sábado, 9 de noviembre de 2019
CAPITULO 54 (SEGUNDA HISTORIA)
Se despertó con una resaca terrible. Le martilleaba la cabeza. Alzó los párpados e incorporó medio cuerpo. Tenía la boca pastosa por el maldito alcohol que había ingerido. Hacía muchos años que no se agarraba tal cogorza; de hecho, nunca se había agarrado tal cogorza. La culpa era de una condenada rubia. ¡Sí! ¡Ella, solo ella!
Se tambaleó hasta la bañera. En ese momento, le disgustó que no hubiera una ducha. Después, se vistió con unos vaqueros, una camiseta de manga larga, un jersey grueso y sus zapatillas de ante. Se dirigió a la cocina, pero se cruzó con Mauro en la entrada de la mansión. Su hermano sujetaba a los bebés en brazos.
—¿Dónde...? —fue a preguntar, pero recordó la discusión. Y se enfadó—. ¿Te han dejado con los dos? —cogió a Gaston, lo besó en la frente y lo acunó en el pecho—. ¿Qué hora es?
—La una —masculló Mauro, también enojado—. Llevan desde las diez afuera. Ya deberían estar aquí.
—¿Desde las diez? —repitió, incrédulo—. Esa rubia me va a escuchar... — le devolvió al niño y salió de la casa sin molestarse en abrigarse.
La vivienda era un precioso castillo de piedra gris, con dos torres, y su tamaño era grandioso.
El césped nevado se extendía alrededor de la
construcción, con subidas y bajadas en las que los hermanos Alfonso se habían tirado en trineo cuando eran pequeños. Había un invernadero a modo de cabaña en el lateral derecho. En la parte trasera, estaban el garaje y otra casa independiente, donde se encontraba, además, la piscina cubierta.
Él se encaminó hacia los establos, a unos minutos de la mansión, a la izquierda. La estructura de las cuadras era de madera y en forma de T. La puerta corredera estaba abierta y los empleados trabajaban en el mantenimiento: unos limpiaban y otros alimentaban a los caballos. Buscó a Jorge, el encargado, un hombre de sesenta años, de aspecto vigoroso y sin pelo desde hacía unos años ya.
—¡Pedro! —lo saludó con una amplia sonrisa—. ¿Qué tal, muchacho?
—Hola, jorge —le devolvió el gesto. Se abrazaron—. Estaba buscando a mi mujer y a mi cuñada. ¿Están aquí?
—Están paseando con Claudio y Mario. Hace rato que se marcharon, así que no creo que tarden.
—¿Se las han llevado sin saber montar? —la rabia se apoderó de Pedro a un ritmo alarmante. Notó cómo le ardía la cara y cómo la arruga de su frente se intensificaba hasta rozar el dolor.
—No te preocupes, van con ellos en los caballos —contestó Jorge, agachándose para alzar un saco de heno.
—¿Cómo que van...?
No pudo terminar la frase porque unas risitas femeninas lo interrumpieron.
Clavó los ojos al fondo de la galería y se petrificó. El encargado tenía razón: Claudio sujetaba por la cintura a Zai, subidos ambos en un magnífico semental blanco, el caballo de Mauro; el otro semental, una preciosidad zaina con la cola y las crines negras, el caballo de Pedro, lo guiaba Mario, que rodeaba a Paula para que no se cayera.
¡Y una mierda para que no se caiga!
Se detuvieron en la intersección de la T. Él avanzó, respirando de manera contenida. Sería capaz de lanzarse a golpes contra Mario, de su misma edad y aspecto, y le tenía tantas ganas...
Mario Shaw, el mayor, y su hermano Claudio, eran morenos, de pelo corto y ojos verdes. Todas las doncellas caían rendidas a sus pies y se ruborizaban en su presencia. El pequeño, más delgado, era muy simpático, agradable y educado; el mayor, ancho como Pedro, en cambio, era déspota, prepotente, engreído y un auténtico mujeriego.
—Creo que tu marido va a castigarte, Pauli —dijo Mario, saltando al suelo y seguidamente alzando los brazos para ayudar a la joven a bajar.
¿Pauli? ¡Yo lo mato!
Ella se sonrojó y aceptó el gesto. Pedro se olvidó por completo del resto, centrándose en el manoseo de Shaw hacia su mujer.
—¡Hola, Pedro! —lo saludó Zaira, antes de besarlo en la mejilla—. Hace mucho frío, pero ¡ha sido genial! —aplaudió—. Gracias, Claudio —sonrió con dulzura.
—De nada, Zai —le devolvió la sonrisa y le tendió la mano a él—. ¿Qué tal, Pedro? Ha pasado un año.
—Sí —contestó, estrechándosela—. Veo que habéis conocido ya a mi mujer —recalcó el adjetivo posesivo.
—Es demasiado guapa para ti, ¿no, Alfonso? —declaró Mario con una sonrisita de satisfacción y sin soltarla todavía.
