jueves, 21 de noviembre de 2019

CAPITULO 70 (SEGUNDA HISTORIA)




Le resultó tan complicado decirle todo aquello que se incorporó, haciendo una mueca al separarse de su cuerpo. Se ajustó la ropa interior. Necesitaba distanciarse. Sin embargo, Pedro la abrazó por la espalda y la besó en la coronilla. Paula, al fin, lloró de forma desconsolada. Él la giró y la cogió en vilo. Se sentó en el borde de la cama y la envolvió con ternura entre sus protectores brazos.


—Tú también eres importante para mí, Paula, más de lo que crees y más de lo que soy capaz de explicar.


Paula dio un respingo.


Mi nombre... Paula...


—Esto para mí no es ningún juego —prosiguió Pedro en un tono seco—. Y no pienso buscarme a otra porque a quien necesito es a ti, a nadie más. ¿Lo entiendes? —añadió, zarandeándola.


Pedro... —lo rodeó con los brazos.


Se apretaron, temblando los dos. 


Permanecieron en esa postura una
maravillosa eternidad.


—¿Te gustaría que nuestro matrimonio fuera real? —se atrevió a preguntar ella, notando su rostro calcinado por la vergüenza.


—Sí quiero, rubia —asintió, solemne.


Los dos se rieron.


—Y ahora, a dormir —anunció él, quitándole el jersey y la camiseta—. Y te quiero desnuda en la cama —sonrió con picardía, desabrochándole el sujetador—. Todas las noches desnuda, nada de camisones ni ropa interior, ¿de acuerdo?


Paula fue a cubrirse, pues la embargó la timidez, pero su marido adivinó lo que pretendía, se inclinó y depositó un beso muy suave en cada uno de sus senos. Un rayo recorrió su cuerpo y gimió sin poder evitarlo.


—Tu pecho es precioso —le dijo él en un tono apenas audible. La levantó y le retiró las braguitas—. Y tu culo... —gruñó, la tumbó bocabajo sobre el edredón y le pellizcó las nalgas con los dientes.


—¡Pedro! —brincó.


—No puedo... Esto no es normal —farfulló, alejándose—. Joder... Ponte el camisón y duérmete.


Escuchó un portazo. Desorientada, se giró y descubrió que estaba sola y ardiendo en fiebre... 


Se puso el camisón. Gaston sollozó por el ruido. 


Lo cogió en brazos, lo acunó y le cantó una nana hasta que se durmió. Lo acostó en la cuna y lo arropó. Después, se acercó al baño y abrió: Pedro estaba inclinado sobre el lavabo, donde descansaban sus manos; tenía la cabeza echada hacia adelante. Paula avanzó y se coló entre el mármol y él.


—Hola, soldado —sonrió.


—Hola —refunfuñó como un niño.


—¿Te vienes a la cama conmigo? —le preguntó con infinita dulzura—. Mañana madrugamos y es tarde.


—Para dormir —recalcó adrede.


—Para dormir —ocultó una risita, lo agarró de la muñeca y tiró.


Él se dejó guiar. La joven lo sentó en el lecho y comenzó a desnudarlo, sonriéndole con cariño. Sus ojos le gritaban cuánto lo amaba, resultándole imposible seguir escondiéndolo más. Los de Pedro, en cambio, no se perdían un solo detalle.


Ninguno habló. Él permitió que lo desvistiera. 


Ella se arrodilló a sus pies y le quitó las zapatillas, los calcetines y los pantalones. 


Luego, abrió las sábanas y esperó a que se metiera. Lo cubrió con el edredón. En ese momento, pensó que ese hombre no estaba acostumbrado a que lo cuidaran, pero le gustaba recibir dichas atenciones, porque no se había quejado, al contrario, se había dejado mimar.


Tan fuerte, tan autoritario, tan arcaico a veces, pero, en el fondo, es un nene, mi nene grandullón...


—Buenas noches, mi guardián —le besó la mejilla.


Paula se introdujo por su lado correspondiente. Al instante, Pedro la rodeó por la cintura con un brazo y debajo de su cabeza recostó el otro, atrayéndola hacia su calidez.


—Buenas noches, rubia —la besó en el pelo.


Y se durmieron.




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