viernes, 6 de diciembre de 2019

CAPITULO 119 (SEGUNDA HISTORIA)





Horas después, cuando llegaron al apartamento, de madrugada, descubrieron que Alexis se había quedado dormida en el sofá, junto a los dos cucos. De su hermano pequeño, no había ni rastro, por lo que lo telefoneó, pero Bruno no respondió. El chófer de su madre esperaba a la niñera para llevarla a la mansión. Mauro y él la acompañaron a la calle.


—¿Qué va a pasar ahora con Juana y Ale? —se interesó Mau, caminando hacia el ascensor, de vuelta a casa.


—Les he comprado un apartamento en este edificio —se encogió de hombros, despreocupado—. Han estado nueve años sin verse y sin hablarse. Supuse que la mejor opción sería que vivieran cerca.


Mauro se echó a reír.


—¿Y qué opina Paula de eso?


—No lo saben ninguno de los tres —estaba ligeramente azorado—. Se enfadará. Lo sé. Menuda es con el dinero, joder...


—Parece que Jorge y tu suegra han hecho buenas migas —frunció el ceño —. ¿Crees que tu suegra sabrá lo de Carlos?


—Mañana se lo contaré. Tiene que saberlo. Y Zaira también.


—Pues será mejor que lo sepan a la vez. Paula y ella son como hermanas, Pedro. Comeremos en casa de mamá y papá y hablaremos con ellas.


Pedro asintió y entró en su habitación. Su mujer estaba tumbada en la cama, todavía vestida como una diosa, aunque sin los tacones. 


Balanceaba las piernas en el aire y le hacía cosquillas y mimos al niño. Él sonrió, cautivado
por la escena. Sacó el iPhone del pantalón y los fotografió sin que se enteraran. Se quitó la chaqueta, la pajarita, los zapatos y los calcetines; se desabrochó la camisa en el cuello y se la sacó por fuera de los pantalones.


—¿Qué haces despierto, bribón? —le dijo al bebé, acomodándose junto a su preciosa familia. Lo besó en la mejilla de forma sonora, arrancándole una sonrisa—. Eres tan bonito como mamá.


—Tiene un gesto muy tuyo —señaló Paula, divertida—. Atento... —y añadió, dirigiéndose a Gaston—: ¿Quién ha venido, gordito?


Automáticamente, el niño examinó a su padre con los ojos entornados, emitiendo una chispa electrizante, parecía que pretendiera meterse en su cerebro, mientras alzaba las manitas para encontrar su cara, bostezando. Pedro se alarmó, se sintió vulnerable. Gaston sonrió, debilitado por el sueño que comenzaba a atraparlo.


—Eso es tuyo, soldado —se rio.


—¿Yo miro así? —articuló, incrédulo.


El niño bostezó de nuevo y bajó los párpados.


—¿Recuerdas cuando Nicole Hunter tuvo su segundo ataque, cuando Bruno se quedó hecho polvo? —le preguntó ella, seria—. Después de que te contara lo que había pasado, me miraste de la misma manera que Gaston te ha mirado
ahora —sonrió, se giró y se recostó en el colchón, boca arriba, con las piernas flexionadas. La seda de la falda descendió a sus caderas, revelando el endemoniado liguero y las medias transparentes con el seductor borde de encaje blanco—. Y también miras así a la gente cuando la analizas. Apenas lo haces un par de segundos, pero...


Él dejó de escucharla. Sus sentidos se habían apagado ante tal tentadora visión. Cogió a su hijo en brazos y lo tumbó en la cuna. Lo arropó y le acarició la carita. El bebé ya dormía con la boca entreabierta.


Pedro contempló a Paula con un innegable ardor que no se molestó en disimular. Ella se sentó sobre la cama, extrañada.


—¿Pedro? —titubeó.


—Ven aquí —extendió una mano—. Vamos a dormir. Es muy tarde y mañana nos esperan en casa de mis padres, pero... —se incendió al aceptar ella el gesto. Apretó su mano. Paula salió de la cama—. Quiero desnudarte — declaró, áspero, y con el corazón volando sin rumbo—. Quiero que duermas solo con la ropa interior —la giró para tenerla de espaldas—. ¿Te importa?


