viernes, 21 de febrero de 2020
CAPITULO 194 (TERCERA HISTORIA)
Pedro ojeaba el iPhone cada segundo de forma discreta. Esperaba ansioso la llamada de Elias, pero el señor Chaves no lo telefoneaba y Pedro se estaba desquiciando. Habían acordado que, en cuanto el detective esposara a Anderson, lo avisaría. Y la espera se estaba convirtiendo en una aterradora eternidad.
¿Y si King no había llegado a tiempo? ¿Y si Paula se convertía en la esposa de Ramiro antes de la detención?
Estaba en el segundo banco de la derecha, entre los invitados de su amigo Marcos, que se estaba casando en ese momento.
—Si alguno de los presentes tiene algo que objetar para que no se celebre este matrimonio —dijo el sacerdote—, que hable ahora o calle para siempre.
Silencio sepulcral.
—Bueno —continuó el cura—, por el... —pero se detuvo porque las puertas de la iglesia chirriaron, abriéndose.
Los invitados comenzaron a murmurar.
Pedro encendió la pantalla del iPhone por enésima vez, revolviéndose los cabellos con la mano libre.
—¡Dios mío! —gritó la novia—. ¿Qué significa esto, Marcos?
Aquello despertó a Pedro, que hasta ese instante había permanecido ajeno y ausente a lo que acontecía. Guardó el móvil. Miró al novio, quien, a su vez, le sonreía a él.
—No viene por mí, cariño —le aseguró Marcos a la novia.
—doctor Pedro.
Su apodo...
Y procedía de una voz delicada y suave como el pétalo de una flor...
El corazón de Pedro frenó en seco. Lentamente, giró el rostro hacia el pasillo... y la vio.
Paula, a tan solo un par de metros de él, sonreía, llorando. Su preciosa cara de muñeca estaba inundada en lágrimas. Sus inverosímiles luceros verdes, esos con los que soñaba incluso despierto, brillaban resplandecientes.
Estaba vestida de blanco. Tenía el pequeño ramo de margaritas en una mano, el mismo ramo que Pedro había llevado al cementerio, es decir, ella, al fin, se había atrevido a visitar a su hermana. Su valiente niña había superado uno de sus miedos, sola, sin ayuda...
Cuando su escrutinio alcanzó sus pequeños pies... se mareó, conmovido por lo que calzaba.
¡Las Converse!
Espera...
—Dime, por favor —gruñó Pedro, cruzándose de brazos—, que no llevabas las zapatillas con Anderson.
Ella negó con la cabeza, ampliando su sonrisa.
—Me gustan mucho, ¿sabes por qué? —susurró Paula en un tono enrojecido por la emoción—. Porque son muy bonitas.
Él exhaló el último suspiro y renació. Salió del banco, acortando la distancia y parándose a escasos milímetros. Ella alzó la barbilla para poder contemplarlo a los ojos.
—No tanto como tú... —le acarició las mejillas—. Pau... —besó cada una de sus lágrimas—. Mi muñeca...
Paula sollozó, aferrándose a sus hombros.
—Mi héroe...
—¿Eres mía?
—Siempre lo he sido —se le quebró la voz y sus labios rehilaron—. Siempre...
—Joder... —gruñó otra vez—. Por fin... —la sujetó por la nuca y la besó en la boca, temblando los dos.
Sin embargo, alguien carraspeó, interrumpiéndolos de inmediato.
—¿Podemos seguir? —preguntó el sacerdote, ocultando una carcajada.
—¡Perdón! —emitieron ambos al unísono, ruborizados por el espectáculo.
Se miraron y se rieron, al igual que el resto de los presentes.
—Marcos —Pedro llamó a su amigo—. ¿Te importa si... nos ausentamos un rato?
—¡Os quiero ver en el banquete! —exclamó Marcos—. ¡Te dije que estabas invitada, Paula!
Pedro enlazó una mano con la de su muñeca y corrieron hacia la calle. Al salir del templo, la rodeó por la cintura y la levantó del suelo. La giró en el aire, arrancándoles a los dos carcajadas entrecortadas, mezcladas con más lágrimas... de pura felicidad.
—¡Amo a Pedro Alfonso! —gritó ella, alzando los brazos hacia el cielo.
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