domingo, 9 de febrero de 2020

CAPITULO 154 (TERCERA HISTORIA)






Era la hora de comer cuando entraban en el impresionante ático de los tres mosqueteros. Habían amanecido al alba para salir pronto.


Se llevaba en el corazón preciosos recuerdos de Los Hamptons, de los más bonitos que había vivido hasta ahora... Y a un amigo, a Claudio. Cuando se despidió de él, se intercambiaron los teléfonos para mantener el contacto.


—Pero ¿qué hacéis aquí? —les dijo Mauro, sorprendido. Sostenía a Caro de las manitas para que la niña aprendiese a caminar, con Mauro Alfonso protegiéndola a su lado.


Paula se acercó, se agachó y cogió a Caro, que gorjeó dichosa por sus atenciones.


—Hemos decidido volver —respondió Pedro—. Tenemos mucho que hacer —le guiñó un ojo a su novia.


—¿La mudanza? —adivinó Mauro con una sonrisa.


—Sí —contestó ella, ruborizada.


—Bienvenida a casa, Paula.


—Gracias, Mauro.


Una frase sencilla... Se emocionó.


—¿Y Zaira? —quiso saber ella.


—Está con su abuela y con su padre.


—¿Cómo está Sara? —se interesó Pedro.


—Parece que mejor. En cuanto Caro coma, nos vamos a verla.


—¿Quieres que te ayude? —se ofreció Paula.


—La comida de la niña ya está hecha, pero todavía no he preparado nada para mí. Y no sabía que veníais. La nevera está vacía. Zaira y yo íbamos a hacer la compra esta tarde.


—La haremos nosotros —zanjó Pedro—. Pedimos algo a domicilio para los tres y luego compramos Pau y yo.


Mauro asintió, sonriendo, orgulloso de su hermano pequeño.


La pareja dejó las maletas en la habitación.


Su nueva habitación...


Todavía no se lo creía. ¡Viviría con su héroe! Se puso a brincar como una niña pequeña, se colgó de su cuello y roció su atractivo rostro de besos y más besos efusivos y sonoros. Él se rio por las cosquillas, con los pómulos teñidos de rubor.


—¡Mi niño preferido!


Sacó el móvil del bolso y telefoneó a su padre para avisarle de que ya estaba en Boston.


—Sí —contestó Elias, demasiado serio.


—Pa... Papá.


—Dime, Paula.


Ella se sentó en la cama. Al escucharlo tan distante, se le aceleraron las pulsaciones y comenzó a costarle respirar.


—Te... Te lla... Te llamaba para...


Pedro acudió a su lado de inmediato y le arrebató el teléfono.


—Elias, soy Pedro—le dijo, mientras masajeaba la nuca de Paula y la obligaba a recostarse en el colchón—. Ya estamos en Boston, acabamos de llegar... Sí... De acuerdo... Está bien... Vale... Adiós, Chad —colgó—. Mírame, Pau. Respira conmigo. —Ella tomó grandes bocanadas de aire con los ojos fijos en los suyos hasta que recuperó la normalidad. Él sonrió—. Así, muñeca, así... Ha durado poco esta vez —la abrazó—. ¿Estás mejor?


Ella asintió.


—Tu padre quiere vernos mañana. Quiere cenar con nosotros en su casa. 


Con su madre...


Paula no comentó nada. Se levantó y entró en el baño. Se refrescó la nuca en la lavabo, situado a la derecha. No pudo admirar la belleza del lugar porque su asolado interior se lo impidió.


Después, se tumbó en la cama mientras los dos hermanos Alfonso pedían comida a un restaurante oriental. Media hora más tarde, los tres almorzaban tallarines, arroz y rollitos de primavera en la mesa baja del salón, sentados sobre cojines en el suelo.


Paula recogió y limpió. Prefería mantenerse ocupada. Era lo mejor para no pensar.


—¿Nos vamos? —le preguntó Pedro.


—Sí.


Salieron a la calle cogidos de la mano. 


Caminaron tranquilos por la acera hacia el supermercado, a la vuelta de la esquina. 


Cargaron dos carros. La cajera conocía al pequeño de los Alfonso y les indicó que, a última hora de la tarde, un repartidor les entregaría la compra en casa. Llamaron a Mauro para avisarle. Luego, también en silencio, pasearon hasta el loft.


—¡Paula, Pedro! —exclamó Adela al verlos en el recibidor del edificio. Los abrazó con cariño—. Os he echado de menos, cariño. ¿Qué tal las vacaciones?


La pareja se extrañó.


—¿Cómo sabe que he estado de vacaciones, señora Robins?


—Me lo dijo el abogado.


—¿Ramiro ha estado aquí? —se alarmó.


—Claro —parpadeó, confundida—. Cambió la cerradura. Se le atascó la llave y tuvo que llamar a un servicio de urgencias.


—¿Nos dejas una copia de la llave nueva, por favor? —le pidió Pedro, conteniéndose.


—Sí —respondió Adela al instante. Sacó un llavero del bolsillo delantero del vestido y quitó la llave correspondiente a la nueva cerradura—. Aquí tienes. Tengo otra. Podéis quedárosla.


—Gracias, señora Robins —le dijo ella.




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