martes, 12 de noviembre de 2019
CAPITULO 63 (SEGUNDA HISTORIA)
Pasaron un rato ameno, desvelándose intimidades, riendo y, sobre todo, desconectando de la realidad, que falta le hacía a ella. Luego, se despidieron para preparar cada una su propio equipaje.
Más tarde, Pedro se presentó en la habitación.
En ese momento, Paula se percató de cuánto lo había echado de menos, de cuánto extrañaba su actitud vanidosa, sus gestos distraídos de conquistador, sus ojos sobre los suyos...
—¿Dónde has estado? —se interesó ella, con una dulce sonrisa.
—La comida ya está —ignoró su pregunta, sin ni siquiera mirarla—. Nos están esperando —sujetaba el picaporte de la puerta abierta.
Paula agachó la cabeza, sintiendo un horrible puñal en el pecho ante su actitud. Caminaron en silencio y bien separados hasta el salón pequeño.
Almorzaron con sus cuñados. Los niños se durmieron en sus cucos. Y nadie habló. Solo se escucharon los cubiertos en la porcelana. La situación resultaba incómoda y tensa, por lo que, en el postre, decidió probar suerte.
—¿Y si jugamos al billar? —sugirió ella, tras comerse un pastelito de crema con azúcar espolvoreado.
Zai la observó detenidamente y sonrió despacio.
—Me parece una gran idea —convino su amiga—. Jugamos por parejas. Chicas contra chicos.
—Yo no puedo —contestó Pedro.
—Puedes jugar al billar y lo harás —le ordenó Mauro, soltando de malas maneras la cuchara de chocolate caliente que se estaba tomando.
Los hermanos Alfonso se contemplaron con rencor un interminable minuto.
—Si Pedro no quiere jugar, que no juegue —dijo Paula, poniéndose en pie con tranquilidad, sin demostrar lo aciago que estaba su interior—. Solo lo he propuesto para disfrutar de la última tarde que nos queda, pero se me acaban de quitar las ganas —anduvo hasta la puerta, para sorpresa de los presentes—. Cuida de Gaston un rato, Pedro, por favor —le pidió, ahora ella sin mirarlo a él —. Necesito tomar el aire —y salió de la estancia.
Nada más cerrar tras de sí, escuchó a Mau exigirle explicaciones a su hermano por su comportamiento hacia ella, pero no oyó la respuesta de Pedro, no se quedó, sino que cogió su abrigo, su bufanda y su gorro de lana, del perchero del hall, y se dirigió a los establos.
La nieve del césped brillaba por los rayos del sol. Hacía frío, pero no lo sentía, su cuerpo estaba entumecido por el rechazo, por su amor no correspondido... Eso le pasaba por enamorarse de un mujeriego, por esperanzarse, en vano, por que él pudiera llegar a amarla.
Encontró a Claudio en la pista exterior, en la parte trasera de las cuadras. Era un espacio grande y ovalado de arena, cercado por gruesos tronco paralelos.
—Hola, Paula —la saludó él, con una radiante sonrisa—. ¿Quieres montar? —sostenía las riendas de una yegua marrón con manchas blancas en las patas y en la cabeza.
Paula le devolvió el gesto y asintió, acercándose. Claudio la ayudó a subirse.
El animal le resultó demasiado alto.
—Es muy buena, no te preocupes —le aseguró, palmeando el cuello de la yegua—. No has vuelto por aquí. ¿Es por lo que pasó en el club?
—¿Lo sabes? —se sorprendió.
—Me lo contó Pedro —empezó a guiarla por la arena—. No te veo la hinchazón —le analizó la cara.
—Ayer me desperté sin una marca —sonrió sin humor—. ¿Estás solo?
—Sí, ¿por qué? —alzó una ceja—. ¿Esperabas a mi hermano?
—¡No! —desorbitó los ojos.
Claudio soltó una carcajada.
—No está —aclaró él—. Mario y Pedro no se soportan. Es mutuo.
—¿Pasó algo entre ellos? —se interesó.
—Siempre han rivalizado en cuestión de tías —paró—. Perdona, no tenía que haber dicho eso.
—Tranquilo, Claudio —se inclinó sobre la silla y le dio un suave apretón en el hombro—. Sé con quién me he casado —musitó, triste y dolida.
