martes, 15 de octubre de 2019
CAPITULO 120 (PRIMERA HISTORIA)
Paula se perdió en las intensas emociones de las que estaba gozando, más que nunca hasta ahora. Su anatomía vibraba por sí sola. Él le rodeó la cintura con un brazo, guiándola hacia el mismísimo paraíso, incrementando el ritmo y el rigor. Se besaban con delirio, hambrientos, voraces... Las patas de la cama chirriaban en cada acometida. El cabecero golpeaba la pared.
Aquello no era normal...
Aquello era Paula y Pedro, a secas.
—Te amo... —le susurró ella en un hilo de voz—. Pedro... Te amo...
Y sucumbieron al éxtasis más violento y agudo que habían vivido hasta el momento.
Les costó lo inhumano estabilizarse...
—Y yo a ti, bruja... —le susurró al oído, antes de besarle el cuello.
Paula lo acunó en su pecho y le besó la cabeza.
—Nunca me has dicho por qué me llamas bruja —sonrió ella.
—Porque me embrujaste —respondió con una sonrisa—. Llevo ocho meses sin probar el pomelo.
Paula frunció el ceño.
—¿Sabes por qué? —le preguntó él, levantando la cabeza para mirarla—. Porque siempre tienes las mejillas rosadas, como el color del pomelo. Fue lo primero en lo que me fijé el día que te conocí —le retiró unos mechones del rostro—. Dejé de comerlo —sus ojos grises resplandecieron— porque si lo probaba, aunque fuera un mordisco pequeño, incluso si lo oliese, caería en la perdición. Y mis instintos no fallaron. Ese día me embrujaste.
—Creía que me odiabas... —murmuró, emocionada por sus palabras, con el corazón ralentizándose hasta casi apagarse.
—Y te odiaba —le guiñó un ojo— porque te deseaba de un modo que jamás había sentido, no sabía cómo manejarlo. Desbarataste mis esquemas — se inclinó y depositó un dulce beso en sus labios entreabiertos—. Me cambiaste la vida, Paula.
Ella lo miraba hipnotizada por su aterciopelada voz.
—Todo era gris hasta que me manchaste de chocolate.
—Me encanta el gris, doctor Alfonso —le rodeó la nuca.
—Y a mí me encanta el arcoíris, porque eso eres tú, Paula —la contempló, amándola con la mirada—, los colores de mi vida. Sé que no te gusta que te halague, pero... —agachó la cabeza, avergonzado— no puedo evitarlo.
Aquello le robó el aliento a Paula.
—Pedro... —le acarició las mejillas. Suspiró, trémula. El miedo la golpeó—. ¿Recuerdas que te conté que mi madre era alcohólica?
Él la observó con gravedad. Asintió, despacio.
Continuaron abrazados, no se movieron, y Paula lo agradeció, porque lo necesitaba sobre ella.
—Se llamaba Alicia —comenzó ella, con la voz quebrada—. Tenía una hermana melliza, Carolina, mi única tía —sonrió con tristeza. Se le formó un nudo en la garganta. Respiró hondo—. Dice mi padre que soy igual que ella en todo. Y esto también me lo repetía mi madre —las lágrimas descendieron en silencio—, pero, mientras que mi padre lo ensalzaba, mi madre lo criticaba... Decía que de mayor iba a ser una... —tragó saliva—, una cualquiera... Que mi pelo, mi cara y mi cuerpo... —se detuvo unos instantes para serenarse—. Que era llamativa, que incitaría a los hombres a la locura, igual que mi tía — desvió los ojos al techo—. Que eso había hecho Carolina toda la vida y que, por
desgracia, yo era igual que ella. Que cuando, en un futuro, los hombres me adularan, debería sentir asco de mí misma, porque solo buscarían en mí... — no terminó la frase, era incapaz de repetir las hirientes palabras de su madre.
—¿Cuándo empezó a decirte esas cosas? —le preguntó Pedro con suavidad.
—Poco antes de que se divorciaran, la primera noche que la vi emborracharse. Lo hacía desde tiempo atrás, aunque nunca delante de mí.
