sábado, 22 de febrero de 2020

CAPITULO FINAL (TERCERA HISTORIA)






Siete años después...




Samuel y su mujer, sentados el uno al lado del otro en un sillón de mimbre del jardín de su casa, sonreían, dichosos e inmensamente felices, mientras sus ojos se perdían en la hermosa familia que habían formado, no solo a nivel de sangre porque Carlos, Juana, Melisa, Ariel, Ale, Jorge, Elias y Karen eran parte indiscutible de los Alfonso. Sara, la abuela de Zaira, también, aunque, lamentablemente, hacía cinco años que los había dejado.


Sus ocho nietos correteaban a su alrededor, sus tres hijos y sus tres hijas compartían risas y bromas y él, rodeando los hombros de su mujer, observaba lo maravillosa que podía llegar a ser la vida en un solo instante.


Catalina cumplía setenta años y todos se habían reunido para festejarlo de forma íntima. Bueno, no todos. Por desgracia, sus padres, Miguel y
Ana, habían fallecido dos años atrás, una noche mientras ambos dormían, a la vez, la muerte dulce la llamaban. Fue un golpe muy duro, en especial para Pedro por la conexión tan especial que había compartido con su abuela.


Samuel pensó en sus padres y amplió la sonrisa, sabía que, desde el cielo, Miguel y Ana sentían el mismo orgullo que atravesaba su corazón en ese preciso momento. Y se emocionó al contemplar a su numerosa familia.


Mauro, que hacía cinco años que había adquirido la dirección del Boston Children’s Hospital, pero compaginándolo con su trabajo de jefe de Pediatría en el General, tenía tres adorables niñas, pelirrojas como su bruja, Zaira,
dedicada por completo a causas benéficas destinadas a niños. Manuel, que había montado una clínica de investigación contra el cáncer, y que dirigía a la par que su puesto de jefe de Oncología en el General, tenía tres terremotos de niños varones con su rubia, Rocio, que no era otra que la jefa de enfermeras de Oncología del General, el matrimonio compartía especialidad. Pedro acababa de convertirse en el director del General y, junto con su muñeca, Pau, la mejor abogada animalista de Massachusetts, tenían dos hijos: niño y niña.


Admiración. Profunda admiración.


Se le saltaron las lágrimas. Miró a su mujer, la causante de aquella felicidad, el motor de la familia, el amor de su vida.


—Gracias, Cata —le susurró Samuel, antes de besarle la sien—. Gracias por la familia que me has dado.


Ella le dedicó una mirada brillante que aún conseguía hacerle estremecer.


Era la mujer más hermosa del mundo. Le acarició la mejilla y recostó la cabeza en su pecho.


—No lo hemos hecho nada mal, cariño —suspiró Catalina—, aunque siga tirándoles de la oreja, al mocoso de Pedro, por ejemplo, por lo mal que habla a veces.


—O a Mauro, porque sigue tomándose las cosas demasiado en serio.


—O a Manuel, porque sigue comportándose como un neandertal.


Se rieron con suavidad.


Los aludidos se levantaron de sus asientos y desaparecieron del jardín. Al minuto escaso, las luces se apagaron y surgieron con una tarta con las velas encendidas. Todos cantaron Cumpleaños feliz mientras la homenajeada se
ponía en pie.


Ella cerró los ojos, sonriente, preciosa como siempre, y sopló las velas.


Tomó de la mano a Samuel y dibujó una lenta sonrisa en su rostro, sonrisa que habían heredado sus tres mosqueteros, irresistible...




CAPITULO 198 (TERCERA HISTORIA)






La íntima boda estuvo cargada de bromas, risas, lágrimas y felicidad.


A última hora de la tarde, Daniel, Lucas y Mauricio se despidieron de ellos, abrazando a los recién casados con mucho cariño. Sus padres también se marcharon, también los abuelos Alfonso.


—Es el momento —le dijo Pedro a ella, en el hall.


Paula asintió, vehemente y nerviosa.


—¿Qué ocurre? —preguntó Catalina, frunciendo el ceño.


—Necesitamos enseñaros algo —le contestó él con expresión en exceso seria.


La familia Alfonso los observó, preocupados y asustados.


—Pues vamos —señaló Samuel.


—Hay que coger el coche.


Y eso hicieron. Cada pareja se montó en su coche.


Los recién casado precedieron la marcha hacia el barrio de Beacon Hill y aparcaron frente a un edificio de cuatro plantas con jardín delantero y piscina en la parte trasera. Era muy grande. Cada piso contaba con trescientos metros cuadrados de espacio.


—¿Qué hacemos aquí? —quiso saber Manuel, extrañado.


—Ahora lo veréis —respondió Pedro, sacando el juego de llaves para abrir la verja exterior que cercaba la vivienda.


