viernes, 6 de diciembre de 2019
CAPITULO 120 (SEGUNDA HISTORIA)
Llegaron a la mansión Alfonso al mediodía, habiendo dormido apenas unas pocas horas.
Paula abrazó a su madre y a su hermano con la misma alegría que la noche anterior. Y, por fin, los Chaves conocieron a Gaston. Juana se deshizo en arrumacos para con su nieto. Todos coincidieron en lo que Pedro y ella ya sabían y de lo que se enorgullecían: el bebé era una copia de su tío Alejandro.
Comieron entre risas y bromas. Charlaron sobre la gala y sobre la cuantiosa suma de dinero que habían recaudado para la investigación contra el cáncer, superando los cien millones de dolares.
En el café, acomodados todos en los sofás del salón, los dos hermanos Alfonso, pues Bruno seguía desaparecido en el hospital, intercambiaron una aguda mirada.
—Hay algo que debéis saber —anunció Pedro, demasiado serio.
Los presentes acallaron las voces, preocupados por el tono grave que había empleado.
—Para ponerte en situación, Juana —dijo Mauro, entrelazando una mano con la de Zaira—, hace nueve años, Carlos, mi suegro, a quien conociste ayer, fue víctima de un incendio.
—Dios mío... —se cubrió la boca.
¿Por qué estamos hablando del incendio de Carlos? ¿Y qué tiene que ver mamá en todo esto?
—¿Qué está pasando, Mauro? —inquirió Zai, soltándose de su mano, recelosa.
—Ahora lo entenderás, peque —le indicó Pedro, sonriendo sin humor.
—A raíz del incendio —continuó Mau, gesticulando—, Carlos fue sometido a treinta y seis operaciones, sin éxito, los once meses que estuvo ingresado —frunció el ceño—. Antes de que lo mandaran a casa, Jorge, que, además de ser el director del General es el mejor amigo de Carlos —aclaró para contextualizar a Juana, quien asintió—, decidió buscar al mejor cirujano
plástico de Estados Unidos.
Paula, Alejandro, que tenía a Gaston en brazos, y su madre palidecieron. Zaira, en cambio, seguía sin comprender nada.
Por favor, que no diga lo que estoy pensando...
Su marido la rodeó por los hombros al notar su inquietud, pero ella no se calmó.
—Y lo encontró —señaló Mauro, observando a las dos amigas, sentadas en sillones enfrentados—. Antonio Chaves.
Paula se incorporó, atacada de los nervios. Comenzó a pasear por la estancia, tirándose de la oreja izquierda.
—Pero nadie lo operó, Mauro —confirmó Zai, extrañada—. Mi padre se encerró en su casa. Lo operaron el año pasado, ya lo sabes. ¿A qué viene todo esto?
— Jorge se puso en contacto con Antonio —explicó Mauro—. Quedaron en reunirse en su clínica, en Nueva York. Jorge estuvo esperándolo en una sala cuatro horas. Y en cuanto entró en su despacho, Antonio le dijo que no operaría a Carlos, que se buscara a otro, que no malgastaba el tiempo con casos perdidos.
Mauro y Ale gruñeron, Catalina y Juana ahogaron un grito, el bebé gimoteó, y Paula... Rose se mareó, trastabilló y a punto estuvo de caerse de no ser por Pedro, que la cogió a tiempo y la sentó en el sofá.
—Dios mío... —repitió su madre, meneando la cabeza.
—¿Por qué me estoy enterando ahora? —se enfadó Zaira, poniéndose en pie de un salto—. ¿Por qué no me lo has dicho antes, Mauro? —se cruzó de brazos—. ¿Lo sabe mi padre?
—Te estás enterando ahora porque Jorge me pidió silencio —respondió Mauro, incorporándose también—. Lo sabe tu padre. Y si os lo hemos contado hoy...
—¿Hemos? —pronunció Paula en un hilo de voz. Contempló a su marido, horrorizada—. ¿Sabías que mi padre no quiso operar al padre de Zai y me lo has ocultado? —se levantó despacio. Apretó la mandíbula para controlar la rabia—. ¡Cómo has podido! —estalló—. Zai es mi mejor amiga. Mi padre ha sido un monstruo con el suyo, y más en algo tan delicado como lo fue ese incendio, ¡¿y no me lo dices?!
—Tranquila, rubia —se levantó—. Si...
—¡No me llames rubia! —gritó, colérica.
Él se sobresaltó, igual que el resto.
Lágrimas furiosas arrasaron su rostro. Ni siquiera las sintió. Inhaló una gran bocanada de aire para controlarse, aunque no obtuvo el éxito que deseaba. La odiosa jaqueca surgió.
—No culpes a Pedro, Paula —le pidió su cuñado, abatido—, yo le dije que mantuviera el secreto. Ni Jorge ni Carlos querían que nadie lo supiera.
