jueves, 6 de febrero de 2020

CAPITULO 145 (TERCERA HISTORIA)





Cuando regresaron a la mansión, Pedro y Paula, en lugar de dirigirse al pabellón, corrieron hacia el estanque. Y, en cuanto entraron en el refugio, él la aplastó contra su cuerpo y se apoderó de su boca como un muerto de hambre y de sed. 


Ella gimió, deshaciéndose entre sus brazos...


Joder, me encanta cuando se rinde...


Llevaba, desde hacía horas, desde que la había tirado a la fuente, queriendo desnudarla, besarla y mimarla por todas partes. Se había vuelto un vicioso, un pervertido, un chiflado que no atendía a la lógica, solo actuaba en función de sus instintos, unos instintos que, en ese momento, le gritaban a pleno pulmón que la devorase, que le arrancase la ropa...


La sujetó por el cuello y succionó sus labios, resoplando por lo mucho que le gustaban. Adoraba su boca, adoraba besarla... No podía despegarse un solo milímetro en cuanto probaba sus labios. Era tal la agonía que padecía que le introdujo la lengua de forma brusca, empujándola con las caderas hacia el árbol. Le subió el ajustado, y más que tentador, vestido hasta la cintura, sin dejar de engullir sus labios. 


Sí, más que tentador, porque parecía su segunda piel, sellando cada centímetro de su exquisita y pequeña anatomía. Un pecado.


Eso era el condenado vestido, un pecado por el que estaba más que dispuesto a dejarse tentar y a disfrutar, muchísimo... La necesitaba con una urgencia que lo cegaba de locura y de desmedida pasión. Y tenía toda la intención de ir al infierno, la primera vez, porque también tenía toda la intención de hacerle el amor hasta que no pudieran más...


Le rompió las braguitas, totalmente enloquecido. 


A ella se le doblaron las piernas y se sostuvo a su camisa. Pedro la alzó por las nalgas, tan suaves, tan respingonas, tan excitantes... La empotró contra el tronco y se desabrochó el vaquero a una rapidez asombrosa. Se bajó la ropa con torpeza por las prisas y las inmensas ganas que lo poseían, y la penetró de una fuerte embestida que les provocó un largo gemido de alivio y satisfacción. A los dos. Un sollozo que se
tragaron porque continuaron besándose con su especial desesperación...


Paula le clavó los tacones en el trasero, se arqueó, exigiéndole que se moviera. Y lo hizo... ¡Vaya si lo hizo! Y la poseyó con ímpetu, enardecido, poderoso... Se sintió como un auténtico héroe que recibía el mayor de los trofeos tras una dura batalla: amar a esa mujer, la más candente, entregada, tierna y preciosa de todas.


—Mi mujer... —articuló Pedro antes de perecer en el infierno, y arrastrarla consigo hacia la más absoluta salvación de sus almas, una incongruencia, pero así fue.


Cayeron al césped, fatigados y tiritando por el inaudito éxtasis vivido.


Podía escuchar el galopante latido de Paula, pegado al suyo.


—Te amo... —le susurró ella, contemplándolo con esos mágicos luceros que centelleaban como dos lunas inmensas y resplandecientes de color verde.


Pedro se quitó la camisa y la extendió en la hierba. Tumbó a Paula sobre ella, la desnudó por completo y se desnudó él mismo, sin apartar los ojos de los suyos. Se colocó entre sus piernas, de rodillas, y admiró su cuerpo, deseando empaparse de su belleza, de sus senos rosados, redondeados y erguidos... de su precipitada respiración, que movía sus pechos arriba y abajo con increíble provocación... de su pronunciada cintura, que causaba devastaciones en Pedro Alfonso... de su vientre plano... de su apetitosa intimidad... de sus esbeltas y brillantes piernas... de sus pequeños pies...