Caminaron por un sendero de pizarra negra que separaba el jardín en dos, un jardín que solo contenía piedrecitas blancas, pues aún no había nada plantado. Subieron tres anchos peldaños y accedieron al porche de entrada.


Pedro introdujo la llave en la cerradura y la giró hasta abrir la puerta principal.


La casa estaba completamente vacía. Y no había puertas en esa planta, aunque sí vanos.


—Esto es para nosotros —anunció él en un tono áspero.


—¿Os mudais? —exclamó Mauro, estupefacto.


—Nos mudamos —lo corrigió Pedro, haciendo un gesto que abarcaba a sus hermanos, a sus cuñadas, a su mujer y a él.


El tiempo se congeló.


Catalina, Zaira y Rocio ahogaron un grito, cubriéndose la boca y desorbitando los ojos.


—¿Nos has comprado una mansión? —inquirió Manuel, atónito.


—Pensé que... —balbuceó, revolviéndose los cabellos, destrozando el peinado—. Yo no... —respiró hondo para serenarse—. Mauro se cambia de hospital este año, y Rocio va a tener otro bebé. En un futuro, ya sea cercano o lejano, podéis querer otro tipo de necesidades, quizás una casa grande con jardín para vuestras familias. Y yo no... —agachó la cabeza—. No quiero separarme de vosotros... —se ruborizó, tímido—. Pau quería un jardín, así que... —se encogió de hombros—. Esto es... Es vuestro. De mi mujer, de mis cuatro hermanos y de mis dos hijos, casi tres —sonrió hacia la rubia, que lloraba conmovida en silencio.


—Dios mío... —emitió Zai, con una mano a la altura del corazón.


—Joder... —siseó Manuel, que no salía de su asombro—. ¡Nos ha comprado una mansión!


Mauro avanzó deprisa hacia Pedro y lo abrazó con fuerza.


Tal imagen arrancó más sollozos en las mujeres.


Catalina, Samuel y Manuel se les unieron. Zaira, Rose y Paula se abrazaron entre ellas, también, emocionadas.


—He rechazado el cargo de director del Boston Children’s —confesó Mauro, sonriendo a su hermano pequeño—. Lo rechacé el año pasado —le guiñó un ojo a Paula.


—¿Qué? ¿Por qué?


—Porque yo tampoco puedo separarme de ti, Pedro—le confesó Mauro—, ni de Manuel.


—¡Los tres mosqueteros! —declararon las tres hermanas a la par.


Todos se rieron.


Y, como niños, la familia Alfonso procedió a recorrer cada centímetro de la casa.


¡Me pido el último piso! —exclamó Manuel, subiendo las escaleras, al fondo.


—¡De eso nada! —se quejó Mauro, siguiéndolo—. ¡Pedro elige primero!


—¡Pedro siempre elige primero, joder!


—¡Soy el mayor y digo que Pedro elige primero, Manuel! ¡Te aguantas!


Paula agarró a su marido del brazo. Esperó a que los demás ascendieran a las plantas superiores para estar un momento a solas.


—Eres maravilloso, doctor Pedro—le acarició las mejillas—. ¿Te das cuenta de lo importante que eres para ellos? Igual que para mí —suspiró, extasiada por la belleza de su héroe—. No podemos vivir sin ti...


Él se sonrojó como un niño pequeño.


—Ya sabía lo de Mauro —le reveló ella—. Me lo dijo en la gala del maltrato animal, el año pasado, nada más rechazar el cargo. ¿Sabes qué más me dijo esa noche?


Su marido la envolvió entre sus protectores brazos.


—¿Qué más te dijo?


—Que tú y yo estábamos hecho el uno para el otro.


—El uno para el otro...


Se besaron en los labios unos maravillosos segundos, saboreándose despacio, condenándose a su infierno particular.


—Por cierto —añadió Paula, con una sonrisa traviesa—, ya tenemos la casa con jardín, y dijiste que querías niñas correteando en ella que fueran igualitas que yo, ¿lo recuerdas?


En los últimos siete meses habían hablado de tener niños y ninguno quería esperar mucho, para que sus futuros hijos no se llevaran demasiados años con sus primos, pero acordaron que esperarían hasta comprar la nueva casa y casarse.


—Y, si quieres, podemos empezar esta misma noche a buscar la cigüeña, ¿qué me dices, doctor Pedro? Creo que hoy se me ha olvidado tomarme la píldora —le guiñó el ojo.


Entonces, el doctor Pedro dibujó una lenta sonrisa en su rostro, irresistible...




CAPITULO 197 (TERCERA HISTORIA)






Siete meses después...


—¡Date prisa, por el amor de Dios! —exclamó Karen, agitada como nunca.


—Cálmate, mamá —su hija soltó una carcajada detrás de otra. Elias se contagió de la diversión.


—¡No le veo la gracia! —se enfadó su madre—. Llegamos tarde.


