viernes, 13 de septiembre de 2019

CAPITULO 17 (PRIMERA HISTORIA)





A los pocos minutos, una moto le cortó el paso. 


Observó al conductor, entre extrañada y asustada, hasta que reconoció su vestimenta y las gafas a través de la visera del casco. Frunció el ceño, agachó la cabeza para que no la viera llorar y lo rodeó, pero él la cogió del codo y la obligó a parar. Pedro se quitó el casco con la mano libre.


—Perdóname, ha estado fuera de lugar mi comportamiento —pronunció, enfadado.


Buenas noches, doctor Alfonso, siempre es un placer —ironizó, y se dio la vuelta.


—Te llevo.


—¡Ni hablar! —prosiguió el camino.


—Es medianoche —aparcó la moto y corrió. Se puso delante, bloqueándole el paso—. Por favor —articuló entre dientes—. Te llevo — repitió.


—Esto es increíble... —farfulló Paula, molesta y muy, pero que muy, crispada. Intentó continuar, pero Pedro Alfonso se lo impedía con su cuerpo, que parecía ocupar toda la acera—. ¿Te importa?


—Te llevo —no admitía negativa.


Ella entornó los ojos:
—No —se giró para retroceder y meterse por una calle perpendicular, pero él volvió a cortarle el paso—. ¡Vale! —accedió, frustrada.


Él sonrió y la tomó de la mano. La arrastró hacia la BMW y le tendió su casco.


—¿Y tú? —se preocupó Paula.


—Iré por un atajo y despacio, no pasa nada, son solo unos minutos —se montó y arrancó—. Pon un pie aquí —le indicó una barra pequeña que sacó para que se apoyara—. Impúlsate, sujetándote a mis hombros. No toques el tubo de escape porque te quemarás.


Obedeció.


—Nunca he montado en moto —reconoció ella, ruborizada, pero agradecida porque el casco y la tenue luz de los farolillos de la calle ocultaban su vergüenza.


—Abrázame la cintura y muévete conmigo, ¿de acuerdo? Pero con suavidad, déjate llevar —reculó y se incorporó a la calzada.


Paula le abrazó la estrecha cintura. Notó, a pesar de la ropa, que el abdomen del doctor Alfonso era...


¡Oh, Dios! Menudo viajecito me espera...


Cerró los ojos y se recostó sobre su espalda. 


Entonces, los nervios se apagaron de inmediato. 


El viaje resultó relajante, incluso sonrió. Pedro
cumplió su palabra de ir despacio y condujo tan bien que confió en él a ciegas.


Se bajó de la moto cuando llegaron a su portal, sosteniéndose la falda con recato. Se quitó el casco y se lo entregó.


—Gracias —musitó ella. Le temblaban las manos por la sensación de haberlo tocado durante veinte minutos, por haber apreciado sus músculos, unos músculos que prometían el cielo, o el infierno...


—El director del hospital quiere vernos el lunes a los dos a última hora de la tarde —le informó, tras apagar la moto. La acompañó al portal—. Me llamó esta mañana.


—¿Para qué? —frunció el ceño, sacando las llaves del bolso.


—No lo sé —arrugó la frente—. Si no lo sabes tú...


Pau clavó sus escépticos ojos en los de Pedro.


—¿Y qué tengo que saber yo, doctor Alfonso?


—¿Le contaste lo que pasó con Ava? —se inclinó, amenazante.


—¡Claro que no! —retrocedió, alucinada por la acusación—. ¿Quién se cree que soy?, ¿una niña chivata?


—Ese es el problema, que no tengo ni idea de quién eres —musitó, furioso, en voz tan baja que apenas lo oyó.


—Ni falta que te hace saberlo —le tuteó en un susurro, le ofreció la espalda y se encerró en la seguridad de su edificio.


No prendió la luz, ni se volvió para comprobar que él seguía en la calle, observándola a través de la puerta, sino que subió las escaleras hasta la segunda planta. Entró en su apartamento en silencio, para no despertar a Sara, y se derrumbó en el suelo, incapaz de regular su desbocado corazón.


Se estaba metiendo en un buen lío...



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