Se agachó y la besó con languidez. Humedeció su boca despacio, la impregnó de él, conquistándola poco a poco y deleitándose a sí mismo. Paula le acarició los hombros, el cuello... y siguió hacia su pelo, en el que enterró los dedos, gimiendo con una dulzura que lo desarmó. Pedro se introdujo en su interior muy lentamente, apreciando cada contracción de ella, sintiendo cómo lo abrigaba con una devoción infinita.


Y solo sintieron, desmayándose poco a poco en los brazos del otro...


—Me encanta hacerte el amor... —le susurró Pedro, amándola sin descanso —. Es... perfecto... Nosotros... es perfecto... —la besó en el cuello al mismo ritmo que las intensas y pesadas embestidas.


Ella repetía su nombre sin cesar, arrastrando las sílabas, despojada de voluntad, entregada, sensible...


Pedro observó su rostro ruborizado y relajado, sus labios entreabiertos, exhalando suspiros sonoros y discontinuos. Su corazón frenó en seco.


—No hay mujer más bella que tú, Paula.


—Ni hombre más guapo que tú,Pedro Alfonso —posó una mano en su pecho —. Tienes el corazón más bonito del mundo...


Aquello detuvo sus movimientos.


—No tanto como tú...


—No, Pedro —lo tomó por las mejillas—. No existe nada que se acerque a la belleza de tu corazón, nada ni nadie, porque nada ni nadie es comparable a ti —dos lágrimas descendieron por su cara—. Te amo con toda mi alma y... —tragó, sobrecogida—. Y espero que eso sea suficiente para ti...


Él experimentó un latigazo en las entrañas al verla llorar en silencio, y eso no lo podía permitir.


—Escúchame bien —le pidió Pedro, acariciándole el rostro—. Te necesito a ti, Pau. Te amo a ti. Te deseo a ti. Te quiero a ti —sonrió—. Y si, encima, sientes lo mismo que yo, eso es el regalo más grande que me han dado en la vida —la besó en los labios—. Es mucho más que suficiente. Es mi infinito. Tú eres mi infinito, Pau.


—Y tú el mío, doctor Pedro.


—El uno para el otro... —dijo en un suspiro irregular.


—El uno para el otro...


Se inclinaron a la vez y se besaron.


Y se perdieron en el placer.


Pero retrasó el éxtasis con un esfuerzo sobrehumano. Ralentizó el ritmo hasta parar.


—No quiero que se acabe... —le confesó él en un hilo de voz—. No quiero dejar de amarte en toda la noche... Necesito más... —rodó por el césped, quedándose ella encima, a horcajadas—. Siénteme...


—Doctor Pedro... —gimió, levantándose y apoyando las manos en su pecho —. ¿Así? —se meció sobre sus caderas hacia delante y hacia atrás—. ¿O así? —trazó círculos con la pelvis, sonriendo con malicia.


—Joder... Así... Sigue... No pares...


—Jamás —sonrió y se dejó llevar, dejó de reprimirse. Cerró los ojos y lo sintió, muy dentro, tocando su alma—. Jamás...


Pedro se quedó hipnotizado. Si unos segundos antes le había parecido la mujer más bella del mundo, ahora... ahora no pudo describirla. Se estremeció.


Y no tardaron en culminar lo que no querían acabar.


Cuando regresaron a la realidad, Paula, abrazada a él, le acarició el rostro y sonrió. Pedro estaba demasiado aturdido, nunca había experimentado nada parecido. Su interior estaba tan agitado que se cuestionaba si era posible sentir tanto hacia alguien. Tenía miedo... pánico de perderla. Rezó para que su muñeca no se extraviara. La amaba demasiado. Si la perdía, Pedro se moriría...


Paula se durmió en sus brazos, con la cabeza en su corazón. Él no quiso moverse, ni moverla a ella. También eso le daba terror. Era una pena que el tiempo volase, en lugar de detenerse cuando uno así lo necesitara. Si por él fuera, jamás saldrían del refugio, aislados de todo y de todos.


Bajó los párpados y se reunió con su muñeca en el mundo de los sueños, de donde no quería salir, al menos, hasta volver a Boston.



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