Paula sonrió. Estaba sentada en la escalera. Se ató los cordones de las


Converse blancas que se había comprado para su boda. Mandó que cosieran en negro una P y una P entrelazadas en la tela de las zapatillas, debajo de los tobillos.


—Aquí tienes, mi niña —le dijo su padre, entregándole un pequeño ramo de margaritas que Pedro le había enviado una hora antes.


Las flores estaban sujetas por una cinta negra. 


Era perfecto.


Karen observó su vestido de novia y sonrió, emocionada.


—Estás preciosa, tesoro.


—Lo está y lo es —corroboró Elias, conmovido también—. Mi niña...


Ella suspiró, dichosa. Observó su reflejo en el espejo del hall que había al lado de la puerta principal.


El vestido era el diseño corto que Stela Michel le había dibujado en un boceto aquella mañana en que Karen y Paula habían acudido al taller para
elegir el traje de su boda con Ramiro. A pesar de que su madre había optado por el largo y voluminoso, la diseñadora había hecho el otro a escondidas para sorprender a la novia. Y, cuando ella se había presentado en el taller unos meses atrás, cuando Pedro y Paula habían decidido la fecha de su boda, Stela le había mostrado el traje que lucía en ese momento, su verdadero vestido de novia: liso, de seda blanca inmaculada, con mangas hasta los antebrazos, sin escote ni cuello, entallado hasta la cintura, con la espalda al descubierto, con un lazo detrás a modo de flor, cuyos extremos caían por su trasero, y que alcanzaba la mitad de sus muslos. Discreto, sencillo, cómodo, de su estilo.


El pelo se lo había recogido en su característica coleta lateral con una cinta blanca. Así era ella y así la adoraba su novio.


—Vámonos ya —anunció Paula, tranquila y feliz.


Los tres salieron de la casa y se montaron en el Audi rumbo a la mansión de la familia Alfonso, donde se celebrarían la ceremonia y el banquete. Los invitados eran Catalina, Samuel, Zaira, Mauro, Rocio, Manuel, Caro, Gaston, Ana, Maiguel, Daniel, Mauricio y Lucas, nadie más.


—La novia se ha hecho esperar —comentó Zaira, acudiendo a su encuentro en el hall de la majestuosa vivienda con una cesta con pétalos en una mano. La abrazó—. Pedro está atacado de los nervios.


—Pues terminemos su agonía —se rio—. ¿Y Rocio?


—¡Aquí estoy! —señaló la rubia, que bajaba la escalera con dificultad, sujetándose el vientre abultado y haciendo gestos de incomodidad—. Este niño me va a matar antes de nacer, os lo digo yo... Me duelen los riñones y no para de patearme la tripa... —sonrió—. Estás increíble, Paula. Preciosa.


—Preciosa —repitió Zai, cuyos ojos turquesa se aguaron por las lágrimas.


Paula sonrió, radiante. Esas dos mujeres se habían convertido en sus hermanas. Ambas, además, como damas de honor, se habían vestido de corto y de color rosa pálido, en honor a los futuros cónyuges.


—¿Empezamos?


—Empecemos —contestaron sus dos hermanas al unísono.


Del brazo de su padre, Paula atravesó el vestíbulo hacia la doble puerta abierta del gran salón. Se detuvo y observó el lugar. Era una estancia muy grande y habían dividido el espacio en dos partes iguales. A la derecha, se situaba una larga mesa rectangular, preparada para el banquete posterior. A la
izquierda, una alfombra blanca de terciopelo se iniciaba a sus pies hasta Pedro Alfonso, al final, delante del sacerdote y junto a Mauro, su padrino.


El resto de la sala, incluidos los presentes, se tornó borroso y silencioso, dejó de escuchar y de ver nada más que no fuera su héroe...


Estaba impresionante en sus vaqueros negros ceñidos a sus torneadas piernas, camisa de seda negra por dentro de los pantalones, entallada a su esbelta anatomía y remangada por encima de las muñecas, mostrando la pulsera de piel negra, cinturón de piel negro y las Converse blancas y negras que ella le había regalado aquel día en que se besaron por segunda vez. Y se había peinado con la raya lateral. El hombre más atractivo que había conocido en su vida...


Él la miró, penetrante. Ella se mordió el labio inferior. Esos ojos del color de las castañas atravesaron su piel y raptaron su alma.


I will always love you de Whitney Houston, su canción favorita, resonó a través de los altavoces invisibles del techo, inundando el interior de Paula de una paz sin medida.


Zaira y Rocio iniciaron la marcha, esparciendo los pétalos de la cesta.


Elias la guio por la alfombra hacia el altar.


—Hola, doctor Pedro.


—Hola, muñeca —le guiñó un ojo.


Su padre la entregó al novio.


—Cuídala, Pedro.