Ella suspiró de manera discontinua y afirmó con la cabeza. Él le bajó la larga cremallera del vestido, en su costado izquierdo, de forma pausada. Le retiró uno a uno, despacio, los diminutos botones que cerraban la pedrería,
desde su nuca hasta la mitad de sus omoplatos. 


Al aflojarse la seda, le introdujo las manos por dentro del vestido, rozando la piel del escote con los dedos, que se abrasaron por el contacto. Se agachó y la desenvolvió como si se tratase de un regalo de inestimable valor, admirando su exquisito cuerpo, ahogando un resuello seguido de otro. Dejó caer el vestido al suelo, emborrachándose de su belleza.


—Joder, rubia... —jadeó—. No te imaginas lo hermosa eres...


Paula sonrió con timidez, aunque sin taparse. Pedro procedió a deshacerle la
trenza. Se inclinó y la besó en el hombro. Roció su piel con besos pequeños, de un hombro a otro, mordisqueándola unos segundos en el cuello... rozándole las orejas con los labios... susurrándole halagos que ahora esa mujer le imploraba...


Pedro... —gimió, echando hacia atrás la cabeza—. No quiero... dormir...


—¿Y qué quieres? —le susurró, sin aliento.


—Te quiero a ti... dentro de mí...


Se sentó en el borde de la cama, frente a ella y abrió las piernas. Paula lo miró y avanzó sin que se lo hubiera pedido. Pedro contempló el pequeño halcón, que descansaba entre sus redondeados y erguidos senos. Se relamió la boca. Todavía no la había tocado y las manos ya le hormigueaban. Se recostó sobre los codos, devorándola con los ojos. Ella sonrió, dulce, muy dulce... y procedió a desnudarlo. Él tuvo que alzar las caderas para ayudarla. Después,
Paula dio media vuelta y se quitó las braguitas brasileñas, contoneando las caderas. Pedro se obligó a permanecer quieto, a pesar de los espamos que ya sufría. Ella se giró de nuevo. El rubor de su rostro, la curva de su cintura, su piel de porcelana, las medias y el liguero... lo marearon.


—Si me quieres, aquí me tienes —susurró ahora él, apoyándose en el colchón con las manos y sin perderse la mirada famélica de su mujer, que examinaba sus músculos con un hambre voraz.


Para su completo goce, Paula hundió una rodilla en la cama, a la izquierda de Pedro, se sujetó a sus hombros, temblando, y repitió el movimiento con la otra, aguantando el peso con las dos, sin sentarse sobre su regazo. Sus senos estaban tan cerca de su cara, que empezó a hiperventilar...


—Querías dormir —le recordó ella, trazando curvas por sus pectorales en dirección a su abdomen—, pero yo, no.


—Dormiremos... —tragó— después...


—¿Después de qué, soldado?


Aquella condenada mujer tomó su erección y la condujo hacia su intimidad.


A él se le doblaron los brazos al sentir la delicada caricia y se derrumbó sobre el edredón. 


Se le cerraron los ojos un instante, pero, al siguiente, alzó los párpados al notar que Paula se detenía.


—¿Después de qué, soldado? —repitió, poderosa.


—Joder... —se frotó la cara, desesperado—. Después de... —no pudo terminar la frase. La espera lo estaba matando.


—¿Te ayudo?


Pedro fue a agarrarla, pero la muy bruja se retiró a tiempo.


—¡Sí, joder! —exclamó, desquiciado—. ¡Ayúdame!


—No grites —reprimió una carcajada—. ¿Preparado?


Él asintió. Entonces, Paula descendió lentamente hasta abrigarlo por completo.


—Oh, joder... —emitió Pedro en un grave aullido—. Es la última vez... que te... cedo... el control... Esto es... ¡Joder!


—Te encanta que yo tenga el control —y empezó a mecerse sobre él como una auténtica criatura sobrenatural—. Mío... Eres mío, soldado...


Pedro cerró los ojos, incapaz de mantenerlos más tiempo abiertos. Paula Chaves era peligrosa, él corría el riesgo de morir... de placer.





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