —le pidió Samuel, nada más sentarse en torno a una mesa cuadrada, enfrente de Pedro. Su expresión era de pura gravedad—. La única vez que hemos quedado tú y yo a solas para hablar tenías dieciséis años y habías robado un paquete de chicles en una gasolinera.


Pedro se echó a reír al recordar tal incidente. Su padre se contagió.


—No volví a robar nada.


Le pidieron dos cervezas a un camarero.


—Siempre has sido un buen muchacho, Pedro, muy responsable, y jamás has hecho nada malo —sonrió con cariño—, no como Manuel, ¡en menudos embrollos nos ha metido a mamá y a mí! O Bruno, que a despistado no le gana
nadie.


Se volvieron a reír.


Les trajeron las bebidas.


—Papá... —dio un trago largo a la cerveza.


—Ahora tienes treinta y seis años —lo apuntó con el dedo—, por tanto, la cosa es seria. ¿Paula está embarazada?


—¡Papá, por favor! —exclamó Pedro, arrugando la frente.


—No es tan descabellado —se encogió de hombros.


—Toma anticonceptivos, se los he visto, los tiene en el bolso, y lo sé porque se le ha caído más de una vez. Es un poco torpe —sonrió, embelesado —. Y muy desordenada. Y caótica. ¡Es un desastre! —frunció el ceño—. Cuando quedábamos para preparar el seminario, tenía los papeles llenos de tachones —gesticuló al hablar—. No entiendo cómo se apaña para enterarse de nada —meneó la cabeza, suspirando teatrero.


—Entonces, se parece mucho a mamá —su padre le guiñó un ojo.


—Papá —lo miró, pensando en ella—, ¿cuánto tiempo llevas en tu cargo de director del Boston Children’s?


—Pues... —se quedó pensativo, rascándose despacio el mentón afeitado—. Casi nueve años ya. Antes era el jefe del departamento de Neurología del hospital, ya lo sabes.


—¿Por qué te ascendieron? —preguntó, curioso.


—El anterior director renunció sin previo aviso y me lo ofrecieron a mí — bebió un poco.


—¿Te acuerdas de algún pediatra que se llamase Carlos, hace como... ocho años?


—¿Carlos Chaves? —arqueó las cejas.


Pedro desvió los ojos a la mesa, entrecerrándolos.


—¿De qué me suena ese apellido?


—Increíble... —murmuró Samuel, pasmado—. ¿Te has olvidado del profesor que te concedió el único GPA de 4.0 de la carrera?


—¡Joder! —se sobresaltó—. ¡Claro! ¡Carlos Chaves! ¡Me encantaba ese profesor! —sonrió, nostálgico—. Por él, me especialicé en pediatría. ¡Claro! —palmeó en el aire.


—Carlos Chaves fue el director del Boston Children’s antes que yo, el que renunció repentinamente —hizo un ademán.


Aquello lo dejó boquiabierto. No podía ser tanta casualidad, ¿verdad?


—¿Impartía conferencias? —quiso saber Pedro, antes de dar otro trago a la cerveza.


—¿Carlos Chaves? Sí —asintió—. Era una eminencia en Estados Unidos. Me sentí muy orgulloso con tu nota en su asignatura —sonrió, henchido de admiración—. Primero, por ti y, segundo, porque yo conocía a Chaves; Mamá, no, pero yo, sí. Al fin y al cabo, era mi director, aunque faltaba mucho en el hospital por los seminarios que llevaba a cabo. Viajaba mucho. Fue el médico más joven en acceder al cargo de director del Boston Children’s Hospital, y uno de los mejores —levantó el dedo índice, recalcando sus palabras—. Su renuncia impactó a todos —añadió, bajando la voz—, en especial, porque se marchó sin despedirse de nadie, ni siquiera avisó, salió por la puerta y no volvimos a verlo.


El corazón de Pedro sufrió una parada.


—Un momento... —Samuel arrugó la frente—. ¿Por qué me has preguntado si conocía a algún Carlos hace ocho años, Pedro? —respiró
hondo—. Justo hace ocho años, la hija de Carlos Chaves estuvo ingresada en el hospital. Lo recuerdo bien porque, unos días después de que la niña recibiera el alta, fue cuando renunció al cargo de director. La gente rumoreó, durante
semanas, que su partida tenía que ver con su hija. Habladurías, supongo — apuró la bebida—. Lo respetaban mucho. Era muy serio y ocupado, pero siempre tenía cinco minutos para cualquiera, igual que tu hermano Bruno —
sonrió.


¿Paula es la hija de Carlos Chaves?


Colapso fulminante...


—¿Carlos Chaves estaba casado? —lo interrogó Pedro, respirando con dificultad, tan alterado que su padre lo observó con mucha extrañeza.


—¿Estás bien, hijo?


—¿Carlos Chaves estaba casado? —repitió.


—No lo recuerdo —meneó la cabeza—. ¿Por qué?


—Papá... —se revolvió los cabellos—. Paula es esa niña. No estoy cien por cien seguro, pero todo cuadra.


—¿Paula, tu Paula, es la hija de Carlos Chaves? —preguntó Samuel, anonadado.


—Creo que sí. Y sé cómo puedo averiguarlo —golpeó la mesa con los dedos—. ¿Podrías acceder a historiales de hace ocho años?


—¿Qué le pasó a Paula hace ocho años? —se recostó en la silla.


—Tuvo un accidente —confesó Pedro, imitando su gesto. Su mirada se perdió en el infinito—. Se cayó por las escaleras, atravesó una ventana y aterrizó en el jardín de su casa, desde el segundo piso. Se clavó unos cristales, tiene una cicatriz muy grande en el costado. Me contó que estuvo veinticuatro días en coma porque, en la intervención, su corazón estuvo demasiado tiempo parado, eso le explicó su padre cuando despertó. Después de eso, se mudó con su abuela, con quien vive desde entonces. De su padre, lo único que sé es que era pediatra, y de su madre... —suspiró, derrotado—. Era alcohólica. Se divorciaron cuatro años antes del accidente. No sé nada más.


Samuel Alfonso era la persona en quien más confiaba Pedro, sin lugar a dudas, no solo porque se trataba de su padre, sino porque era el mejor hombre del mundo desde el punto de vista humano y profesional. No existía otro igual.


—¿Por qué quieres saber quién era su padre? —se interesó Samuel, cruzándose de brazos—. Si ella no te lo ha dicho, será por algo.


—Necesito saberlo, papá —se inclinó, desesperado. Se le formó un nudo en la garganta—. He respetado su privacidad, pero me niego a permanecer más tiempo en la ignorancia. Algo muy gordo ocurrió entre su padre y ella, algo que la condiciona desde entonces y que se interpone entre nosotros — posó una mano en el pecho—. Por favor... —le suplicó—. Necesito entenderla... Necesito ayudarla... Paula no está bien, papá, y yo...


Su padre le apretó el brazo y le sonrió, comprendiendo sus profundos sentimientos.


—Pues vamos, hijo —se levantó y dejó un billete con suficiente propina en la mesa—. Es mejor ir a esta hora, porque es tarde.


—¿No sospecharán de ti? —se incorporó.


—No. Soy el director, nadie comentará nada.




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