viernes, 13 de septiembre de 2019
CAPITULO 16 (PRIMERA HISTORIA)
—¿A qué más te dedicas, Paula? —se interesó el señor Alfonso.
—Los martes y los jueves por la mañana voy al hospital Emerson. Hago allí lo mismo que en el General: intento hacer reír a los niños, que se olviden un rato del mal que los aqueja —respondió, con una emotiva sinceridad—. Para algunos, puede parecer una tontería —añadió, sin mirar a Pedro—, o, incluso, un estorbo, pero ver sus caritas ilusionadas y sus sonrisas cuando les cuento una historia o les regalamos juguetes es lo más maravilloso del mundo —las lágrimas se agolparon en sus ojos. El pasado retumbó con fuerza en su corazón. La angustia la invadió y todos se dieron cuenta de ello.
—Tienes razón —convino Samuel, acariciándole la mano con cariño—. A mí me encanta mi trabajo, a pesar de que la mayoría de los casos son tremendamente tristes —adoptó una actitud grave—, pero es satisfactorio, en momentos puntuales.
Paula observaba el pescado. Se le quitó el apetito. Manuel le propinó un suave golpecito en la espinilla que la despertó del trance. Sonrió fingiendo alegría. Necesitaba salir de allí...
—Y, los fines de semana, soy la ayudante de una diseñadora de vestidos de fiesta, principalmente, pero, también, de novia —prosiguió ella.
—¿Quién? —le preguntó Catalina antes de apurar su vino.
—Stela Michel.
—¿Stela Michel? —repitieron todos a coro, alucinados.
—Sí —dijo, en un hilo de voz, amilanada por la reacción de la familia—. ¿Qué pasa?
—Bueno —la señora Alfonso arqueó las cejas—, se la considera una diosa en el mundo de la moda. Dicen que es muy complicado conseguir cita. Ha vestido a mucha gente importante a nivel internacional. Mis amigas se pegan por ella, y diría que casi todo Estados Unidos. Y, cuando hay algún acontecimiento de moda, suele ser la protagonista. Es una gran diseñadora.
—Así es —convino Pau, sonriendo, en esa ocasión, de verdad—. Es una mujer adorable —bebió un sorbo de agua—. La gente cree que es una estirada, pero ella dice que es la imagen que ofrece a los medios para que no se la coman.
—¿Cuánto tiempo llevas con ella? ¡Nunca me lo has contado! —le reprochó Manuel, flexionando los codos en la mesa.
—Cuatro años —se encogió de hombros—. La conocí por casualidad. Llegaba tarde al hospital Emerson —recordó, nostálgica, con la mirada perdida en el mantel—, la noche anterior había sido mi decimoctavo cumpleaños y me acosté tarde. Me dormí. Al pasar por urgencias, me choqué con Stela —se rio—. Se me cayeron las narices de goma y demás cosas que llevaba en la bolsa. Me ayudó. Me preguntó que qué hacía allí con artículos de payasos. Le expliqué mi labor y decidió quedarse hasta que terminé.
Estuvimos hablando un rato y me dijo que me pasara por su taller, que a un payaso le hacía falta más vestuario que una nariz de goma.
Los presentes se carcajearon, menos Pedro, quien permanecía serio y concentrado en el relato, contemplándola de un modo tan penetrante que Paula se empezó a sentir incómoda.
—Cuando fui a su taller —continuó ella, gesticulando con las manos—, me encontré con un caos tremendo en su despacho. Yo no soy ordenada, pero ¡aquello era horrible! —sonrió, radiante—. ¡Esa mujer es peor que yo! Y me ofrecí a ayudarla. Ese mismo día, me contrató. Pero yo no conozco a las clientas —negó con la cabeza, arrugando la frente—. No quiero. Yo permanezco en su despacho, le organizo citas, le aconsejo con determinados patrones que dibuja, la acompaño a por telas... Tiene un regimiento de chicas a su cargo, pero es muy sencilla y prefiere hacerlo todo por el método tradicional y supervisar cada paso, desde la compra de un alfiler a la prueba de un traje.
—Y, ¿cómo es posible —pronunció, al fin, Pedro Alfonso, recostado en la silla, con los ojos entrecerrados en una expresión indescifrable— que seas la ayudante de Stela Michel y vistas como un dibujo animado?
—¡Pedro! —lo increparon sus padres.
Paula palideció al instante.
—Solo he dicho la verdad —se defendió él, removiéndose en el asiento—. Usas ropa demasiado grande y llamativa —se dirigía a Pau—. ¿Qué escondes, Paula? O, corrijo —ladeó la cabeza—, ¿qué pretendes demostrar? Porque esta mañana vestías como una persona normal.
—Ya basta —zanjó Samuel, que se levantó, hecho una furia—. Discúlpate ahora mismo. Parece mentira que tengas treinta y seis años —lanzó la servilleta a la mesa.
Pedro también se incorporó, gruñendo.
—No, por favor —Paula los imitó—. La que se va soy yo. Muchas gracias por todo —intentó sonreír, pero no lo logró.
—No, Paula... —Catalina se acercó.
—Adiós —añadió, y salió disparada hacia la puerta principal.
El mayordomo le entregó el abrigo y se fue.
Escuchó jaleo procedente del interior de la vivienda. Las lágrimas mojaron su rostro de manera despiadada.
—¡Espera! —Manuel la agarró del brazo cuando llegó a la acera.
—Déjame... por favor... —le pidió entre hipos.
—¡Ven aquí, joder! —la atrajo hacia él y la abrazó.
Pau se desahogó.
—Perdóname, Paula —le susurró, apretándola con fuerza—. Lo siento mucho... —repitió—. Te lo compensaré, peque. Te lo prometo.
—No es tu culpa... —se separó y se limpió la cara con la camiseta—. Tu hermano no ha dicho ninguna mentira —se giró y continuó avanzando.
—Te llevo yo.
—No. Necesito... Necesito estar sola, por favor —se aproximó de nuevo, le besó la mejilla y le sonrió, aunque con tristeza—. Nos vemos el lunes — caminó calle abajo, con gran parte del rostro escondido en el cuello alto y rígido del abrigo.
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