—Joder... —gruñó—. Menuda pieza... Perdona —rectificó de inmediato.
—Se lo conté a mi tía por teléfono, la llamé. Estaba con mi padre en un seminario en Nueva York. Unas horas después, mi padre y mi tía me sacaron de casa. Dormí en el apartamento de Carolina, con mi padre y con ella, pero...
—¿Pero? —frunció el ceño.
—Al día siguiente, mis abuelos me devolvieron a mi madre. Recuerdo los gritos. Mi tía y mi padre discutieron con ellos —sus ojos se perdieron en un punto infinito—. No volví a ver a mi padre hasta unas semanas después, lo que te conté en el parque, el día que me enseñó a patinar sobre hielo —se limpió el rostro con dedos temblorosos—. A partir de ahí, la cosa fue a peor con mi madre. Se emborrachaba todos los días. Había veces que yo llegaba tarde al colegio porque se le había olvidado que estaba encerrada en mi habitación... —ahogó un sollozo— que me había encerrado ella —se corrigió.
—¿Nunca se lo contaste a tu tía o a tu padre, a nadie? —la besó en la frente, estrechándola entre sus brazos.
—No. Me hacía sentir sucia... —la recorrió un horrible escalofrío.
Pedro se tumbó a su lado y la atrajo hacia su calidez, con cuidado de la escayola. Le acarició la espalda y el pelo.
—También se le olvidaban otras cosas.
—¿Por ejemplo? —quiso saber él, en un suspiro.
—Recogerme en el colegio —bajó los párpados—. Tenía un único amigo, Alex. Siempre esperaba conmigo para que no me quedara sola. Él vivía a cinco minutos de mi casa. Era muy bueno —sonrió con nostalgia—. Estuvo a mi lado hasta el accidente —se estremeció—, a pesar de... de mi madre. Después de salir del hospital, no lo vi más.
—¿Qué hacía tu madre? —se quedó rígido, aunque no detuvo los mimos.
—Un día, nos vio jugando en la puerta del colegio. No estábamos haciendo nada más que reírnos. Ella estaba borracha, me agarró del brazo y me metió en el coche. Alex entró a buscar a la directora. Llamaron a la policía por el
lamentable estado de mi madre —inhaló aire y lo expulsó con fuerza—. Era solo un niño de doce años, pero me sacó del coche y me abrazó. Y mi madre lo abofeteó. La policía llegó justo después, la multó por estar borracha y le retiró el vehículo. Alex me dijo que solo quería olvidar el incidente, así que no le contamos nada a la policía del bofetón.
—Muy maduro para su edad —comentó con admiración.
—Se había criado en casas de acogida —le explicó Paula, alzando la barbilla para mirarlo—. Te sorprenderías de lo maduros que son algunos niños que no tienen familia. Sus padres biológicos le pegaban y el Estado les quitó la custodia y se hizo cargo de él —descansó la cabeza a la altura de su corazón—. Mi madre no lo volvió a tocar, pero, a partir de esa tarde, sus insultos hacia mí aumentaron.
—¿Alguna vez...?
—Nunca —contestó Paula, adivinando la pregunta—. Eran todo palabras, gritos y encerrarme, pero jamás se atrevió a ponerme una mano encima. Y no sé qué es peor... —añadió en un sollozo.
—Por eso, en la gala, cuando te dije que todos estaban rendidos a tus pies, y cuando en el hospital te escribí que ibas un poco corta, reaccionaste de ese modo —afirmó Pedro, tomándola por la nuca. Se agachó—. ¿Por eso nunca has estado con nadie? Y por eso, usas ropas estridentes y grandes, para ahuyentar a los hombres.
—Sí... —susurró en un hilo de voz.
—¿Por qué yo?
