martes, 12 de noviembre de 2019

CAPITULO 62 (SEGUNDA HISTORIA)




Se despertó sola, como los últimos días, en concreto, desde que Pedro y ella habían hecho el amor, primero, en la bañera y, después, en el lavabo. Cada vez que lo recordaba, se ruborizaba, su tripa se revolucionaba como un volcán y sonreía. Y cuando rememoraba sus palabras: nunca he sentido con ninguna mujer lo que siento cuando estoy contigo... La ilusión se incrementaba en su corazón haciéndolo explotar.


Pero ahí había terminado todo y la emoción se había desvanecido. Pedro había cambiado de actitud. Su ceño estaba siempre fruncido, apenas la miraba y no le hablaba. Además, era Zaira quien acudía todas las mañanas a buscarla para no perderse en el laberinto de los pasillos, al igual que por las noches, pues su marido desaparecía.


Su impresión era estar reviviendo el pasado, cuando se habían acostado en el ascensor del hotel Liberty y, luego, la había ignorado y dejado tirada.


Y se enfadó. Al principio, se preocupó y pensó, ingenua, que, quizás, existía la posibilidad de que Paula lo trastornara, de que él pudiera sentir amor hacia ella, pero que lo asustaba y no sabía cómo manejarlo, por eso se había alejado... otra vez.


Sin embargo, desechó tal absurda idea al percatarse de que las ausencias de Pedro aumentaban. Llevaba dos días sin coincidir con su marido y su lado de la cama estaba frío y sin una arruga: no había dormido con ella. El rostro de Anabel cruzó su mente infinidad de veces en esos dos días.


Y los celos se clavaron como un puñal en sus entrañas.


—¡Hola! —saludó su amiga al entrar.


Paula gruñó.


—¿Qué pasa? —se preocupó Zai.


—¿Crees que Pedro...? —no terminó la pregunta—. Olvídalo. No pasa nada —abrió el armario y sacó las maletas para llenarlas, en menos de veinticuatro horas regresaban a Boston.


—Habla, Paula —enarcó las cejas y se cruzó de brazos.


Paula se derrumbó... Se sentó en el suelo y suspiró. Le contó a su amiga lo sucedido en la última semana, sin omitir detalles.


—Tengo la sensación de haber retrocedido en el tiempo —se lamentó, recostando la cabeza en el baúl que había a los pies de la cama—. Y si esta vez lo veo más es porque está obligado a verme, porque nos hemos casado y vivimos bajo el mismo techo, si no... —el dolor se instaló en la boca de su estómago—. ¿Es así como va a ser lo nuestro si nos acostamos, Zai?, ¿va a salir corriendo en dirección contraria?, ¿tan idiota soy —se golpeó la frente —, que no he aprendido la lección? —las lágrimas le mojaron las mejillas como una lluvia torrencial, pero no se molestó en secarlas.


—Paula...


—No lo digas —inhaló una gran bocanada de aire y la expulsó fuerte y sonoramente—. Esto es una mierda...


—Vale —asintió Zaira—. No hablemos de amor, pero sí de pasión.


—No te entiendo —señaló Paula, frunciendo el ceño.


—Es más que evidente la atracción que sentís el uno por el otro. Y también es obvio que Pedro se... —pensó la palabra unos segundos— trastorna contigo. Entonces... —se inclinó y añadió en voz baja—, ¿por qué no lo buscas? Sedúcelo, Paula. Toma tú las riendas. Logra que reaccione, que salga del lugar donde se mete después de que estéis juntos, porque se encierra en sí mismo y eso es porque algo lo asusta.


—Yo no... Yo no sé... —vaciló, incorporándose.


—A ver, amiga mía —le dijo Zai, levantándose—, que he sido testigo de tus artes —colocó las manos en la cintura y sonrió divertida—. ¿Te recuerdo que el año pasado, en la gala, con solo retirarte el pelo hacia atrás conseguiste que ocho hombres babearan por ti? —alzó los brazos—. Piensa que Pedro es uno de ellos y asunto arreglado.


Pedro no es como ellos. Pedro no es como ninguno... —confesó ella, en un hilo de voz, con el corazón encerrado en una jaula demasiado estrecha—. Con Pedro, yo... Me desconozco. Pierdo mi seguridad, Zai. Me pierdo a mí misma... —se frotó la cara con las manos. Emitió un gemido de frustración—. No voy a ser capaz de seducirlo, Zai. Es imposible —se sentó en el borde de la cama, con los hombros caídos en actitud de derrota—. No sé cómo hacerlo. Mi única experiencia ha sido con él y te prometo que yo no hago nada... —su rostro ardió y su cuerpo se sacudió ante los recuerdos—. Pedro no me deja hacer nada —se corrigió, sonriendo sin darse cuenta—. Y me gusta... Me gusta mucho cómo es conmigo, un... poco brusco —un trémulo resuello brotó de su garganta—. Me gusta mucho que sea como es —sus mejillas ardieron en exceso.


—Paula —la tomó de las manos—, he visto cómo te mira y te aseguro que Mauro me mira igual —le acarició los nudillos con cariño—. Puedes llevar un trapo encima que te desearía de la misma forma que con una lencería de infarto, es decir, no te hace falta la experiencia, solo tú y él.


Ambas sonrieron.


—Por cierto —continuó Zaira, colorada de pronto—, se nota que son hermanos.


—¿Por qué lo dices?


—Porque... —carraspeó, avergonzada—. A Mauro le encanta morderme, es un poco...


—¿Bruto? —sonrió con picardía.


—¡Sí! —y estallaron en carcajadas.


Paula le había prometido a su marido no revelar nada a nadie sobre ellos, pero las mujeres necesitaban amigas en sus vidas, por lo menos una. Y agradecía al cielo tener a esa pelirroja a su lado. Diez meses separadas y un sinfín de correos electrónicos las habían unido como las mejores hermanas, que, sin importar la distancia o el espacio, estarían siempre la una para la otra.




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