—Conozco a Pedro, Paula —se giró y la observó sin pestañear—. Para él, la lealtad es inquebrantable y protege todo lo que es suyo, ya sean objetos o personas, te incluyo a ti. De pequeños —se rio, nostálgico—, Bruno, Mauro
y Pedro se escapaban con los caballos —reanudó el paso del animal—. Una de esas veces, Bruno se cayó del caballo porque Mario lo picó para que saltara unas barras. Cuando Pedro vio a su hermano en el suelo... —silbó, mirándola —. Digamos que Mario y él tuvieron más que palabras.
—¿Se pegaron? —inquirió Paula, concentrada en la historia.
—Esa fue la primera de muchas peleas entre mi hermano y Pedro. El año pasado fue la última. Y ahora entiendo muchas cosas.
—¿Qué ocurrió el año pasado? —arrugó la frente, curiosa.
—Pedro vino una semana a mediados de diciembre, hace poco más de un año. No avisó, sino que se presentó aquí un domingo —se encogió de hombros —. Se encerró en su pabellón y no salió durante tres días seguidos. Julia y Daniela estaban preocupadas porque le llevaban bandejas con comida y Pedro las devolvía tal cual, sin probar bocado. Empezaron los rumores.
—¿Qué rumores, Claudio? —su corazón se precipitó hacia el horizonte.
—Julia decía que estaba deprimido, que no sonreía, y que eso se debía a una mujer.
Ella contuvo el aliento.
—El cuarto día —continuó él— salió del pabellón, vino a los establos a cabalgar un rato, pero su caballo lo tenía Mario —hizo una mueca—. Es mi hermano, Paula, pero, cuando se trata de Pedro, es un gilipollas. Perdona mis palabras.
—Tranquilo. Sigue, por favor —le pidió Paula.
—Discutieron. Mario lo picó, le preguntó sobre la supuesta mujer que le había obligado a huir de Boston para encerrarse en Los Hamptons. Le dijo que seguro que era una... —carraspeó. Sus pómulos se tiñeron de rubor— zorra, porque él solo atraía a zorras a la cama.
—¿Qué hizo Pedro?
—Mi hermano estaba sentado sobre el caballo —le explicó, gesticulando con la mano libre—. Pedro se lanzó a por él y lo derribó. Le gritó a Mario que no se atreviera a nombrarla siquiera, que ella era suya. Mi hermano no se quedó atrás... —arqueó las cejas un segundo—. Le dijo que no la trajera nunca a la mansión porque se encargaría de probar la mercancía y comprobar lo zorra que era —se aclaró la voz, nervioso—. Mi padre y yo escuchamos las voces y corrimos a separarlos y...
—¿Y? —tiró de las riendas para detenerse. Se apeó de la yegua y se colocó frente a él—. ¿Y? —repitió.
—Pedro lleva los últimos cuatro días encerrado como aquella vez —clavó los ojos en los suyos—. Y si a eso le sumamos que tenéis un bebé... Es evidente que esa mujer eras tú. Y me alegro de que no hayas aparecido en los establos desde que montaste con Mario.
—¿Por qué lo dices? —su estómago sufrió una sacudida nada agradable.
—Porque mi hermano... —respiró hondo—. Porque mi hermano también lo sabe y no me fío de él —arrugó la frente—. De hecho —levantó la mano—, me parece muy extraño que Mario no haya intentado hacer algo. Está demasiado tranquilo.
—Claudio... —titubeó. Tenía que contárselo—. Los dos primeros días, escuché golpes y ruidos en los pasillos de la casa, pero no vi a nadie. ¿Tú crees que Mario...?
Claudio entrecerró la mirada.
—¿Se ha vuelto a repetir?
—No —negó con la cabeza—. No he vuelto a pasear sola por la mansión, hasta ahora...
El semblante de ambos se cruzó por la gravedad.
—No será nada —mintió él, fingiendo una sonrisa—. Deberías regresar. Está anocheciendo.
Ella asintió, suspirando. Le agradeció sus palabras y se dirigió a la casa, aunque sintió que alguien la vigilaba. Creyó que se trataba de su mente, que le jugaba malas pasadas, así que ignoró la sensación. Buscó a sus cuñados y a los niños, pero no encontró a nadie. La cocina estaba desierta y no se escuchaba nada que no fueran sus propios pies. Pensó que, quizás, Mauro, Zaira y Pedro estarían jugando al billar, por lo que se aventuró en el laberinto.
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