sábado, 9 de noviembre de 2019
CAPITULO 53 (SEGUNDA HISTORIA)
El ama de llaves no estaba, pero Julia, sí. Anabel y Helena cuchicheaban entre ellas cuando entraron. Zaira les dedicó la peor de las miradas, pero Paula le dio un codazo con disimulo.
—Que no sepan que te molesta —le susurró al oído—, no les des ese gusto, Zai.
La pelirroja asintió con gravedad.
—¿Quién se encarga de los establos, Julia? —le preguntó ella con una dulce sonrisa fingida.
Las dos doncellas no se perdían un solo detalle, las contemplaban con evidente curiosidad y con las espaldas bien estiradas, como si las estuvieran desafiando sin respeto ninguno.
—Jorge y sus hijos, Claudio y Mario —respondió la cocinera, que estaba fregando las cacerolas donde había preparado la cena.
—Y, ¿crees que mañana podrían enseñarnos a montar a caballo? —quiso saber Zaira.
Julia cerró el grifo y se secó las manos con un trapo. Las miró y sonrió.
—No creo que tengáis ningún problema.
—Gracias, Julia.
Salieron de la estancia, pero no buscaron a los hermanos Alfonso, sino que decidieron pasear por la mansión y tramar el plan a seguir. Sin embargo, pasadas dos horas, se percataron de que se habían perdido en el laberinto.
—¿Dónde estamos? —pronunció Paula en un hilo de voz. El pánico la paralizó por segundos. Estaban en uno de los pasillos sin apenas luz. Era largo y estrecho. Las paredes se achicaban...—. Ay, por favor... —gimió, deslizándose hacia el suelo y rezando una plegaria.
Está en mi cabeza... No es real... Está en mi cabeza...
—¿Paula? ¿Estás bien? —se preocupó Zaira, agachándose a su altura.
—No... No... —tartamudeó. Sus manos comenzaron a sudar—. Qui... Quie... Quiero salir de... aquí... —su corazón bombeaba con una energía alarmante.
—Tranquila, Paula... —le frotó los brazos—. Yo estoy contigo... No pasa nada... Respira hondo... Venga...
Ella obedeció, pero no se calmó.
Entonces, sonó un golpe seco a la izquierda.
—¡Ay! —se tapó la cabeza, haciéndose un ovillo.
—Levanta. Lo mejor es continuar —la ayudó a incorporarse.
Paula se arrojó a su cuello, aterrada y con los ojos casi cerrados. Sintió envidia de su amiga, que estaba tranquila y caminaba con seguridad. Ella, en cambio, trastabillaba con sus propios pies y las piernas le temblaban tanto que se caería en cualquier momento.
Zai sacó su móvil y alumbró el pasillo con la linterna. Giraron varias veces. Entonces, otro ruido las sobresaltó.
—¡AY! —estaba a punto de llorar.
—Como esto sea una broma... —masculló Zaira, enfadada—, me van a oír esos dos... ¡Me van a oír, puñetas!
—Esa boca, bruja —la reprendió una voz masculina en la lejanía.
—¡No tiene gracia, Mauro! —contestó Zai, deteniéndose—. ¡Ya basta!
Mauro y Pedro aparecieron a su espalda.
—¿Se puede saber qué os pasa? —les exigió el mayor de los Alfonso, con las manos en las caderas.
—Que sea la última vez que nos gastáis una broma así —sentenció su mujer.
—¿Qué broma? —preguntaron los dos al unísono, sin entender nada.
—Sabíais que nos habíamos perdido y habéis dado golpes a las paredes para asustarnos —contestó Paula, fría como un témpano de hielo. Se abrazó a sí misma de manera inconsciente.
—No hemos hecho nada de eso —se defendió Pedro, con el ceño fruncido —. Tardabais mucho y decidimos ir a buscaros por si acaso os habíais perdido. Y no nos hemos equivocado.
—¿Y los niños? —quiso saber Zaira.
—Están con Julia y Daniela—les explicó Mauro—. Les pedimos que los subieran a las habitaciones para buscaros.
—Pues vamos —ordenó Zai—. No tenemos ni idea de cómo salir de aquí.
Las dos parejas seguían enfadadas entre ellas.
No se miraban y caminaban con bastante distancia. Alcanzaron una bifurcación y se despidieron. A pesar del enfado, Paula se pegó todo lo que pudo a Pedro.
En la habitación, estaba el ama de llaves al lado de la cuna.
—Se acaba de dormir —anunció la anciana con una sonrisa—. Es un angelito, como su madre.
—Pues espero que en el carácter sea como yo, porque, si no, mal vamos... —gruñó él.
—¿Qué significa eso, imbécil? —se envalentonó.
Daniela los dejó solos de inmediato.
—¿Ya empiezas con los insultos, víbora? —Pedro se colocó frente a ella, bien erguido y dispuesto a luchar—. Primero, los celos, luego, las pullas y, ahora, los insultos.
