domingo, 26 de enero de 2020
CAPITULO 110 (TERCERA HISTORIA)
No cenaron, como tampoco se movieron. Se quedaron dormidos en el sofá.
A medianoche, Pedro la transportó a la cama. Y no se alejó de ella hasta que se despertó para ir a trabajar.
Se duchó y se arregló en el baño. Zaira también le había traído tres trajes, tres camisas blancas y tres corbatas negras. Adoraba a sus cuñadas, así de simple, eran las mejores.
Al salir del servicio, se encontró a Paula vestida.
Se estaba calzando unas Converse blancas. Él se arrodilló a sus pies.
—Es muy temprano para que estés levantada. Duérmete otra vez.
—Quiero estar contigo, si no es molestia —se sonrojó.
Vulnerabilidad.
A Pedro le invadió de nuevo la rabia, la impotencia y la desesperación.
Caminaron de la mano hasta el hospital. En el despacho, ella se recostó en el sofá mientras Pedro se ajustaba la bata y guardaba la americana en la taquilla.
Encendió el ordenador y comprobó las consultas que tenía esa mañana. No había prevista ninguna operación.
Paula se quedó dormida, hecha un ovillo. Él le escribió una nota que le dejó en el suelo y se reunió con el doctor Hernan Walter.
—Estaré fuera una temporada —le comunicó a su compañero—. Te quedas al mando.
—¿Cuánto tiempo? —quiso saber Walter, acomodado en su silla de piel tras su escritorio.
—No lo sé —se encogió de hombros—. Tengo tres meses de vacaciones, pero no creo que esté tanto. Quizás, unas semanas, o un mes. No lo sé. Voy a hablar con Jorge ahora.
—Le diré a Tammy que me pase todos tus pacientes.
—Gracias, Walter —se levantó de la silla y le tendió la mano.
—¿Todo bien, Alfonso? —se preocupó Hernan, estrechándosela—. Estás muy serio.
—Todo estará bien... —musitó Pedro, ausente.
Subió a la última planta, al despacho del director del General. La madre de Rocio, Juana Wise, una mujer de aspecto menudo, morena, de cálidos ojos azules y de dulce rostro angelical, le abrió la puerta. Suplía la baja de la secretaria de Jorge West, su actual pareja.
—¡Hola, cariño!
—Hola, Juana —correspondió Pedro, abrazándola.
—Buenos días, Pedro —lo saludó Jorge, a su derecha.
Los dos hombres se sentaron en torno a la mesa.
—Si estás aquí, deduzco que es por tus vacaciones.
—No sé cuánto tiempo estaré fuera, pero he dejado al doctor Walter a cargo de todo. Es el mejor.
El director era un hombre de casi setenta años, divorciado desde hacía mucho tiempo. Era delgado, de estatura normal, tenía un bigote muy fino encima de su boca pequeña y el pelo encanecido lo llevaba engominado hacia atrás, revelando sus pronunciadas entradas.
—¿Estás bien, Pedro? —analizó su cara con los ojos entornados.
—Claro —se incorporó—. En cuanto deje todo listo, me iré.
—¿Hoy?
—Sí.
—Muy bien, hijo. Nos veremos. Disfruta de tus merecidas vacaciones — sonrió y le tendió la mano.
—Gracias, Jorge —se la estrechó—. Adiós, Juana.
—Adiós, cariño —se despidió la mujer.
Y se fue. Bajó a su planta y buscó a la jefa de enfermeras, a la que encontró en la sala de descanso preparando una infusión.
—Me marcho hoy, Tamy. Cualquier cosa, acude a Hernan, ¿de acuerdo?
Tamy sonrió con picardía. Le ofreció la taza.
—Es para Paula—le explicó la enfermera—. He ido a tu despacho para organizar el día y la he encontrado allí. Me ha dicho que le dolía la cabeza, así que le he preparado una tila.
—Gracias, Tamy —la besó en la mejilla—. Eres un amor.
—No hay de qué, doctor Pedro —le guiñó el ojo—. ¿Cuándo volverás?
—No lo sé —se encogió de hombros.
—Me alegro mucho por ti. Paula es una niña maravillosa.
—Lo es —sonrió y se marchó.
Entró en su despacho. Paula estaba hablando por teléfono, de espaldas a Pedro, frente a la ventana, tenía una mano en la cintura.
—Sí, por favor —dijo ella—. Solo con los dos, mamá... Vale... Muy bien... Habla tú con papá... Allí nos vemos... Adiós —y colgó. Se giró y dio un respingo al verlo—. No te he oído entrar —dejó el iPhone en el escritorio.
—Toma —le dio la infusión—. ¿Te duele la cabeza?
—Sí —contestó con el ceño fruncido y una expresión de agotamiento—. Es la tercera vez que me llama en diez minutos. Quiero hablar con mis padres y decirles que se cancela la boda, pero mi madre está empeñada en invitar a Ramiro a la cena. Me he negado, por supuesto —bebió un sorbo pequeño.
—¿Les vas a contar...?
—No —se irguió—. No necesitan saberlo. Y yo no necesito hablar de ello.
El tono duro que empleó sobresaltó a Pedro.
—Lo siento... —se disculpó Paula enseguida, dejando caer los hombros —. Es por culpa de la cabeza. Cuando me duele, soy insoportable.
Él la rodeó por la cintura y la besó en el flequillo.
—Termino unas cosas en el ordenador y nos vamos —anunció Pedro, soltándola con esfuerzo.
Ella asintió y se acomodó en el sofá con la taza.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No entiendo por qué lo sigue cubriendo???
ResponderEliminar