sábado, 9 de noviembre de 2019
CAPITULO 55 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro gruñó y se marchó en busca del ama de llaves, que estaba con Julia en la cocina. Ambas sostenían a los bebés, que se reían por las cosquillas que recibían. Tomó a su hijo sin decir una palabra ni variar su malhumor y regresó al hall.
—Aquí tienes —le entregó al niño.
—Acompáñame.
Él arqueó una ceja por la orden.
—No sé cómo llegar al pabellón —le explicó ella, ruborizada.
—Pues aprendes.
Paula arrugó la frente y asintió. Cuando Pedro la perdió de vista, se arrepintió al instante. La noche anterior, había descubierto a una nueva Paula.
Mauro y él habían ido a buscarlas al percatarse del tiempo que tardaban en reunirse con ellos, tras la discusión de la cena. Había encontrado a su mujer pálida, sudorosa y aterrada. Ellos no habían golpeado las paredes, como les recriminaron las dos. O bien había sido el viento o alguien deseaba reírse de Zaira y de Paula. Pero ¿quién? Solo esperaba que las culpables no fueran Anabel y Helena, aunque la sospecha aún persistía en su mente.
Caminó hacia el pabellón, pero no se topó con su mujer. ¿Dónde estaría?, se preocupó. El castillo era un laberinto oscuro para quien no lo conociera.
Entonces, escuchó un grito a lo lejos. Asustado, corrió.
—¡Pedro! —chilló Paula, agazapada en el suelo a unos metros de él.
La alcanzó y la ayudó a levantarse. El bebé gimoteaba y ella era incapaz de respirar con normalidad.
—¿Has sido tú? —quiso saber ella, estrujándole el jersey en el pecho.
—¿Yo?
—¿Has dado golpes como anoche?
—Claro que no, joder, no soy tan malo —la abrazó con fuerza—. Ven, vamos a la habitación. Esta casa tiene muchos ruidos, estate tranquila.
No la soltó hasta que entraron en el dormitorio.
Paula tumbó al niño en la cuna y se metió en el baño. Pedro paseó por el espacio sin rumbo, nervioso por su mujer, hasta que no se calmara, él no se tranquilizaría.
Paula salió del servicio. No tenía color en las mejillas, se encogía con ligeros espasmos y su expresión era de puro pánico. El interior de Pedro sufrió una sacudida.
—¿Quieres que te suba algo de comer o de beber?
—No... —pronunció ella en un hilo de voz, descalzándose para, después, meterse en la cama.
Él la dejó sola y se encerró en la estancia del billar. Encendió el aparato de música y seleccionó una canción clásica al azar, que resultó Concierto en Re Mayor para violín de Tchaikovski. Avanzó hacia la cristalera y contempló la nieve del césped, distraído e inhalando aire con suavidad, admirando el extraordinario violín que resonaba en el espacio.
Un violín... Así era Paula Chaves, un violín, de aspecto pequeño, dulce e incluso frágil a veces, pero engañoso, porque, en realidad, era capaz de aplastar una masa humana con su fortaleza e hipnotizar al más escéptico de los hombres.
Su iPhone vibró en el bolsillo delantero del pantalón. Se sobresaltó. Lo sacó. Era un mensaje de ella.
Paula: ¿Te importaría venir a buscarme dentro de un rato?
Pedro sonrió con embeleso. Su mujer no sabía que él estaba a solo unos pasos de distancia.
Pedro: Cuando quieras, Bella Durmiente.
Paula: ¿Y podrías traerme pastelitos de crema?
Pedro: Creo que te los terminaste ayer... Le pediré a Julia que haga más.
Telefoneó a la mansión para no moverse de donde estaba. Descolgó Daniela. El ama de llaves le dijo que por supuesto hablaría con la cocinera.
Cuando finalizó la llamada, tenía un nuevo mensaje de su mujer.
Paula: Gracias... Por los pastelitos y por acompañarme... Pensarás que te has casado con una niña por asustarme ayer y hoy. Tengo pánico a perderme, lo siento...
Su dulce Paula había regresado... Pedro se apoyó en el cristal y se deslizó hacia el suelo. Estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.
Escribió:
Pedro: Todo el mundo tiene miedo de algo.
Paula: ¿Tú de qué tienes miedo?
Pedro: Tengo miedo de que te vayas otra vez.
Se pasó la mano por la cabeza, reprendiéndose en silencio por ser tan idiota. La noche anterior había estado a punto de confesarle sus sentimientos...
Menos mal que en el último instante la cordura había vuelto a su cerebro y se había frenado a tiempo de cometer una insensatez.
Su móvil vibró.
Paula: Me fui por ti.
Pedro: Fui un cabrón insensible por dejarte tirada en el ascensor. Sé que ya es tarde, pero... Lo siento...
Ella tardó un par de minutos en contestar.
Paula: Tratas a todas igual, Pedro. Las usas y las deshechas. Yo fui una más de tus conquistas, aunque nunca me arrepentiré porque Gaston es mi vida... Cuando me quedé embarazada, me enfadé mucho contigo. Te odié durante meses. Y al llegar a Boston después de diez meses alejada de ti, me veo obligada a casarme contigo, el mismo hombre que, sí, me dejó tirada en un ascensor, que al principio pretendía vengarse de mí y cuya personalidad es como la de un troglodita.
