viernes, 21 de febrero de 2020
CAPITULO 195 (TERCERA HISTORIA)
Él sintió que su interior explotaba. La bajó, aunque no dejó que tocara el suelo. Paula enroscó los brazos en su cuello, sonriendo, deslumbrante. Y Pedro la besó en los labios, fiero y salvaje, demostrando el pánico, el dolor y la agonía que había padecido en los últimos diecienueve días, estrujándola con excesiva fuerza.
—¡Ay! —se quejó ella, entre risas—. ¡Me vas a romper los huesos!
—Te aguantas —la depositó en la acera, aunque no la soltó. Jamás la soltaría—. Eso es por no haber confiado en mí.
El semblante de Paula se cruzó por la tristeza.
—Lo siento... —pronunció ella en un tono apenas audible, desviando sus impresionantes luceros—. No podía... Te amenazó... Amenazó a mi padre...
—Lo sé —la envolvió con ternura. La besó en el pelo—. Tranquila. Ya estás conmigo. No permitiré que vuelvan a separarte de mí. Te cuidaré siempre, Paula, siempre...
—Lo siento tanto, Pedro... —lo apretó—. Lo siento tanto... —lo miró,rozándole la cicatriz que le partía la ceja en dos—. ¿Qué te pasó?
—Que te echaba de menos... —se sonrojó, avergonzado por el accidente de coche—. Solté el volante sin darme cuenta. Fui un estúpido.
—doctor Pedro... —de puntillas, lo besó en la ceja—. Nunca más me iré de tu lado.
— Me debes muchos besos —frunció el ceño—. Y ya puedes ir empezando.
Su muñeca sonrió, dulce, y lo besó en la nariz, en los pómulos, en los párpados, en las comisuras de la boca, en el mentón...
—El uno...
—Para el otro.
Él apoyó la frente en la de ella, le acarició la nariz con la suya y depositó un prolongado beso en sus labios, a los que tanto había extrañado.
—Ejem, ejem —articuló alguien a su izquierda.
Ambos miraron en esa dirección. Elias y Karen los contemplaban con evidente alegría.
La señora Chaves se acercó y abrazó a Pedro.
—Perdóname, Pedro. Te lo agradeceré de por vida —lo besó en la mejilla —. Mi hija no puede estar con otra persona que no seas tú. Gracias... —se emocionó—, de corazón.
—Yo no he hecho nada —declaró Pedro, tímido.
—Sí lo has hecho —lo corrigió Elias, serio—. Nos has devuelto a Paula. Hacía cuatro años que habíamos perdido a nuestra hija —le palmeó la espalda —. Hoy está con nosotros y es gracias a ti.
Paula se colgó de su brazo, conmovida por la reacción de sus padres.
—A lo mejor quieres cambiarte de ropa, tesoro —sugirió la señora Chaves, sonriendo.
Los cuatro se rieron.
—Antes quiero... —señaló Paula, observando a Pedro—. Quiero que me acompañes a un sitio.
Pedro asintió con solemnidad, comprendiendo a qué se refería.
Se montaron en el Audi de Elias y partieron rumbo al cementerio.
Pasearon cogidos de la mano los dos solos, hacia la lápida de Lucia Chaves.
Elias y Karen los esperaron en el coche para darles la intimidad que necesitaban.
—Lucia —dijo ella, rodeando la cintura de él—, ya conoces al doctor Pedro, pero te presento oficialmente a doctor Pedro, mi mejor amigo, mi novio, el amor de mi vida, mi héroe...
Pedro envolvió a su novia entre sus brazos. La besó en la cabeza.
—doctor Pedro —añadió, mirándolo—, te presento a Lucia, mi hermana, mi mejor amiga... —inhaló aire—. Mis dos mitades se conocen al fin.
Una suave brisa revolvió los cabellos de Pedro, experimentando una inmensa paz interior.
Sonrió.
Permanecieron unos minutos en silencio.
Antes de marcharse, Paula se agachó y dejó el ramo de margaritas sobre la piedra blanca.
Y regresaron con los señores Chaves.
—Creo que tenemos una boda a la que asistir, ¿no? —comentó ella, sonriendo con travesura—. Pero necesito cambiarme —arrugó la frente—. El problema es que todas mis cosas están en...
Él le tapó los labios con el dedo índice.
—Hay tres vestidos rosas y tres pares de bailarinas en nuestro armario — le informó Pedro, recalcando adrede el posesivo—. Estaban en el loft.
—No pude llevármelos... —confesó, angustiada—. No pude...
—Mírame, Pau.
Paula respiró hondo profundamente y obedeció.
—Estaré más que encantado de regalarte un montón de ropa —le guiñó un ojo y agregó, grave—: No quiero que pises la casa de Anderson, como tampoco quiero que recojas nada de allí. Mañana mismo nos vamos de compras. Además —ladeó la cabeza, sonriendo—, todavía no amueblamos la habitación de nuestro refugio. Entre unas cosas y otras, no lo hicimos.
—Mañana lo haremos, doctor Pedro.
—Mañana, Pau. Juntos.
—Siempre juntos.
Se montaron de nuevo en el coche. Elias condujo hacia el ático.
Se despidieron de los señores Chaves con la promesa de almorzar juntos al día siguiente.
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