—Secreto... —bufó, riéndose sin humor. Avanzó hacia su marido, colocando los puños en la cintura—. Nuestro secreto —lanzó la pulla adrede, aunque nadie lo entendiera, pero él, sí, porque su semblante se cruzó por el dolor—. Pues se acabaron los secretos. Me voy —se giró y cogió al bebé. Cuando se dio la vuelta de nuevo, Pedro bloqueaba el camino. Estaba enfadado, pero también atisbó arrepentimiento en sus fieros ojos—. Me voy
sola —recalcó—. Quítate de en medio, Pedro.
—No. Vas a escucharme —le ordenó sin contemplaciones—. Mamá — añadió a Catalina—, cuida de Gaston.
—Claro, cariño —accedió su suegra, obedeciendo de inmediato.
Él agarró a Paula del brazo y la arrastró hacia el baño, que cerró de un portazo.
—¡Suéltame!
La soltó, aunque lentamente. Ella retrocedió. Se sentía traicionada.
—No tengo que hablar contigo de nada más.
—Acabo de decir que vas a escucharme —entornó la mirada, inclinándose, amenazador—, en ningún momento he mencionado que vayas a hablar tú.
—¡Pues no quiero escucharte, imbécil! —gritó, realizando aspavientos con los brazos.
—Deja de insultarme —gruñó, rechinando los dientes.
Estaban a un metro de distancia. Y el odio, ese odio que hacía semanas, casi dos meses, que se había evaporado, renació con una fuerza imparable.
—Me enteré el día de nuestra boda —le confesó él en un tono gélido, tan frío que a Paula se le erizó la piel—. Mauro nos lo contó a Bruno y a mí, pidiéndonos silencio porque Zaira no lo sabía. Y no lo sabía porque su padre así lo quería. Yo no soy nadie para meterme en la vida de Carlos.
—¿Te has parado a pensar en que yo —se apuntó a sí misma—, tu mujer — lo señaló con el dedo índice—, soy la hija del miserable que no quiso operar a Carlos? ¡Es el padre de mi mejor amiga, Pedro, mi mejor amiga, maldita sea! ¡Pues claro que estás en medio de la vida de Carlos! ¡Fue tu suegro quien lo rechazó, y de la forma más cruel!
—Sinceramente —se pasó las manos por la cabeza—, no creí que fueses a reaccionar así. Tu madre...
—Mi madre, ¿qué? —lo cortó.
—Te estás comportando como una cría —arrugó la frente—. ¿Por qué estás tan enfadada?
—¿Cómo me puedes preguntar eso? —rebatió, incrédula—. Se trata de mi mejor amiga y de mi padre —se secó la cara a manotazos—. Es un dato bastante importante. Zai puede odiarme por esto. ¿No se te ha ocurrido pensarlo? —habló ahora con más calma, aunque no por ello disminuyó su decepción hacia él—. Creía... —carraspeó—. Creía que entre tú y yo no había secretos porque tú y yo éramos un secreto en sí... Está claro que me he equivocado contigo.
—No, yo...
—No te molestes —se acercó a la puerta—. Entiendo que tu hermano te pidiera que guardaras silencio —lo miró—, pero, aunque Zaira y yo no tengamos la misma sangre, para mí, es mi hermana, así que entiende tú que yo tenía que haberlo sabido en su momento, y más después de haberte contado lo que mi padre me hacía cuando era pequeña —se pellizcó el puente de la nariz por la migraña—. Tú te enfadas porque he reaccionado como una niña, y yo... —respiró hondo—. Necesito pensar —salió al hall.
—¿Qué es lo que tienes que pensar? —quiso saber Pedro, cogiéndola de la muñeca para frenar su avance. Su rostro transmitió miedo, el mismo miedo que estaba perforándola a ella—. ¿Qué quieres decir? —se le quebró la voz.
—Lo que has oído —se soltó con brusquedad—. Necesito pensar. Ahora mismo, me pregunto qué es lo que puedo esperar de ti, Pedro, porque es evidente que en los aspectos importantes me ignoras.
—¡Eso no es verdad! —exclamó él, alzando los brazos al techo.
—¡Lo es! —contestó de igual modo—. ¡Llevas más de un mes ocultándomelo! ¿Qué esperabas hoy, Pedro? —se inclinó, comprimiendo los
puños a ambos lados de su cuerpo, conteniéndose para no empujarlo—. ¿Esperabas que os agradeciera a Paula y a ti que, por fin, os dignarais a desvelar vuestro secretito?, ¿eso esperabas? ¡Pues no! Puede que a Zai no le importe haberse enterado hoy, pero a mí, sí —las atroces lágrimas, de nuevo, inundaron sus mejillas, quemándola sin piedad—. Sabes perfectamente todo por lo que pasó Zai durante ocho años... ¡Mi padre es un monstruo! —y se derrumbó, en llanto.
—Princesita...
Unos brazos delicados la acunaron en un pecho muy familiar, que olía a las rosas blancas que su madre colocaba a diario en los jarrones que Melisa rompía cuando eran pequeñas, para después culpar a Paula y que su padre la
castigase sin cenar. Se aferró a ese consuelo.
Se aferró a los recuerdos...
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