sábado, 22 de febrero de 2020
CAPITULO 198 (TERCERA HISTORIA)
La íntima boda estuvo cargada de bromas, risas, lágrimas y felicidad.
A última hora de la tarde, Daniel, Lucas y Mauricio se despidieron de ellos, abrazando a los recién casados con mucho cariño. Sus padres también se marcharon, también los abuelos Alfonso.
—Es el momento —le dijo Pedro a ella, en el hall.
Paula asintió, vehemente y nerviosa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Catalina, frunciendo el ceño.
—Necesitamos enseñaros algo —le contestó él con expresión en exceso seria.
La familia Alfonso los observó, preocupados y asustados.
—Pues vamos —señaló Samuel.
—Hay que coger el coche.
Y eso hicieron. Cada pareja se montó en su coche.
Los recién casado precedieron la marcha hacia el barrio de Beacon Hill y aparcaron frente a un edificio de cuatro plantas con jardín delantero y piscina en la parte trasera. Era muy grande. Cada piso contaba con trescientos metros cuadrados de espacio.
—¿Qué hacemos aquí? —quiso saber Manuel, extrañado.
—Ahora lo veréis —respondió Pedro, sacando el juego de llaves para abrir la verja exterior que cercaba la vivienda.
Caminaron por un sendero de pizarra negra que separaba el jardín en dos, un jardín que solo contenía piedrecitas blancas, pues aún no había nada plantado. Subieron tres anchos peldaños y accedieron al porche de entrada.
Pedro introdujo la llave en la cerradura y la giró hasta abrir la puerta principal.
La casa estaba completamente vacía. Y no había puertas en esa planta, aunque sí vanos.
—Esto es para nosotros —anunció él en un tono áspero.
—¿Os mudais? —exclamó Mauro, estupefacto.
—Nos mudamos —lo corrigió Pedro, haciendo un gesto que abarcaba a sus hermanos, a sus cuñadas, a su mujer y a él.
El tiempo se congeló.
Catalina, Zaira y Rocio ahogaron un grito, cubriéndose la boca y desorbitando los ojos.
—¿Nos has comprado una mansión? —inquirió Manuel, atónito.
—Pensé que... —balbuceó, revolviéndose los cabellos, destrozando el peinado—. Yo no... —respiró hondo para serenarse—. Mauro se cambia de hospital este año, y Rocio va a tener otro bebé. En un futuro, ya sea cercano o lejano, podéis querer otro tipo de necesidades, quizás una casa grande con jardín para vuestras familias. Y yo no... —agachó la cabeza—. No quiero separarme de vosotros... —se ruborizó, tímido—. Pau quería un jardín, así que... —se encogió de hombros—. Esto es... Es vuestro. De mi mujer, de mis cuatro hermanos y de mis dos hijos, casi tres —sonrió hacia la rubia, que lloraba conmovida en silencio.
—Dios mío... —emitió Zai, con una mano a la altura del corazón.
—Joder... —siseó Manuel, que no salía de su asombro—. ¡Nos ha comprado una mansión!
Mauro avanzó deprisa hacia Pedro y lo abrazó con fuerza.
Tal imagen arrancó más sollozos en las mujeres.
Catalina, Samuel y Manuel se les unieron. Zaira, Rose y Paula se abrazaron entre ellas, también, emocionadas.
—He rechazado el cargo de director del Boston Children’s —confesó Mauro, sonriendo a su hermano pequeño—. Lo rechacé el año pasado —le guiñó un ojo a Paula.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque yo tampoco puedo separarme de ti, Pedro—le confesó Mauro—, ni de Manuel.
—¡Los tres mosqueteros! —declararon las tres hermanas a la par.
Todos se rieron.
Y, como niños, la familia Alfonso procedió a recorrer cada centímetro de la casa.
—¡Me pido el último piso! —exclamó Manuel, subiendo las escaleras, al fondo.
—¡De eso nada! —se quejó Mauro, siguiéndolo—. ¡Pedro elige primero!
—¡Pedro siempre elige primero, joder!
—¡Soy el mayor y digo que Pedro elige primero, Manuel! ¡Te aguantas!
Paula agarró a su marido del brazo. Esperó a que los demás ascendieran a las plantas superiores para estar un momento a solas.
—Eres maravilloso, doctor Pedro—le acarició las mejillas—. ¿Te das cuenta de lo importante que eres para ellos? Igual que para mí —suspiró, extasiada por la belleza de su héroe—. No podemos vivir sin ti...
Él se sonrojó como un niño pequeño.
—Ya sabía lo de Mauro —le reveló ella—. Me lo dijo en la gala del maltrato animal, el año pasado, nada más rechazar el cargo. ¿Sabes qué más me dijo esa noche?
Su marido la envolvió entre sus protectores brazos.
—¿Qué más te dijo?
—Que tú y yo estábamos hecho el uno para el otro.
—El uno para el otro...
Se besaron en los labios unos maravillosos segundos, saboreándose despacio, condenándose a su infierno particular.
—Por cierto —añadió Paula, con una sonrisa traviesa—, ya tenemos la casa con jardín, y dijiste que querías niñas correteando en ella que fueran igualitas que yo, ¿lo recuerdas?
En los últimos siete meses habían hablado de tener niños y ninguno quería esperar mucho, para que sus futuros hijos no se llevaran demasiados años con sus primos, pero acordaron que esperarían hasta comprar la nueva casa y casarse.
—Y, si quieres, podemos empezar esta misma noche a buscar la cigüeña, ¿qué me dices, doctor Pedro? Creo que hoy se me ha olvidado tomarme la píldora —le guiñó el ojo.
Entonces, el doctor Pedro dibujó una lenta sonrisa en su rostro, irresistible...
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