viernes, 24 de enero de 2020

CAPITULO 104 (TERCERA HISTORIA)





Pedro enterró la nariz en su pelo. Desabrochó el sujetador, deslizó las tiras por sus brazos lentamente, mimando su piel con las yemas de los dedos, y dejó caer la prenda al suelo. Acercó la boca y lamió su nuca. Paula se curvó. Las
manos de Pedro se situaron en sus costados y subieron hacia sus senos, al tiempo que chupaba su hombro. Ella se retorció.


—Míos —gruñó él, amasando sus pechos con decadencia.


Descendió por su vientre plano con una mano.


—¡Pedro! —gritó.


—Baja la voz —rugió, fatigado por el esfuerzo que estaba haciendo.


Y continuó por dentro de las braguitas hacia su intimidad. En cuanto la tocó, Paula abrió las piernas en un acto reflejo.


—Joder... Pau... Joder... —aulló, como un condenado a muerte, pero moriría satisfecho—. ¿Tienes frío ahora?


Ella sollozó.


—¿Tienes frío ahora? —insistió él, rabioso.


—No... Calor... Mucho... calor... —tragó por enésima vez—. ¡Oh, cielos! ¡Pedro!


Pedro veneró su inocencia con los dedos apenas unos segundos más, porque se desquició. Le retiró las braguitas, a punto estuvo de romperlas. Se bajó la cremallera del pantalón y liberó su punzante erección. Se colocó entre sus piernas, flexionando las suyas para estar a la misma altura. Y comenzaron a mecerse a la par, acariciándose de forma tan íntima que el placer fue exquisito.


Ella se arqueó, tan desesperada como él, y jadeó. La postura resultaba un poco incómoda porque sus músculos se vieron asaltados por una creciente debilidad, cada segundo mayor, se derrumbaría en el suelo en cualquier momento por el goce tan extraordinario que sentía al apreciar a Paula tan entregada a aquella intimidad tan especial, pero no podía alejarse un solo milímetro, apoyó una mano en su vientre plano y con la otra se ayudó a sí mismo para guiar el oscuro baile hacia su infierno particular.


—Pau... No puedo... respirar... —se estaba ahogando, deliraba, empapado en sudor.


—Yo... tampoco... doctor... Pedro...


—Joder... —engulló su cuello y aceleró el ritmo.


Jamás había hecho algo así, pero era demasiado bueno como para parar.


Necesitaba enterrarse en ella de una buena vez, pero todavía no. Quería amarla en condiciones cuando su muñeca fuera suya por completo, sin prometido, sin boda, sin miedo a la decepción, sin ocultarse. Y rezó para que las palabras de Elias Chaves se cumplieran.


—Dime que vendrás —rugió Pedro.


—Sí... —tragó—. Iré... contigo... —arañó la pared con las uñas.


Notaba cómo Paula se acercaba al abismo. Esa piel blanca se irguió, igual que sus pechos, a los que adoró Pedro con los dedos. Los pellizcó con fuerza y ella chilló.


—No te imaginas... lo que me gusta... verte así... —dijo él entre gemidos, balanceándose e impregnándose de su muñeca—. Desnuda... frente a mí... ardiente... por mí... —resopló. Su vista se nubló—. Temblando... Joder... Solo por mí...


Pedro... —echó hacia atrás la cabeza y se alzó de puntillas por el placer —. No pares...


—Jamás.


El paraíso los recibió en un éxtasis tan devastador que les robó el poco aliento que les quedaba. Gritaron, olvidándose de todo lo que no fuera ellos dos. Y, en efecto, las rodillas de Pedro acabaron en el suelo con un golpe seco, arrastrando a su muñeca consigo. La envolvió por la cintura y la estrechó contra su torso. Paula se aferró a sus brazos, tiritando ambos.


No se movieron hasta que sus respiraciones se acompasaron, largo rato después. Ella se giró y lo besó, rodeándole el cuello con las manos.


—No te arrepentirás de venir a Los Hamptons, te lo prometo —sonrió Pedroembelesado, acariciándole la espalda con la ternura que solo ella le inspiraba.


