viernes, 13 de septiembre de 2019
CAPITULO 15 (PRIMERA HISTORIA)
Detrás de la gran escalera y al lado de la puerta que conducía a un corto pasillo, que, a su vez, daba a la cocina, se hallaba el servicio para invitados, otra de las majestuosas estancias de la mansión. Parecía el de una reina, tanto en aspecto como en tamaño. Era de mármol beis, con tres gigantescos lavabos enfrente, debajo de un enorme espejo envejecido; había seis escusados, tres a la izquierda y tres a la derecha; y en el centro, un diván acolchado del color del oro sobre una alfombra rectangular del mismo tono.
Caminó hacia el lavabo central y se mojó la nuca y la frente. Cogió un jabón líquido de lavanda para limpiarse las manos, con tan mala suerte que, al pulsar el dosificador, se le trabó. Lo golpeó con suavidad y, de repente, el líquido explotó hacia su pecho.
¡¿Qué me pasa, por Dios?!
Su camiseta amarilla lucía ahora una mancha morada...
—¡Puñetas!
Se secó con una toalla pequeña. Suspiró sonoramente y rezó una plegaria para que nadie se diera cuenta, aunque la sombra oscura sobre el fondo amarillo era bastante obvia.
Nada más entrar en el comedor, los tres mosqueteros la miraron, cabizbajos; a juzgar por la recta expresión de los anfitriones, Paula dedujo que los habían reprendido, cosa que la agitó; la culpa era de su torpeza, no de las mofas de ellos, cualquiera se reiría por algo así.
Justo cuando Pau se acomodaba en su silla, vigilando que estuviera en el lugar correcto, Pedro se fijó en la mancha y estalló en carcajadas. Manuel y Bruno lo imitaron.
—Lo siento, es que... —comenzó ella—. Cogí el jabón y... —no terminó, sino que hundió los hombros. Jamás había pasado tanta vergüenza—. Perdón.
—¡No se te ocurra disculparte! —profirió Catalina, enfurecida—. ¡Ya vale! —les ordenó a sus hijos.
—Chicos, por favor —la secundó Samuel, mientras intentaba, por todos los medios, no contagiarse de la risa.
—Lo mejor será que me vaya —anunció Pau. Se levantó y les dirigió una dura mirada a sus supuestos amigos—. Muchas gracias por todo y de verdad que lo siento.
—Espera —Pedro la agarró del brazo, frenándola en seco—. Siéntate. Perdónanos tú a nosotros. Por favor —declaró, serio. Todos asintieron.
Paula respiró hondo y obedeció. No obstante, decidió no seguir comiendo ensalada, por lo que pudiera pasar. Se animó al ver el segundo plato, que consistía en un pescado al horno con salsa y verduras de acompañamiento.
Olía de maravilla.
—Paula, cariño —le dijo la señora Alfonso—, ¿cómo se llama la escuela donde impartes clases? Es que ahora mismo no recuerdo el nombre — observaba a Pedro con regocijo.
—Hafam —respondió, aliviada por el cambio de conversación—. ¿La conocen?
—¡Eso! —señaló la mujer—. Pedro, hijo —sonrió—, Hafam es el nombre de la escuela por la que me has interrogado antes —dio un sorbo al vino con suma elegancia.
El aludido se atragantó con la comida.
—¿Se encuentra bien, doctor Alfonso? —se preocupó Pau, que procedió a masajearle la espalda para ayudarlo a que dejara de toser.
—Sí, gracias —no la miró.
El tiempo se congeló, como su mano, que descansaba sobre esos músculos tan bien definidos.
—Un momento... —murmuró ella—. ¿Conocen la escuela?
—Yo, sí —afirmó Catalina, antes de degustar un trocito del pescado—. Me dedico a organizar eventos benéficos. Formo parte de una asociación sin ánimo de lucro que ayuda a niños y a adultos sin techo a tener una casa, un colegio e, incluso, una familia. Y mi querido Pedro —sonrió, deslumbrante — me ha preguntado antes por qué va a cerrar tu escuela.
Pedro se levantó de golpe.
—Enseguida vuelvo —señaló, y salió de la estancia maldiciendo por lo bajo.
Aquello pasmó tanto a Paula, que, sin pensarlo, se disculpó y fue tras él.
—¿Cómo sabe dónde trabajo? —inquirió ella, deteniéndose a la altura de la escalera. Se cruzó de brazos y arrugó la frente. Estaban solos—. Nunca he hablado de nada concerniente a mi vida en el hospital.
El doctor Alfonso frunció el ceño y le rebatió:
—Y no sé nada de tu vida ni me interesa —estaba casi tan enojado como Pau.
— Ya —entornó los ojos—. Era usted, ¿verdad? Gus me contó esta mañana que había estado un hombre en la escuela, que se llamaba Pepe y que había hablado con él. ¡Era usted! —alzó las manos al techo—. ¿Qué diantres hacía en la escuela? ¿Me ha seguido?
—¿Qué? ¡No!
Pero Paula no le creyó ni un ápice, porque un rubor, cada vez más intenso, se extendió por sus pómulos.
—¿Por qué? —insistió ella—. ¿Qué le he hecho para que me trate mal y, encima, me espíe?
—Te recuerdo —acortó la distancia que los separaba— que tú me espiaste ayer a mí. Estamos en paz.
Pau elevó el mentón. La hierbabuena la cegó un interminable segundo.
Retrocedió un par de pasos, angustiada por el efecto que ese hombre ejercía sobre ella. Él avanzó, sin concederle tregua.
La mirada de Pedro se volvió gris por completo.
—¿Por qué va a cerrar tu escuela? —quiso saber, en un áspero susurro que se clavó en su vientre.
—Porque... —Paula se humedeció los labios y chocó con la pared. El doctor Alfonso apoyó las manos a ambos lados de su cabeza y se inclinó—. Porque...
¡No puedo pensar si está tan cerca! ¡¿Y por qué está tan cerca?! Ay, Dios...
De pronto, Pau se agachó y salió de ahí.
—No es asunto suyo —protestó ella, y regresó al salón apresuradamente.
Pedro la imitó.
El resto de la cena transcurrió de manera tranquila.
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