martes, 15 de octubre de 2019
CAPITULO 119 (PRIMERA HISTORIA)
Un golpe proveniente de la puerta principal la despertó. Paula enfocó la vista. Estaba todo a oscuras. Se encontraba en el salón. Se había quedado dormida en el sofá.
Alguien prendió la luz.
—¡Joder! —exclamó Pedro, con la mano en el pecho—. ¿Qué haces aquí?
—Me aburría en la cama —gruñó ella, que se sentó y se cruzó de brazos.
Él suspiró y se acomodó a su lado. Apoyó el casco en la mesa.
—No te has ido —susurró Pedro.
—Aquí estoy, ¿no?
—¿Qué te pasa, Paula? —se preocupó—. Tú no eres así...
—¡No lo sé! —exclamó, de pronto, llorando sin sentido—. ¡No sé qué me pasa! ¡Todo me sienta mal! ¡Yo no soy así!
Su novio la abrazó al instante. Paula respiró hondo de manera entrecortada, inmensamente agradecida por aquel gesto, por ese hombre tan
cariñoso y protector.
—Es normal, nena —le besó la cabeza—. Te han atropellado, es lógico que reacciones de este modo, aunque hayan pasado dos semanas. Yo te cuidaré — la apretó—, pero tienes que dejarme hacerlo, ¿de acuerdo?
—Mi abuela se ha ido a ver a mi padre, pasará con él la noche —comentó con tranquilidad—. ¿Dónde están Manuel y Bruno?
—En casa de mis padres. Es Nochevieja.
—¿Tú no quieres ir? —quiso saber ella.
—¿Te apetece ir? —sonrió.
Paula asintió despacio.
—Pues vamos a vestirte. Cenicienta acudirá al baile —afirmó él, sonriendo. La cogió en brazos y la transportó a la habitación.
—Solo puedo ponerme pantalones o ir sin medias —protestó Pau, enfurruñada en la cama—. Y los únicos pantalones que tengo rotos por la escayola son los que llevo puestos. ¡Odio la escayola! —alzó las manos, desesperada.
—Estarás preciosa te pongas lo que te pongas —se arrodilló a sus pies—, porque eres preciosa —le pellizcó la nariz.
Ella se ruborizó.
—Entonces, no te pongas el esmoquin, ni ningún traje —le ordenó, con el ceño fruncido.
—Pensaba ponerme esos vaqueros que tanto te gustan —le guiñó el ojo, travieso—. Ahora, a ducharnos. Voy a por el plástico —se metió en el baño.
Paula escuchó la ducha y Pedro surgió con el rollo largo y grueso de plástico para cubrir la escayola. La desnudó con extrema ternura y cuidado.
Ella se agitó nada más posar él una mano en su piel, por encima de la ropa. Lo deseaba, más que a nada...
¡Tranquilízate, puñetas!
Su atento y atractivo doctor Alfonso le envolvió la pierna enyesada con el plástico y lo pegó con cinta adhesiva. Después, él se desvistió ante sus desorbitados ojos. Un jadeo brotó de la garganta de Pau al percatarse de lo excitado que estaba. Pedro se rio.
—Esto es lo que me provocas continuamente, nena —le susurró, ronco, al oído, antes de alzarla para llevarla en brazos.
Paula se paralizó al descubrir la considerable reforma que había sufrido la ducha. Había un banco de color blanco que ocupaba el lateral entero frente a la mampara, donde la sentó, y una barra diagonal de acero clavada al interior del cristal de la puerta, para sujetarse cuando estuviera sola. Sus ojos se llenaron de lágrimas y los remordimientos regresaron.
—Pedro... Perdóname por ser tan tonta... —le arrojó los brazos al cuello en cuanto se acomodó junto a ella—. Siento haber sido una niña caprichosa y gritona... —sollozó.
—Yo también lo siento. Paula... —la tomó por la nuca y la besó.
Ambos gimieron. Ella abrió la boca. Él entrelazó la lengua con la suya, sin prisas, aunque conteniéndose. Y Paula lo necesitaba, por lo que tiró de sus cabellos, pegándose a su cuerpo todo lo que la escayola le permitía.
—Espera... —se detuvo Pedro, apoyando la frente en la suya—. Estás convaleciente. No quiero hacerte daño.
—No me lo harás —se inclinó para devorarlo a continuación.
—Paula... —aulló, entre húmedos y candentes besos, porque era incapaz de apartarse, por mucho que lo negara con palabras—. Por favor... No me hagas esto...
Con esfuerzo, ella se levantó y se sentó en su regazo. El plástico recibió el chorro del agua.
—Pedro, bésame... —le rogó con los ojos entornados y el cuerpo a punto de explotar.
Se contemplaron en trance.
—Eres una mandona.
—He aprendido del mejor... —y se apoderó de su boca.
El asalto fue brutal. Su enloquecido doctor Alfonso la succionó, la lamió, la devoró... Utilizó los dientes, la lengua y los labios con una soberbia pasión que la calcinó. Y Paula lo correspondió de igual modo. Se engulleron,
acariciándose por todas partes sin delicadeza... arrastraban las manos por cada porción de piel, abrasándose, consumiéndose...
Pedro apagó la ducha y la llevó a la cama.
—Si te molesta... —se recostó entre sus muslos—, si te rozo un ápice siquiera, dímelo.
Ella le rodeó los hombros mientras alejaba la escayola de él. Asintió, arañándolo, sabiendo el efecto que le causaban sus uñas.
—Joder, Paula... No te imaginas cuánto te he echado de menos —le aplastó el trasero con una mano, subiendo la otra por su costado—, porque...
—Ni tú mismo lo sabes... —se mordió el labio inferior—. Igual que yo, doctor Alfonso, igual que yo...
Se besaron sin más dilación. La fiebre los atacó. Temblaron por la impaciencia, por las fieras ganas que tenían de amarse.
Pedro amasó sus sensibles pechos; primero, uno, luego, el otro. Paula los notaba pesados, llenos, inflamados, deseosos de recibir las atenciones de su doctor... Él la mordió en el cuello, en el escote... descendió recto hacia un seno, que chupó y pellizcó con deleite. Ella se incendió al extremo por el escozor, un celestial escozor que la condujo directa hacia las estrellas.
—Pedro... —suplicó, agonizando, retorciéndose—. Por favor... —alzó la pierna sana hacia su cadera.
—Joder... —dirigió la mano hacia su intimidad y soltó un rugido animal—. Estás tan caliente... Solo por mí... —la acarició con languidez adrede, para torturarla, con la cara escondida en su melena alborotada sobre los almohadones.
Ella se estremeció. Se sacudió. Se le nubló la vista. Su cabeza cayó hacia atrás. Le clavó las uñas, de nuevo, en la espalda. Se había desquiciado.
—Así, nena, disfruta... —le decía él entre roncos suspiros—. ¿Te gusta? Dímelo... Dime cuánto te gusta... —le lamió los pechos de manera insaciable.
—Mucho... Muchísimo... —le costaba articular, respirar y enfocar la turbia mirada—. Te necesito, doctor Alfonso...
Pedro la penetró al instante, rápido y profundo. No les hacían falta más preámbulos. Su cuerpo estaba más que dispuesto a acogerlo en su interior, a abrigarlo con infinito ardor.
Jadearon con desazón. Gritaron sus nombres.
Bebieron de sus labios con una sensualidad arrolladora...
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