Pedro respiró hondo de manera abatida.
Pedro: ¿Hay algo que pueda hacer para que lo olvides y me perdones?
Paula: No. Pasó. No hay marcha atrás. Y lo peor de todo es que no te odio, aunque te lo merezcas...
Sonrió.
Pedro: Es que soy irresistible, rubia, ya lo sabes.
Paula: Tu ego me está asfixiando... Al final me vas a echar de Los Hamptons.
Él se echó a reír, pero enseguida adoptó una actitud seria.
Pedro: Si te sirve de consuelo, la resaca que tengo es por tu culpa...
Paula: No sabía yo que tenía poderes de hipnosis... Explícate, soldado, siento curiosidad...
Pedro: Me vuelves loco la mayor parte del tiempo. Anoche fue una de esas veces... Conseguiste tu objetivo. Estoy celoso, ¿contenta, rubia?
Paula: Pero bebiste anoche y yo conocí a Mario hoy. ¿Te pusiste celoso solo porque te dije que quería aprender a montar a caballo con un chico guapo?
Pedro: Me ofrecí para enseñarte yo y te negaste. Te pedí que no te acercaras a Mario y lo hiciste. De hecho, has estado tres horas subida a un caballo y abrazada a él.
Comenzó a respirar con dificultad. Una tormenta estaba a punto de estallar.
Paula: Solo estuve la última de las tres horas sentada en la silla delante de Mario. Y no lo abracé, él me sujetó para que no me cayera. Y Anabel se te insinúa todo el tiempo en mis narices, delante de tu mujer, que soy yo, y solo llevamos aquí un día. Dentro de seis, cuando volvamos, ¿os descubriré en algún armario? Repito: es insultante.
Pedro: ¿Qué es insultante?, ¿que yo le parezca atractivo a una mujer?
Paula: No vayas por ahí, Pedro. ¡Y no es una mujer, es una niña!
Pedro: Pues ella, mujer o niña, me demuestra que le parezco atractivo.
Paula: ¿Qué significa eso? ¡Yo nunca he dicho que no me parezcas atractivo!
Pedro: Tampoco te he oído decir lo contrario... ¡Ah, claro! Es que a la rubia no le gustan los halagos. Pues no todos somos como tú, ¿lo sabías?
Pedro estaba cada vez más enfadado. Se incorporó y rodeó la mesa de billar infinitas veces hasta que el iPhone vibró de nuevo.
Paula: ¡Madura!
Pedro: Me corrijo, a la rubia sí le gustan los halagos, pero de otros que no sean los de su marido. Lo has dejado bien claro hace un rato.
Paula: ¿De qué estás hablando?
Pedro: Antes ha dicho Mario que tú eras demasiado guapa para mí. Yo le contesté que no se molestara en halagarte porque no te gustaba. Y respondiste que algunos halagos sí te gustan. ¡Es obvio, joder!
Paula: Increíble... ¡Me refería a ti! ¡Es que eres imbécil!
Pedro: ¿De qué estás hablando tú ahora? Y no me insultes, víbora.
Paula: Ayer me dijiste que yo era la mujer más hermosa que habías visto en tu vida... Aunque a lo mejor se te ha olvidado, porque has halagado a muchas, bichito...
El corazón de Pedro se detuvo de golpe.
Pedro: Jamás podría olvidar lo que te dije ayer, porque es lo que siento desde que te conocí.
Paula: No juegues conmigo, Pedro. No soy una de tus conquistas.
Pedro: Claro que no, ni lo serás nunca. Eres mi mujer. Y no estoy jugando. Si fueras un juego, lo que estuvo a punto de suceder ayer, te aseguro que hubiera sucedido hace ya unos días.
Paula: ¿Y por qué no lo has intentado antes? ¿No soy tan sexy como tus ligues?
Su estómago se alborotó. Su erección tensó los vaqueros hasta casi romper la cremallera.
Pedro: Ya te lo dije. Quiero que me necesites tanto que no puedas respirar sin que yo te bese o te acaricie, porque contigo quiero más, rubia, te quiero a ti.
Pedro suspiró de forma entrecortada. Apoyó las caderas en la mesa de billar, porque las rodillas se le doblaron. ¡Estaba atacado!
Paula: ¿Y si te dijera que cuando te hablaba mal en el hospital era porque no soportaba que a mí no me mirases como mirabas a las demás?, ¿que no he dejado de pensar en ti un solo día desde que me dejaste tirada en el ascensor?, ¿que te he odiado, sí, pero que soñaba con volver a verte, sin importarme que me dejaras tirada otra vez en un ascensor?, ¿que he llegado a un punto que me da igual ser una conquista más con tal de que me hagas el amor una sola vez? Porque yo también te quiero a ti...
Literalmente, Pedro Alfonso se cayó al suelo.
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Ayyyyyyyyyyyyy, al fin se dijeron lo que sienten, lástima que por mensajes.
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