sábado, 5 de octubre de 2019
CAPITULO 87 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro rememoró durante toda la mañana esa conversación; en concreto, las palabras que hacían referencia a las veces que Paula había llorado. Le pesaba el corazón, lo tenía comprimido en un puño a modo de cadenas que lo arrastraban con fuerza. ¿Cómo hacía para borrarle esos disgustos y reconciliarse con su abuela?
Cuando terminó en la consulta, bajó a la cafetería y se reunió con sus hermanos para almorzar, pero no tenía apetito. Ellos charlaban con tranquilidad. Sacó el móvil del bolsillo del pantalón y le escribió un mensaje:
Pedro: Perdóname por haberme portado tan mal contigo los últimos meses.
Guardó el teléfono. No esperaba respuesta, ella estaba comiendo con Ernesto Sullivan. Pedro se sentía tan abrumado que los celos ni siquiera aparecieron.
El iPhone vibró, sorprendiéndolo.
Paula: No importa.
Frunció el ceño y tecleó.
Pedro: Claro que importa, Paula. He sido un capullo. De verdad que lo siento.
Paula: Es cierto. Has sido un capullo. Bueno... a veces más que un capullo...
Pedro: Me merezco que me odies...
Paula: Jamás podría odiarte. Nunca vuelvas a decir eso, ni lo pienses siquiera.
Su corazón se envalentonó.
Pedro: Vale, marimandona.
Paula: Creía que el mandón eras tú, doctor Alfonso.
Pedro se rio, abstraído por completo de todo lo que lo rodeaba.
Pedro: Todavía no has visto todo lo mandón que puedo llegar a ser, ni siquiera he empezado...
Paula: ¿Es una promesa?
Pedro: ¿Quieres que lo sea?
Cierta parte de su anatomía, que se encontraba aliviada, desde la noche anterior, acababa de renacer con poderío.
Paula: Si te dijera que sí, ¿qué me harías?
Pedro: Cosas que ni te imaginas...
Paula: Pues tengo buena imaginación. Me dedico a contar cuentos a niños.
Pedro: ¿Y si fuera al revés?
Paula: No te entiendo...
Pedro: Si tú fueras la niña y yo...
Paula: ¿El profesor o el pediatra?
Pedro: El pediatra cuida, y ahora mismo no estoy pensando en cuidarte...
Paula: Y el profesor enseña...
Se mordió el labio para silenciar un jadeo.
Pedro: Joder, Paula...
Paula: Esa boca, doctor Alfonso, esa boca...
Pedro soltó una carcajada.
Pedro: ¿Y qué prefieres que sea, el pediatra o el profesor?
Paula: El profesor.
Pedro: ¿Qué quieres que te enseñe?
Paula: Muchas cosas, doctor Alfonso, muchas cosas...
Pedro: Podemos empezar esta noche, pero, antes, una pregunta importante... ¿Qué tipo de alumna eres?
Paula: Me encanta aprender...
Pedro resopló y se revolvió los cabellos.
Pedro: Esta noche empezamos con las clases.
Paula: ¿No podría ser antes? Es que creo que deberíamos tener una primera toma de contacto para saber si eres un buen profesor o no.
Pedro: Estás comiendo con Sullivan, yo estoy en el hospital y, luego, tenemos el seminario. Lo veo un poco complicado.
Paula: Y yo lo que veo es que deberías sonreír más.
Pedro alzó la cabeza y buscó por la cafetería hasta que la vio. Estaba cerca de la escalera, a pocos metros de él, apoyada en la pared, con las piernas cruzadas a la altura de los pies, enfundados en unos elegantes botines de ante azul y tacón alto y grueso.
El deseo lo prendió como la más grande de las antorchas al examinar su atuendo de mujer, no de niña colorida: medias tupidas marinas; vestido de seda de color crema que resaltaba su preciosa piel de porcelana repleta de pecas, con manga tres cuartos; de uno de sus brazos colgaba arrugado el abrigo azul de paño; cinturón fino y trenzado, marrón, debajo de esos
suculentos senos que se marcaban a la perfección; la bufanda se encontraba enrollada en su cuello; sus cabellos sueltos y ondulados, retirados a un lado y cubiertos por un gorro de lana, lo cegaron... Y le escribió un mensaje, quiso provocarla:
Pedro: Vas demasiado corta...
La miró. Ella, automáticamente, se estiró el vestido, que le llegaba por la mitad de los muslos. A Pedro le invadió un escalofrío nada agradable al percatarse de que Paula había palidecido por el mensaje, por lo que le escribió otro enseguida:
Pedro: Era una broma... Estás preciosa... ¡Eres preciosa!
El color regresó a las mejillas de Paula.
Paula: No me gustan esas bromas.
Los dos arrugaron la frente; en el caso de Pedro, por la preocupación que se apoderó de él al recordar la reacción de Paula en la gala. Muy nervioso, rezó una plegaria para que no se marchara, mientras le enviaba un mensaje:
Pedro: Perdóname... ¿Qué puedo hacer para compensarte?
Paula: Raptarme...
Una lenta sonrisa se dibujó en el rostro de Pedro.
Pedro: Sube y espérame en mi despacho. Dile a Rocio que te abra. Estará en recepción. Tiene una copia de la llave.
Ella no sonrió, pero obedeció.
—Bueno —les dijo a sus hermanos, levantándose—, ya nos vemos luego.
—¿Y tu chocolate? —quiso saber Bruno, extrañado.
—Su chocolate va camino de su despacho en este momento —respondió Manuel, sonriendo con picardía
Pedro gruñó y se dirigió a las escaleras. Le costó un terrible esfuerzo subir a la tercera planta de forma pausada, fingiendo tranquilidad, cuando lo que quería era volar... No deseaba que la gente se enterase de que el jefe de Pediatría, en lugar de trabajar, pasaba consulta a su novia de manera privada.
Bastante suponía ya que cuchicheasen en sus narices desde que lo pillaron la tarde anterior encerrado con Paula en los vestuarios, como para darles más munición. Había mantenido una fachada y una rigurosidad intachables desde que comenzara las prácticas en el hospital. Su vida privada era suya y de nadie más. Además, podrían abrirle un expediente por comportamiento inadecuado, y era el jefe de la planta.
¿Cómo coño se apaña Manuel para utilizar cualquier rincón y que nunca lo cacen?, ¿o serán solo rumores? El muy idiota nunca los desmiente...
Pero tenía tantas ganas de besarla, de acariciarla...
Manuel es un bocazas, pero tiene razón, mi chocolate me espera...
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