sábado, 5 de octubre de 2019

CAPITULO 88 (PRIMERA HISTORIA)




Se aseguró de que no hubiera nadie rondando por el pasillo, excepto las visitas de los niños ingresados. Entró y cerró con llave. El aroma primaveral lo mareó un instante. Se giró.


No puede ser más bonita...


—Ha sido rápida la comida con Sullivan, ¿no?


Si hablaba, conseguiría controlarse. Ahora bien, si se lanzaba a ella como un animal, sería capaz de romperle la ropa y, aunque la idea era muy, pero que muy, tentadora, aún continuaba siendo una pequeña flor delicada e inocente.


—La cancelé —le contestó Paula, que se mecía sobre los tacones con las manos entrelazadas a la espalda y los ojos fijos en el suelo.


Pedro escondió una sonrisa que luchaba por salir. Siempre que se columpiaba era porque estaba nerviosa.


Espera... ¿Canceló la comida?


—¿Y eso? —se interesó Pedro, cruzándose de brazos.


Apenas unos centímetros los separaban, pero parecía un abismo, ninguno se atrevía a moverse.


—Quería... —carraspeó ella—. Quería verte.


—Creía que la escuela era importante.


—Tú lo eres aún más... —se cubrió la boca al instante, desorbitando las gemas turquesas de pupilas dilatadas—. Me refiero a que...


¡A la mierda! ¡Que me abran un expediente!


Pedro acortó la distancia, le retiró las manos y la besó, apresándola entre sus brazos. Paula gimió de alivio; arrojándose a su cuello, lo sujetó por la nuca, tiró de él, desesperada. Él gesto le chifló... Gruñó, la levantó del suelo y la estampó contra la pared, al lado de la ventana. La sostuvo empujándola con las caderas.


Y ella no se quedó inmóvil, sino que introdujo las manos por dentro de la bata blanca, quemando sus hombros por encima de la ropa, mientras las lenguas se enredaban con frenesí. La ayudó con la bata, se la quitó con dos manotazos. 


Después, Paula le abrió el chaleco y le sacó la camisa de los pantalones. Pedro se estremeció cuando le rozó el abdomen con los dedos, apenas un suave toque que lo enajenó.


—Joder... —la sujetó por el cuello y le mordió la mandíbula.


—¡Pedro! —le clavó las uñas en la piel.


—No... grites... —le dijo, entre gemidos entrecortados; se estaba ahogando.


Pedro agarró el gorro que todavía le tapaba su sedosa melena y lo lanzó lejos. Enterró las manos entre sus mechones, los sujetó hacia abajo, obligándola a alzar más la cabeza. La misma suerte corrió la bufanda, que le impedía comerse su cuello. Se relamió los labios, observando esa piel que tanto ansiaba saborear. 


Y lo hizo... la pellizcó con los dientes, succionó cada una de sus pecas.


Pe... Pedro... —pronunció en un agudo hilo de voz.


Pedro se detuvo de golpe y se agachó. Le quitó los botines a tal velocidad que él mismo se asombró. Estiró los brazos y metió las manos por debajo del vestido, sin dejar de contemplar sus interminables piernas con avidez. Sujetó el borde de las medias y las fue bajando; al principio, lentamente, pero, en cuanto sus dedos tocaron el encaje de sus braguitas, aceleró. En un instante, Paula estaba descalza en su despacho, respirando con esfuerzo y emitiendo
gemidos discontinuos. Su ropa interior siguió el mismo camino unos segundos antes de que Pedro acercase la boca a esos muslos tan jugosos. Los besó, los chupó, hincó los dientes... 


Subió los dedos hacia su intimidad y la estimuló,
lánguido, despacio, desfallecido...


Lo que daría por saborearte ahora mismo...


Ella se arqueó y gritó su nombre otra vez. Él se incorporó y la alzó por el trasero. Codiciaba su calor como el oxígeno para vivir, un calor mágico que lo cobijase como la noche anterior, como esa misma madrugada...


—Si te hago daño —se desabrochó el pantalón, incapaz de controlarse más —, dímelo.


Paula asintió repetidas veces, temblando entre sus brazos. Le arrugó la corbata. Estaba ruborizada, tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y los labios enrojecidos, magullados y entreabiertos.


—Mírame... —le ordenó Pedro, bajándose la ropa por debajo de las nalgas con una premura desatada.


Ella obedeció, tan ebria de deseo como lo estaba él. Le pesaban los párpados, pero se obligaba a mantenerlos abiertos por Pedro, una rendición que a él le supo a gloria.


—No dejes de mirarme...


La penetró poco a poco, sudando como nunca, contemplando, seducido, cómo Paula dejaba de respirar y abría aún más la boca a medida que avanzaba en su interior. Tiró de su corbata.


—No... te... contengas... doctor Alfonso... —le susurró, arqueando las caderas a su encuentro.


Pedro sufrió una sacudida y la embistió sin contención.


—Joder... —aulló él, por un segundo paralizado—. Sujétate a mí... Muévete conmigo... Solo tú y yo, ¿recuerdas? Esto va a ser rápido... Muy rápido...





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