—¿Pullas?
—Creía que te había dejado bien claro que la prensa hablaba más de la cuenta y que en el hospital pasaba igual, pero has vuelto a decir que estoy demasiado usado. Y te lo advierto —la señaló con el dedo—, una vez más, y será la última.
—Yo no te he dicho nada de eso —adelantó una pierna—. Tú solito te has dado por aludido. Me preguntó por qué será... —entrecerró los ojos—. Y no me amenaces, porque eres tú quien ha actuado mal, no yo.
—¡No he hecho nada! —alzó los brazos al techo, desesperado.
—Baja la voz. Gaston duerme —movió la cuna hacia el rincón del fondo de la habitación, cerca de la chimenea—. Zai tiene razón, Pedro. Si te quedas quieto para recibir los toqueteos de Anabel, es como si estuvieras haciendo algo —recalcó—. ¿Sabes? Es insultante —bufó, meneando la cabeza—. Eres mi marido.
—¿Y? —enarcó una ceja, prepotente—. A ti te valen poco tus palabras, ¿no? Mañana, vas a aprender a montar a caballo con un chico guapo,
¿recuerdas? —ladeó la cabeza—. Pues yo te esperaré en casa —sonrió malicioso—; seguramente, con alguna chica guapa a mi alrededor.
Aquello la encolerizó. Sin embargo, adoptó una expresión de fingida indiferencia.
—Muy bien —aceptó ella, también sonriendo—. Entonces, por mí perfecto —se dirigió al armario y cogió el camisón y el neceser—. Pues diviértete con Anabel o con quien prefieras, que yo conoceré a Claudio y a Mario —se mordió el labio con coquetería.
—No te acerques a Mario —su rostro se volvió morado, a punto de explotar.
—¿Perdona? —exclamó, incrédula—. Serás mi marido, pero no eres mi dueño— se metió en el servicio.
Él entró al segundo escaso.
—He dicho que no te acerques a Mario —comprimió los puños a ambos lados del cuerpo—. Y no te acercarás. Además, tienes un hijo que cuidar.
—¿O qué? —lo retó Paula, girándose para mirarlo—. ¿Tendré que atenerme a tus consecuencias?
—Mario no es trigo limpio para ti —indicó en un tono más comedido.
—¿Qué quieres decir? —soltó el neceser de malas maneras en el espacio existente entre los lavabos.
—Eres demasiado inocente para él.
—¿Quién te crees que eres, imbécil? —estalló, empujándolo con fuerza—. ¡No sabes nada de mí!
Pedro retrocedió porque no se lo esperaba, pero, al instante, la tomó de las manos y la inmovilizó con ellas en la espalda.
—¡Eres inocente, maldita sea! —respiró hondo conteniéndose. La observaba con un enfado que competía con el suyo—. Si pretendes darme celos, lo único que conseguirás es que Mario se aproveche. Y sabe aprovecharse muy bien, porque él no acepta un no por respuesta.
Ella se retorció hasta que consiguió alejarse de su ardiente contacto.
—Entonces, te pareces bastante a Mario, ¿no? —inquirió Paula, tirándose de la oreja izquierda con nerviosismo.
Él la contempló con fiereza.
—No me compares con él, porque yo te... —se detuvo y se dio la vuelta—. No voy a seguir perdiendo el tiempo contigo. Te he avisado sobre Mario, más no puedo hacer. Solo espero que luego no lo lamentes —y desapareció del dormitorio.
Será... ¡Imbécil, imbécil, imbécil!
Reprimió un chillido de impotencia. Se cambió de ropa, se lavó los dientes, se limpió la cara y se metió en la cama. El dolor que le perforaba el pecho inundó sus ojos de lágrimas, pero tragó repetidas veces y no derramó ni una sola. Se suponía que habían viajado a Los Hamptons de luna de miel. Unas horas antes, habían estado a punto de hacer el amor, y ahora...
Tardó en quedarse dormida. Su marido no apareció. Y cuando se despertó a la mañana siguiente, no había rastro de Pedro.
Un rato después, cuando ya se había vestido, Zaira se presentó en la habitación.
—No has bajado a desayunar —le dijo su amiga, sentándose en el borde del colchón—. Pedro, tampoco. ¿Está todo bien?
—¿No has visto a Pedro?
El aludido entró en ese preciso momento. Las dos lo observaron, pasmadas.
—¿Estás bien, Pedro? —se preocupó Zai, levantándose para ayudarlo.
Él caminó trastabillando hacia la cama, donde se derrumbó y comenzó a roncar.
—El muy imbécil está borracho —escupió Paula con desagrado. Inhaló aire y lo expulsó lentamente para preservar su paciencia. Y añadió—: Lo ha hecho aposta para que me tenga que encargar de Gaston y no pueda ir a montar — cogió al bebé de la cuna—. Pero ¿sabes qué, Zai? Que nos vamos a los establos. Ya.
Te vas a enterar, bichito...
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