jueves, 6 de febrero de 2020
CAPITULO 146 (TERCERA HISTORIA)
Paula se despertó al percibir un roce excesivamente suave en su cuello.
Abrió los ojos. Parpadeó, acostumbrándose a la poca claridad que se entreveía a través de los árboles frondosos que escondían el estanque.
Algunos rayos de sol iluminaron el agua, donde peces de intensos colores chapoteaban en la superficie.
Otra sutil caricia en su cuello, más prolongada...
Tumbada de lado en el césped, y desnuda, se giró y descubrió al irresistible doctor Pedro Alfonso; tenía el codo flexionado en la hierba y la cabeza descansaba en su mano. Los rastros de sueño incrementaban su atractivo.
Estaba descalzo, pero vestido, con la arrugada camisa por fuera de los pantalones y abierta hasta la mitad del pecho, mostrando unos bronceados pectorales. Su mirada era penetrante y su expresión, indescifrable.
Levantó la otra mano y le ofreció una preciosa margarita de tallo largo.
No había flores en el refugio, y tampoco en la piscina o alrededor de la casita, por lo que la había buscado especialmente para Paula. Esta sonrió y la aceptó. Se tendió boca abajo y aspiró su fresco aroma.
—Qué bonita —dijo, adrede.
—No tanto como tú...
Ella sonrió, acalorándose por instantes porque los ojos de su ardiente héroe la estaban devorando... Él se inclinó, le echó el pelo hacia un lado y la besó en la nuca con la punta de la lengua. Paula se sacudió de inmediato. Pedro se pegó más a su cuerpo y regó su espalda de besos húmedos y llameantes mientras mimaba su costado con las yemas de los dedos.
—Pedro... —gimió ella, trémula.
Él se incorporó y se situó entre sus piernas, de rodillas. Paula se abrió despacio en un acto reflejo. A continuación, Pedro comenzó a acariciarle la piel desde las plantas de los pies hasta la cabeza. Segundos escasos después, se agachó y lamió cada centímetro que iba tocando. Sensual, tórrido...
Ella soltó la margarita y hundió los dedos en el césped. Aquellas sensaciones la enloquecieron.
Ese hombre estaba saboreándola... Era su muñeca y Paula estaba más que encantada de que jugase con ella cuanto quisiese.
Escuchó la cremallera del pantalón. Un brazo rodeó su cintura y alzó sus caderas, obligándola a apoyarse en las rodillas. Paula jadeó por la indecente postura. Giró el rostro hacia la izquierda y le vio bajarse los vaqueros y los bóxer... le vio guiar su erección hacia su intimidad... le vio contemplarle el trasero con los ojos oscurecidos de un deseo despiadado, una mirada que la enardeció...
Y le vio penetrarla muy despacio, abstraído, poseído por la lujuria... No podía apartar los ojos de él, ni cerrarlos. Observar cómo la amaba de esa forma, desde atrás, primitivo, sujetándole la cintura, saliendo y volviendo a entrar en su cuerpo sin prisas, tomándose su tiempo... le robó el aliento, las pulsaciones, los latidos... Le arrebató el alma como si fuese el mismísimo diablo... Y su semblante, cruzado por la tortura, porque fruncía el ceño y exhalaba oxígeno con aprieto, terminó por robarle un sollozo.
Pedro, entonces, la miró. Una descarga eléctrica recorrió el cuerpo de Paula. Los ojos de él se tornaron violentos y aceleró las embestidas, golpeándola con las caderas.
Paula gritó.
Pedro gritó.
Él se inclinó y la levantó, adhiriendo su espalda a su camisa empapada en sudor. Le apresó los senos entre las manos y siguió penetrándola con rudeza.
Era un desvergonzado, un atrevido... Era el mejor hombre del universo... Tan cariñoso fuera de las sábanas y tan intenso dentro de ellas... Y la amaba tanto como ella a él. ¿Qué más le podía pedir a la vida? Nada...
Paula se arqueó, enroscándole los brazos en la nuca, giró la cara y mordió su cuello. Pedro rugió como un animal.
Y perecieron en su infierno particular.
Él le dio la vuelta entre sus brazos y la besó con ternura, acariciándole la espalda mientras se recuperaban.
Ella se vistió, aunque, claro, sin ropa interior porque el escote en la espalda del vestido le impedía colocarse un sujetador y sus braguitas, rotas, habían desaparecido misteriosamente.
—¿Dónde están? —le preguntó Paula.
Pedro le guiñó un ojo y señaló el bolsillo trasero de su pantalón.
—No las pienso tirar.
—Ya van dos, doctor Pedro —se acercó y rodeó su cuello con las manos—. A este paso, voy a tener que comprarme más.
—Pues cómprate más, porque te romperé más. De algodón y lisas, por favor —le besó la punta de la nariz—. Mejor, te las regalaré yo —sonrió con travesura—. O podríamos ir juntos a comprarlas. Yo haría de asesor en el probador para comprobar lo bien que te quedan.
Paula soltó una carcajada. Se besaron de nuevo y salieron a la piscina.
Tardaron en alcanzar el garaje porque se pararon cada dos segundos para besarse, sin importarles los empleados con los que se cruzaban. Cogieron los regalos de Gaston y su peluche, la gigante leona blanca, y entraron en la casa.
—Pero ¿de dónde venís a estas horas con la ropa de anoche? —los reprendió Catalina en el hall.
La pareja se dirigió una mirada cómplice.
—Anda —se rio la señora Alfonso—. Id a cambiaros que nos espera un gran día de cumpleaños. Desayunamos en una hora en la casita de la piscina.
Pedro y Paula subieron al pabellón.
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