sábado, 22 de febrero de 2020

CAPITULO 197 (TERCERA HISTORIA)






Siete meses después...


—¡Date prisa, por el amor de Dios! —exclamó Karen, agitada como nunca.


—Cálmate, mamá —su hija soltó una carcajada detrás de otra. Elias se contagió de la diversión.


—¡No le veo la gracia! —se enfadó su madre—. Llegamos tarde.


Paula sonrió. Estaba sentada en la escalera. Se ató los cordones de las


Converse blancas que se había comprado para su boda. Mandó que cosieran en negro una P y una P entrelazadas en la tela de las zapatillas, debajo de los tobillos.


—Aquí tienes, mi niña —le dijo su padre, entregándole un pequeño ramo de margaritas que Pedro le había enviado una hora antes.


Las flores estaban sujetas por una cinta negra. 


Era perfecto.


Karen observó su vestido de novia y sonrió, emocionada.


—Estás preciosa, tesoro.


—Lo está y lo es —corroboró Elias, conmovido también—. Mi niña...


Ella suspiró, dichosa. Observó su reflejo en el espejo del hall que había al lado de la puerta principal.


El vestido era el diseño corto que Stela Michel le había dibujado en un boceto aquella mañana en que Karen y Paula habían acudido al taller para
elegir el traje de su boda con Ramiro. A pesar de que su madre había optado por el largo y voluminoso, la diseñadora había hecho el otro a escondidas para sorprender a la novia. Y, cuando ella se había presentado en el taller unos meses atrás, cuando Pedro y Paula habían decidido la fecha de su boda, Stela le había mostrado el traje que lucía en ese momento, su verdadero vestido de novia: liso, de seda blanca inmaculada, con mangas hasta los antebrazos, sin escote ni cuello, entallado hasta la cintura, con la espalda al descubierto, con un lazo detrás a modo de flor, cuyos extremos caían por su trasero, y que alcanzaba la mitad de sus muslos. Discreto, sencillo, cómodo, de su estilo.


El pelo se lo había recogido en su característica coleta lateral con una cinta blanca. Así era ella y así la adoraba su novio.


—Vámonos ya —anunció Paula, tranquila y feliz.


Los tres salieron de la casa y se montaron en el Audi rumbo a la mansión de la familia Alfonso, donde se celebrarían la ceremonia y el banquete. Los invitados eran Catalina, Samuel, Zaira, Mauro, Rocio, Manuel, Caro, Gaston, Ana, Maiguel, Daniel, Mauricio y Lucas, nadie más.


—La novia se ha hecho esperar —comentó Zaira, acudiendo a su encuentro en el hall de la majestuosa vivienda con una cesta con pétalos en una mano. La abrazó—. Pedro está atacado de los nervios.


—Pues terminemos su agonía —se rio—. ¿Y Rocio?


—¡Aquí estoy! —señaló la rubia, que bajaba la escalera con dificultad, sujetándose el vientre abultado y haciendo gestos de incomodidad—. Este niño me va a matar antes de nacer, os lo digo yo... Me duelen los riñones y no para de patearme la tripa... —sonrió—. Estás increíble, Paula. Preciosa.


—Preciosa —repitió Zai, cuyos ojos turquesa se aguaron por las lágrimas.


Paula sonrió, radiante. Esas dos mujeres se habían convertido en sus hermanas. Ambas, además, como damas de honor, se habían vestido de corto y de color rosa pálido, en honor a los futuros cónyuges.


—¿Empezamos?


—Empecemos —contestaron sus dos hermanas al unísono.


Del brazo de su padre, Paula atravesó el vestíbulo hacia la doble puerta abierta del gran salón. Se detuvo y observó el lugar. Era una estancia muy grande y habían dividido el espacio en dos partes iguales. A la derecha, se situaba una larga mesa rectangular, preparada para el banquete posterior. A la
izquierda, una alfombra blanca de terciopelo se iniciaba a sus pies hasta Pedro Alfonso, al final, delante del sacerdote y junto a Mauro, su padrino.


El resto de la sala, incluidos los presentes, se tornó borroso y silencioso, dejó de escuchar y de ver nada más que no fuera su héroe...


Estaba impresionante en sus vaqueros negros ceñidos a sus torneadas piernas, camisa de seda negra por dentro de los pantalones, entallada a su esbelta anatomía y remangada por encima de las muñecas, mostrando la pulsera de piel negra, cinturón de piel negro y las Converse blancas y negras que ella le había regalado aquel día en que se besaron por segunda vez. Y se había peinado con la raya lateral. El hombre más atractivo que había conocido en su vida...


Él la miró, penetrante. Ella se mordió el labio inferior. Esos ojos del color de las castañas atravesaron su piel y raptaron su alma.


I will always love you de Whitney Houston, su canción favorita, resonó a través de los altavoces invisibles del techo, inundando el interior de Paula de una paz sin medida.


Zaira y Rocio iniciaron la marcha, esparciendo los pétalos de la cesta.


Elias la guio por la alfombra hacia el altar.


—Hola, doctor Pedro.


—Hola, muñeca —le guiñó un ojo.


Su padre la entregó al novio.


—Cuídala, Pedro.


—Siempre —declaró él, solemne, sin dejar de contemplar a Paula con intenso amor.


La pelirroja se encargó del ramo de margaritas y los novios enlazaron las manos.


—Esto es muy bonito —apuntó ella, adrede.


—No tanto como tú.


Ambos sonrieron.


—El uno... —comenzó Pedro en un susurro.


—Para el otro —terminó ella.


Y se casaron.


Paula Chaves se convirtió en Paula Alfonso.





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