viernes, 11 de octubre de 2019

CAPITULO 108 (PRIMERA HISTORIA)




Se llevó el teléfono y llamó a su abuela para avisarla de que dormiría en casa de su novio. No lo había hablado con él, pero no pensaba irse a ninguna parte. Y, al finalizar la fiesta, se sinceraría, o lo intentaría...


Jorge tenía razón. El único motivo por el que Paula había decidido abandonar los dos hospitales y refugiarse con su padre había sido huir de sus profundos sentimientos hacia Pedro


Lo amaba, lo reconocía, pero, hasta hacía unos minutos, desconocía si era correspondida. Su vida acababa de dar un giro completo, pero el pánico aún la atormentaba. Ocho años sufriendo no se terminaban en un segundo... No obstante, su interior vislumbraba un atisbo de esperanza. Si dos personas estaban enamoradas, serían capaces de saltar los obstáculos juntas, en eso se basaba el amor, en permanecer el uno junto al otro en los peores momentos. Y ya iba siendo hora de enfrentarse a los fantasmas y desterrarlos.


Bueno, esta noche lo comprobaremos...


Se duchó y se lavó el pelo. En ropa interior, un conjunto gris de encaje, se secó los abundantes cabellos, se los alisó y, además, marcó ondas en torno a su rostro en el lateral derecho. Se retiró los mechones de la izquierda hacia atrás con dos horquillas negras con diminutas perlas, permitiendo que la mitad del cuello se expusiera, delicada pero sensualmente. Se maquilló de manera sencilla para resaltar los labios, que pintó de carmín, adrede, como recuerdo de la gala, para que su novio se lo quitara a besos...


A continuación, se colocó las medias negras, y el vestido por la cabeza.


Era una preciosidad... Se lo había regalado Stela cuando Pau le había contado que pertenecería a la asociación Alfonso & Co, y había decidido estrenarlo para su rito de iniciación. Los tirantes anchos, en forma de triángulo invertido, eran de encaje negro, y el resto era seda de color crema; en el pecho, la tela quedaba drapeada y recta, ciñendo sus senos de forma atrevida y elegante al mismo tiempo; un fajín, de cuatro centímetros de encaje, se ajustaba debajo y, a partir de ahí, la seda caía suelta hasta la mitad de los muslos; los últimos cuatro centímetros del vestido iban a juego con el fajín.


Se calzó los zapatos de salón de terciopelo negro, a conjunto con el abrigo, que tomó del perchero de la habitación, y el bolso pequeño y ovalado, también de terciopelo, y salió al pasillo.


Sus suaves tacones de ocho centímetros advirtieron su presencia. Los tres mosqueteros, en el sofá, la observaron, atónitos, a la vez que se incorporaban lentamente. Pau se sonrojó de inmediato. Manuel y Bruno le sonrieron con
dulzura. No obstante, los ignoró, porque solo tenía ojos para Pedro, quien avanzó, la cogió de la mano y la obligó a girar sobre sí misma, provocando que la falda volara.


—Solo tú y yo —le susurró él al oído, erizándole la piel a Paula.


—Solo tú y yo... —suspiró.


—Espero estar a tu altura —la observó con gran admiración—, aunque será imposible. Eres preciosa, y hoy lo estás más que nunca —le besó el interior de la muñeca y se fue a su cuarto.


Ella carraspeó y esperó en el sillón a que los hermanos Alfonso se arreglaran. Veinte minutos después, Pedro regresó, enfundado en un traje
entallado, gris marengo, sin chaleco ni corbata, algo que la sorprendió y le robó varios latidos seguidos; la camisa era blanca —ese hombre no tenía ninguna de otro color, lo había comprobado ella misma—, de cuello corto,
abierto, levantado y con los extremos redondeados. Era un atuendo bastante
informal para sus costumbres, jamás lo había visto así, pero... estaba imponente. Se había afeitado, y Paula no supo decidir si le gustaba más con barba o sin ella...


Lo miró a los ojos, desprovistos de gafas, con infinito anhelo. Él sonrió con travesura y acortó la distancia.


Pedro... —se mordió el labio inferior.


Entonces, su doctor Alfonso le rodeó la cintura, pegándola a su soberbio cuerpo con fuerza. Paula se sujetó a las solapas de su chaqueta, bordeadas por un fino relieve de terciopelo negro, y él la besó con los labios entreabiertos, succionando los suyos. Ella jadeó y Pedro aprovechó para embestirla con la lengua.