—¿Y qué vamos a hacer allí? —le peinó con los dedos, despejándole la frente.


—Pues... —la besó en la nariz—. Hay piscina, una pista de tenis, un invernadero con muchas flores, caballos...


—¡Caballos! ¡Flores! —sonrió de un modo tan deslumbrante que lo cegó.


—Caballos, flores, tenis y piscina, nada más.


—¿Nada más? —se colocó a horcajadas sobre su regazo, ronroneando—. Hay algo más.


Pedro se le borró la alegría de la cara. Su cuerpo se incendió otra vez.


—¿Qué más hay?


—Está mi héroe... —lo besó en los labios.


Él gimió y la correspondió, apresándole el trasero. La manoseó por todo el cuerpo mientras saqueaba su boca.


Pero se interrumpieron, de pronto, cuando el picaporte se movió. Alguien intentó abrir, aunque el pestillo lo impidió.


Paula se levantó de un salto. El pánico la poseyó y la paralizó. Pedro se ajustó los pantalones y la ayudó a vestirse.


—Métete aquí, levanta los pies y no hagas un solo ruido —le ordenó él en un susurro, al empujarla hacia uno de los reservados. Los cerró todos y se inclinó en el suelo para asegurarse de que no se la viera.


Quitó el pestillo.


Era Anderson.


Se dedicaron una fría y controlada mirada.


—Si quieres ir al servicio —le dijo Pedro con tranquilidad—, utiliza los de la carpa, como el resto de invitados —se cruzó de brazos.


—Estaba buscando a mi prometida —ladeó la cabeza para observar el interior del baño.


—Antes de que yo entrara aquí, Paula estaba hablando con su padre, pregúntale a él —le indicó con la mano que se marchara.


Ramiro permaneció quieto unos segundos, analizando a Pedro con desagrado. Después, regresó al jardín.


—Ya sabes quién era —le informó Pedro a Paula, abriendo el reservado donde estaba escondida.


Ella lo observó, seria. Se levantó, se acercó, estiró los brazos y le anudó la pajarita.


—Estaba torcida.


Pedro gruñó y se apoderó de su boca con rabia, transmitiéndole los malditos celos y el inconfesable pavor que sentía de perderla, de que se casara con otro...


—Eres mía.


Pedro... —le acarició los sonrojados pómulos—. De nadie más — sonrió y lo besó con una dulzura que lo desarmó—. Solo tuya.


Él suspiró, cerró los ojos y asintió, abrazándola.


—Será mejor que salga yo primero por si está vigilando —anunció Pedroseparándose—. Rodea la escalera y ve a la cocina. Pide una pastilla para el dolor de cabeza.


—No me duele la cabeza —frunció el ceño, extrañada.


—Anderson te interrogará ahora. No se ha fiado de lo que le he dicho. Le dirás que te dolía la cabeza y que has estado con las doncellas en la cocina, descansando de la fiesta —sufrió un escalofrío cuando se alejó de su contacto, y no le gustó nada.


Paula asintió. Pedro la besó en la frente y se fue. Buscó a sus amigos.


Mauricio, Lucas y Dani estaban en la barra, tomándose un gin tonic. Él le pidió uno al camarero.


—Se viene a Los Hamptons conmigo —les anunció a sus amigos, ocultando una risita.


—¿Ya pediste tus vacaciones, jefe? —bromeó Dani.


—Hablaré con el director el lunes —dio un trago—. No lo había decidido hasta ahora.


Charló con sus amigos de forma animada, o lo intentó, porque a los cinco minutos se impacientó. Ni ella ni Anderson estaban en la carpa. Esperó un poco más, pero, finalmente, le entregó la copa a Mauricio.


—Guárdamela. Enseguida vuelvo.


Atravesó el espacio, mezclándose con los invitados por si la veía, pero no la encontró. Se dirigió al interior de la mansión. Escuchó voces cada vez más próximas, procedentes del hall. 


Sigiloso, avanzó. Alguien discutía en el baño.


La puerta estaba entornada.


Un mal augurio inundó su interior.






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