domingo, 26 de enero de 2020

CAPITULO 109 (TERCERA HISTORIA)





Frenó en seco al traspasar los flecos. Sus tres amigos y sus dos hermanos, vestidos todavía con el esmoquin, estaban tumbados en el suelo o apoyados en el sillón, descansando con los ojos cerrados. Rocio dormía en el sofá. Zaira,
descalza, preparaba chocolate caliente en la cocina; se había cambiado el traje de la fiesta por un vestido veraniego de color blanco, y se había recogido el pelo en su característica trenza de raíz lateral.


—He ido a casa —le dijo su cuñada—. Te traje ropa. Supuse que te quedarías con ella —sonrió con tristeza—. Es la bolsa y la funda que hay en la entrada. También traje algo de comida, bebida y chocolate. La nevera estaba casi vacía. Paula necesitará comer.


Él sintió el pecho explotar, sobrecogido por la emoción. Se acercó a la pelirroja y la abrazó. Zaira lo correspondió de inmediato, acariciándole la espalda con dulzura. Pedro lloró. Ella, también.


—Gracias... —le susurró Pedro en un tono apenas audible.


—¿Ya sabes si...?


—No ha dicho nada que no sea mi nombre.


Su cuñada apagó la vitrocerámica y se sirvió una taza. Sacó una chocolatina con almendras del frigorífico y se la tendió. Él se la comió en silencio, Zai bebió su chocolate sin pronunciar palabra.


Horas más tarde, Mauricio, Lucas y Daniel se marcharon. Manuel y Rocio se fueron al ático para quitarse los trajes de la gala y recoger a los niños en la mansión.


Pedro les rogó que no comentaran nada a nadie, ni siquiera a sus padres.


Zaira había pensado también en la ropa de su marido, por lo que Mauro se quedó y se cambió en el loft.


Telefonearon a un servicio de cerrajería de guardia, porque era domingo.


Un hombre uniformado se presentó en el apartamento y cambió la cerradura de la puerta, entregándoles una única llave. Ya haría Pedro copias al día siguiente.


Paula, al fin, despertó. Los tres estaban cocinando cuando ella surgió en el salón. Su hermano le dio un codazo al verla. Pedro la observó y extendió los brazos en cruz.


—doctor Pedro... —corrió y se arrojó a él.
Se le encogió el corazón al oírla. Tuvo que parpadear para enfocar la borrosa visión.


—¿Tienes hambre? —le preguntó Pedro.


Paula afirmó con la cabeza. Él se la besó. Su cuñada se acercó a ella con una sonrisa y le preguntó:
—¿Te apetece que te haga unas trenzas? Hace un poco de calor para el pelo suelto, ¿no crees?


Paula asintió, sonriendo, Zaira la tomó de la mano y se la llevó a la habitación.


Entre Pedro y su hermano terminaron la comida y prepararon la mesa del salón. Escuchaban hablar a Zai y algunas risas, no solo procedentes de la pelirroja, y eso ayudó a mitigar la ansiedad de Pedro, aunque no desapareció.


Se sentaron a esperarlas.


—¿Se lo contarás a Elias? —inquirió Mauro.


—No haré nada hasta que hable con ella. Y la decisión será suya. Aunque ya me la imagino.


—Pues que no te extrañe, Pedro. Cualquiera en su situación no querría hablar de esto con nadie, mucho menos con sus padres.


—Pero tienen que saber qué clase de hombre es Anderson —golpeó la mesa con el puño.


—Y lo sabrán, pero, como tú dices, la decisión es de Paula. Y —levantó una mano— Lucas tiene razón. Deberías llevarla a un hospital.


—La puedo reconocer yo.


—No eres ginecólogo, Pedro —se inclinó—. No seas idiota, ¿de acuerdo?


—No la va a tocar nadie hasta que no me cuente lo que pasó —rechinó los dientes.


La aludida apareció, interrumpiéndolos. Él se puso en pie al instante y admiró su suave caminar. Estaba descalza, pero el pijama ya no le cubría el cuerpo, sino unos short vaqueros muy claros y una camiseta blanca, además de dos trenzas de raíz que le había hecho Zaira. Sencilla, natural, cómoda.


Pedro experimentó un regocijo cuando ella lo besó en la mejilla.


—Hola, doctor Pedro.


Sonrieron, sin transmitir felicidad, aunque se esforzaron.


Se sentaron y disfrutaron de un almuerzo relajado, incluso Paula comentaba sobre lo que hablaban, que se resumía a las vacaciones en Los Hamptons.


Manuel, Rocio, Gaston y Carolina tocaron el timbre a media tarde.


—No hemos podido venir antes —se excusó la rubia, empujando el carrito con su hijo hacia el salón.


El resto del día transcurrió tranquilo. 


Charlaron sobre la fiesta, rieron,bromearon. Sin embargo, él estaba inquieto porque los verdes luceros de su muñeca transmitían esa pesada carga tan propia en su persona.


Antes de cenar, su familia los dejó solos. Pedro encendió el iPod y se tumbaron en el sillón.


—No lo hizo.


Aquellas tres palabras le arrancaron a Pedro un gemido de alivio. La apretó contra el pecho.


—Me llamó Adela—le contó él—. Buscó el teléfono de la casa de mis padres en la guía. Me dijo que había escuchado golpes y gritos de tu apartamento, pero que tú le habías dicho que todo estaba bien. No se fio porque vio a Anderson entrando aquí muy enfadado.


—Creo que es la primera vez que me alegro de que la señora Robins sea una cotilla.


Los dos se rieron. Pedro la acomodó encima de él, a lo largo, y la cogió de las mejillas.


—Mañana tengo que ir al hospital a arreglar todo para adelantar las vacaciones. Nos iremos a Los Hamptons cuando tú quieras, pero me quedaré contigo desde hoy. Lucas arregló la puerta del baño y un cerrajero ha cambiado
la cerradura de la puerta principal. Nadie que tú no quieras entrara aquí. Te lo prometo.


—Mi héroe... —alzó las manos y le acarició el rostro con las yemas de los dedos—. Siempre estás ahí...


—Siempre estaré para ti, Pau, nunca lo dudes.








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