—Siempre —declaró él, solemne, sin dejar de contemplar a Paula con intenso amor.


La pelirroja se encargó del ramo de margaritas y los novios enlazaron las manos.


—Esto es muy bonito —apuntó ella, adrede.


—No tanto como tú.


Ambos sonrieron.


—El uno... —comenzó Pedro en un susurro.


—Para el otro —terminó ella.


Y se casaron.


Paula Chaves se convirtió en Paula Alfonso.





viernes, 21 de febrero de 2020

CAPITULO 196 (TERCERA HISTORIA)





Subieron a la cuarta y última planta del edificio con las manos entrelazadas. Al abrir la puerta, ella sollozó, al igual que Zaira y Rocio...


Estaban allí. Todos. Las tres amigas se reencontraron a mitad de camino.


Mauro y Manuel también la recibieron con cariño. Y Catalina, Samuel, Miguel y Ana.


—Mi niña... —le dijo la abuela Alfonso, abrazándola entre lágrimas.


—Gracias... —le susurró Paula, incapaz de hablar con normalidad—. Gracias... Gracias...


—No, tesoro —le acarició las mejillas, secándoselas con adoración—. Gracias a ti por 
ser tan maravillosa.


Pedro se emocionó, no pudo evitarlo.


La familia Alfonso se marchó y la pareja se fue al dormitorio. Ella se lanzó a la leona blanca de peluche en cuanto la vio en la cama, soltando un chillido de júbilo que lo dejó sordo. Él se echó a reír y se sentó a su lado.


Pedro la agarró por las caderas y la acomodó en su regazo.


—Mi muñeca... Mía... Solo mía... Por fin... —inhaló su fresco aroma floral —. Odio que te recojas el pelo de esta manera —procedió a retirarle todas las horquillas, deshaciéndole el moño.


Una sedosa cascada oscura le robó el aliento. 


Sin perder tiempo, se levantó y tiró de Paula para que lo imitara. La giró y le retiró los infinitos y diminutos botones que poseía el vestido en la espalda.


—Cuando nos casemos —masculló Pedro, nervioso porque los botones eran interminables—, no quiero que tu vestido de novia tenga un solo botón, ¿entendido? Tampoco una cremallera, ni ningún tipo de cierre. Quiero que sea muy, pero que muy fácil de quitar. No quiero que me estorbe para tocarte cuanto me plazca. ¿Me estás oyendo?


Paula estaba rígida y muda. Pedro se situó frente a ella, preocupado.


—¿Pau? ¿Qué te pasa?


—Has dicho... Has dicho... Has... —tragó. Carraspeó—. Has dicho cuando nos casemos...


—¿Y qué crees que es lo que llevas en los pies? —inquirió Pedrocruzándose de brazos, simulando indiferencia, algo que le costó un esfuerzo sobrehumano, porque su interior escondía un animalillo asustado.


—Unas Converse —contestó ella, sin entenderlo.


Pedro gruñó.


—En Los Hamptons —le recordó él—, hablamos sobre lo que hace un pingüino macho cuando se enamora de una pingüino hembra. Le regala la piedra perfecta de toda la playa. Si la pingüino hembra la acepta, se comprometen. Te dije que, en tu caso, en lugar de la piedra perfecta serían las Converse perfectas —agachó la cabeza, ruborizado—. Y tú me describiste tus Converse perfectas: negras, porque negro es mi color favorito y ahora, el tuyo —dejó caer los brazos. Su corazón latía tan deprisa que iba a estallar—. Te he regalado las Converse perfectas y tú las llevas puestas, lo que significa que has aceptado... —la observó, respirando con dificultad—. Yo... —se revolvió el pelo. Tomó una gran bocanada de aire—. Sé que no es una pedida de mano normal. Sé que no es un anillo. Si quieres un anillo, te lo compraré. Yo...


Paula levantó una mano para silenciarlo, mano que posó, a continuación, en su pecho. Tragó repetidas veces. Las lágrimas descendieron por sus mejillas. Su cara era aún más enigmática que antes...


—¿Cuándo? —le preguntó ella, en un hilo de voz—. ¿Cuándo nos casaremos?


Pedro jadeó, tan aliviado que a punto estuvo de caerse al suelo. Carraspeó y adoptó una postura seria.


—Cuando tú quieras.


—¿Mañana?


—A tu madre le da un infarto si nos casamos mañana.


Se rieron.


—Mejor, esperaremos un poco, pero poco.


Él asintió, incapaz de pronunciar una palabra más.


Se miraron.


Y, llorando los dos, se fundieron en un abrazo violento, urgente y apasionado. Sellaron aquella promesa con un beso ardiente que los llevó directos a su infierno particular, porque a la boda de Marcos no llegaron al banquete.


Pecaron...


Renacieron...


Y volvieron a pecar...