La sensación fue maravillosa, extraordinaria... Él le estrujaba el vestido en la espalda, demostrando cuánto la deseaba, contagiándola de lujuria. Pau se sumergió en el mejor de los letargos... Seis días sin tocarse, sin besarse...


Perderse en su boca, ahora, era el más angustioso de los suplicios, pero un suplicio con eterno sabor a hierbabuena... Jamás volvería a alejarse de ese hombre, de su boca, de sus manos...


La locura la poseyó, se alzó de puntillas todo lo que pudo, le enroscó los brazos en la nuca, donde tiró de sus mechones con urgencia, ladeó la cabeza y profundizó el beso. Cuánto lo había echado de menos...


Él gruñó y la alzó en el aire. Paula sintió que flotaba... Se encerraron en el dormitorio. La apoyó contra la puerta y la levantó del trasero, instándola a que lo envolviera con sus piernas.


—Llegaremos... tarde... —articuló ella, entre ardientes besos—. Pedro... —sollozó.


—No —le lamió los labios—. Seré —se los mordisqueó— rápido... —la empujó con las caderas para sostenerla.


—¿Como en tu... despacho? —echó la cabeza hacia atrás, bajando los párpados, ofreciéndose sin pudor.


—No —la miró con una intensidad flamígera e introdujo las manos por dentro del vestido—. Más rápido, nena, mucho más rápido... —le rasgó las medias de un tirón.


—¡Oh, Dios! —exclamó ella, arqueándose—. No me he traído más...


—Ahora compramos otras —le rompió las braguitas—. Te compraré un armario entero de lencería... —le devoró el cuello—. Me encantas, Paula... —la mordió—. Eres deliciosa...


Paula lo apretó con los muslos, muy ansiosa, agradecida por el escozor y el placer que experimentaba por culpa de sus dientes y de su lengua, perversos y diabólicos. Pedro se desabrochó el pantalón a una rapidez asombrosa, acariciándole su intimidad con los nudillos sin pretenderlo, excitándola a un límite de no retorno. Se retiró la ropa hasta el final del trasero y la penetró con rudeza, que era justo lo que necesitaban...


—¡Pedro! —gritó ella, clavándole los tacones en las nalgas.


Él gimió, resoplando con dificultad, tan alterado como ella.


Y se amaron como si el mundo estuviera desintegrándose, en ese preciso momento, a su alrededor. La pasión fragmentó sus sentidos para unir después los pedazos, mezclando partes de ambos, uniéndolos para siempre en un vínculo indestructible, porque Paula así se lo había prometido: no volvería a desaparecer.


Cuando se recuperaron, se arreglaron las ropas, entre risas. Salieron a la calle; Pau, sin medias. Sus hermanos ya se habían marchado.


—¡Menudo frío! —exclamó ella, casi tiritando, pero entre carcajadas.


Pedro la abrazó para resguardarla de las bajas temperaturas. Caminaron con rapidez hasta una tienda de lencería, compraron unas medias y emprendieron la vuelta al apartamento, prodigándose dulces besos cada pocos metros, incapaces de ocultar lo que sentían. A ella le explotaba el corazón en el pecho al ver que a su novio no le importaba que lo vieran en actitud romántica en público.


Pero, de repente, un hombre encapuchado pasó corriendo entre ellos, obligándolos a separarse, de golpe. La bolsa de las medias voló hacia la calzada.


—¡Eh! —le gritó Pedro—. ¿Estás bien? —se preocupó.


El desconocido dobló la esquina y se perdió de vista.


—Sí, sí... —contestó Pau, posando una mano en el escote—. Qué susto... —pronunció en un hilo de voz.


—Espera aquí —le pidió él, mientras comprobaba que no hubiera coches para recoger la bolsa.


Entonces, un automóvil oscuro y con los cristales tintados aceleró en su dirección. Paula dejó de respirar. El conductor no se detenía...


—¡Pedro, cuidado! —chilló Paula, corriendo hacia él.


Lo empujó para que no lo atropellara, lo consiguió, pero fue ella quien recibió el crudo impacto...


La oscuridad se cernió sobre Paula. No escuchó ni sintió nada más.



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