—No te molestes, no le gustan los halagos —señaló Pedro, cerrando las manos en dos puños sin darse cuenta y sin dejar de mirar con resentimiento a Paula.
—Algunos sí me gustan —lo corrigió ella, colorada y contemplándolo a él, pero sin alejarse de Shaw.
¿Algunos sí? Será... ¡víbora!
—Ya está la comida preparada —anunció Anabel, que apareció en el momento justo, y se aproximó hacia él con su característico flirteo.
Pedro observó cómo a Paula se le cruzaba el semblante por los celos, y decidió aprovecharlo para que recibiera su propia medicina. Le había advertido que no se acercara a Mario y había ignorado su consejo. Perfecto.
Esto es lo que te mereces...
Se giró y sonrió a la doncella.
—Muéstrame el camino, Anabel —le pidió él con voz aterciopelada y seductora.
Anabel asintió y se colgó de su brazo. A Pedro no le pasó por alto la mirada de suficiencia que le dedicó Anabel a Paula. En otras circunstancias, él no se hubiera comportado así, porque no lo necesitaba, amaba a su mujer con toda su alma, pero los celos eran siempre malos consejeros... En realidad, se sintió asqueado por permitir el contacto de Anabel y, nada más entrar en la mansión, se soltó con delicadeza.
Su hermano echaba humo por las orejas.
Supuso que los niños estarían con Daniela y Julia.
—¿Dónde está? —exclamó Mauro, haciendo aspavientos en el recibidor.
—Con Claudio y Mario —contestó la doncella, antes de desaparecer por el pasillo que conducía a la cocina.
Zaira y Paula se unieron a ellos.
—¡Ya era hora, joder! —rugió Mauro.
Zai se mordió el labio para ocultar una risita, se aproximó a su marido y lo rodeó despacio por el cuello, de puntillas. Automáticamente, Mau la abrazó y la besó con rudeza sin esconderse, levantándola en el aire y sacándola de allí. Se encerraron en el salón pequeño.
Pedro sonrió, pero la alegría se esfumó cuando su mujer pasó frente a él. La agarró de la muñeca, parándola en seco.
—¿Adónde crees que vas?
—Tanto ejercicio me ha dado hambre —respondió ella, con una expresión de indiferencia.
—Primero, ve a por tu hijo, que lo has desatendido —escupió con desagrado.
—Como tú, ¿no? —retrocedió, pero no consiguió escapar de la sujeción de Pedro—. ¡Suéltame, borracho!
—¿Borracho, yo? Solo fueron un par de copas —mintió, irguiéndose—. A ver si ahora no voy a poder beber. Tú haces lo que quieres —se inclinó—, pues yo, también, querida esposa —recalcó adrede.
—Lo hiciste aposta. Pero ¿sabes qué? He quedado con Mario mañana también, y el resto de la semana. No te salió bien la jugada, bichito.
—Pues, ¿sabes tú qué? —tiró de ella y la pegó a su cuerpo—. Aquí vienen las consecuencias —entrecerró la mirada—. El borracho tiene sed, rubia — bajó los párpados y la besó con saña.
Paula le golpeó el pecho, pero solo al principio, porque, en cuanto la embistió con la lengua, se rindió... Él la envolvió entre sus brazos con fuerza, al igual que ella a él. Se devoraron con una pasión que mareó a Pedro de puro placer.
¡No, no y no! ¡Detente! ¡Es una víbora!
Y se detuvo con brusquedad. Los labios hinchados y húmedos de su mujer le arrancaron un jadeo involuntario. Pero debía centrarse. No podía someterse a sus encantos. El problema era que la deseaba tanto... ¿Por qué no acabar con la agonía? ¿Por qué no llevársela a la cama de una vez y para siempre? Pues porque necesitaba su corazón antes que su entrega carnal, así de simple, pero así de complicado...
Si estaban enfadados, celosos o, incluso, si le robaba besos, perdía puntos.
—Lo siento —se disculpó él, serio y aún afectado por aquel beso tan increíble—. Tienes razón. No debí beber, pero no lo hice para que cuidaras de Gaston y no montaras a caballo con Mario, me creas o no —suspiró—. Solo... —desvió los ojos—. Quería desconectar.
—Pues tienes un hijo, Pedro —lo reprendió—. No puedes desconectar.
—¿Y tú, sí? —rebatió, alucinado por sus palabras—. ¿Tú puedes montar a caballo durante tres horas y yo no puedo beber? ¿Tú sí puedes desconectar y yo, no?
—Yo monto a caballo —aclaró, colocando los puños en la cintura—, tú te emborrachas. Hay una diferencia abismal, Pedro, ¡abismal!
—Es lo mismo: desconectar.
—Mira, no nos vamos a poner de acuerdo —dejó caer los brazos, derrotada—. He perdido el apetito. ¿Dónde está Gaston? Quiero irme a la habitación —le ofreció la espalda
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