—No lo sé... —se encogió de hombros—. Desde el primer día, desde que te tiré el chocolate —sonrió con ternura, abrazándolo por la cintura—, me pareciste... —se sonrojó, mordiéndose el labio inferior— irresistible... No sé por qué, pero te sentí diferente, como si te hubiera estado esperando siempre, como si fueras lo que necesitaba... Dice mi abuela que, el día que te conocí, me encontré a mí misma, que volví a ser la que era. La forma en la que me mirabas me ponía muy nerviosa, me alterabas, pero no como me repetía mi madre, porque me gustaba cómo me mirabas... Por eso, siempre estoy colorada
cuando tú estás cerca... —sonrió con timidez.
—Paula... —la besó—. Yo tampoco sé por qué siento lo que siento por ti, pero lo siento igual que tú. Solo tú y yo —se inclinó de nuevo.
—Solo tú y yo...
Se besaron unos mágicos minutos como meros adolescentes que acababan de descubrirse. Se demostraron a través de los labios lo fuerte que latían sus corazones, acompasados.
En la ducha, su maravilloso doctor Alfonso la enjabonó y le lavó el pelo.
—De verdad me siento Cenicienta —comentó ella, encantada por tantas atenciones.
—Y yo, tu hada madrina —le guiñó el ojo, depositándola en el colchón.
Paula se quitó la toalla y se embadurnó de crema corporal, mientras él escogía la ropa del armario para los dos. Con unas tijeras de cocina, rasgó un trozo del lateral de la pierna derecha de los vaqueros pitillo de ella para que entrara el yeso. Luego, cuando se los colocó con destreza y delicadeza, los cortó también en la rodilla.
Pau terminó de arreglarse sola. No utilizó camiseta interior, solo un jersey fino y ceñido hasta el trasero, de color negro y cuello alto. Se ajustó un cinturón de pequeñas tachuelas plateadas en las caderas.
—Esto es para ti —le dijo Pedro, entregándole dos paquetes de diferente tamaño envueltos.
Ella sonrió, emocionada. Estaba sentada en el borde de la cama. Rompió el papel del mayor: era una caja de zapatos con el logotipo All Star. Chilló al ver unas preciosas Converse de color gris perla, bajas y forradas en el interior para resguardarla del frío invierno.
—¡Me encantan! —se lanzó a su cuello—. ¡Grises como mi doctor Alfonso!
Él soltó una carcajada.
—Hay más.
Paula abrió el otro paquete, más pequeño: una diadema de terciopelo negro con un lazo cosido en un lateral. Se echó a reír.
—¿Me ves tan pequeña? —bromeó.
—Eres mi nena —la besó en la cabeza—. Me gusta muchísimo tu pelo, Paula —la miró, penetrante—. Tu trenza es parte de ti, pero me encanta que lo lleves suelto, y —levantó el dedo índice— que no te tape los ojos.
—Gracias... —pronunció, extasiada—. ¡Me pega hoy!
—Sé que nunca vistes de negro, a lo mejor... —inquieto, se revolvió los cabellos.
Ella se incorporó, a la pata coja, y le cubrió la boca con los dedos.
—Es perfecta, como el jersey.
Pedro se agachó y la besó.
Paula, a continuación, se pintó los labios de carmín —la última vez que había querido sorprenderlo así, habían terminado en el hospital... Rezó para que la historia no se repitiera—. Se secó el pelo, marcando las ondas, y se peinó con la raya lateral. Se ajustó la diadema de fino alambre de terciopelo. Se calzó la Converse nueva en el pie izquierdo. Se agachó, para agarrar las muletas, que estaban en el suelo a los pies de la cama, pero...
—Hoy, también, seré tu calabaza —le anunció él, alzándola en el aire.
—¡Uy! —exclamó Paula, entre risas, sujetándose a sus hombros cuando él giró sobre sí mismo.
Ella le puso la bufanda, que estaba en el perchero de la habitación. Hizo lo propio con la suya. Se encargó también de los abrigos y del bolso, uno negro de piel de la marca Gucci, regalo de Stela. Pedro la llevó en brazos a la
calle. Avisaron a un taxi y partieron rumbo a Suffolk. Eran las diez de la noche, llegaban muy tarde, pero no les importó, eran felices juntos...
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