viernes, 31 de enero de 2020
CAPITULO 125 (TERCERA HISTORIA)
Pedro terminó de cenar en perpetuo silencio.
Luego, se dirigieron al club de Bruno Hawks. Un aparcacoches se encargó de los dos coches.
El propietario de la discoteca —con terraza al aire libre abierta en verano—, los recibió en las escaleras de entrada. La música comercial ya se oía desde la calle. Una cola muy larga rodeaba el edificio, de dos plantas.
—¡La familia Alfonso al completo! —exclamó Hawks, posando una mano en el corazón con dramatismo—. Es todo un honor —bromeó—. Pero, esperad, ¿qué ven mis ojos? —ladeó la cabeza, mirando a Paula—. ¿Y esta muñequita?
Pedro no supo cómo se controló, pero lo logró. Bruno, amigo de Manuel, tenía la edad de Mauro, treinta y siete años; era alto, de complexión atlética, irresistible para el sector femenino y envidiable para el masculino, un mujeriego, millonario de cuna y dueño de varios clubes exclusivos y para gente de gran poder adquisitivo, en Nueva York, aunque en verano siempre estaba en Southampton.
—¿Es tu chica, Pedro? —quiso saber Hawks, tendiéndole la mano, que él estrechó.
—Es nuestra amiga —respondió la rubia en su lugar—. Bruno, te presento a Paula.
—Es un verdadero placer —dijo Bruno, tomando la mano de ella para besarle los nudillos.
—Igualmente, Bruno —sonrió.
Hawks los acomodó en el mejor rincón del club, en unos sillones de piel blanca, de diseño, en la terraza, situada en la entreplanta. Un camarero les atendió enseguida y, por órdenes de Bruno, las bebidas que deseasen corrían a cargo del propio Hawks.
Otro problema agregado a la fantástica noche que estaba viviendo Pedro fue cuando Bruno se les unió un rato más tarde y no se apartó de Paula. Los dos charlaron y rieron en su cara.
Los celos ya no poseían medida real en el cuerpo de Pedro... No obstante, mantuvo una fachada de fría serenidad. Sus cuñadas no le hablaban, sus hermanos, tampoco, y Paula parecía tener ojos solo para Hawks.
La mejor noche de mi vida...
Una hora después, Rocio estaba muy cansada y decidieron volver a Los Hamptons; por supuesto, Pedro volvió a conducir solo.
Al aparcar en la mansión, la situación empeoró...
—¿Hacemos una fiesta de pijamas solo de chicas? —sugirió Zaira.
—¡Sí! —gritó la rubia loca de contenta.
Espera... ¡¿Qué?! ¿Encima no duerme conmigo en el pabellón?
—¿Tú también quieres? —le preguntó él a Paula.
—Yo...
—Vamos, chicas —la interrumpió Rocio.
Me pego un tiro... ¡Esto es el colmo!
—¡Ya basta! —vociferó Pedro, asustando a los presentes—. Estoy harto del numerito. ¿Qué pretendéis? —observó a sus cuñadas, adelantando una pierna y gesticulando con los brazos.
—Darte una lección —le confesó Zai, seria, que no enfadada.
—¿Ah, sí? —inquirió él, que se carcajeó sin humor—. ¿Quién me dará la lección?, ¿tú, Zai?, ¿la mujer que huyó de mi hermano por miedo tantas veces que todos perdimos la cuenta? ¿O tú, Rocio?, ¿que te largaste a Europa sin
contarle a Manuel que estabas embarazada porque también tenías miedo? — resopló, negando con la cabeza—. Vosotras no sois nadie para darme lecciones —se irguió—. La única persona que tiene voz y voto es Paula. ¡Ni
siquiera me dejáis enmendar el error que sé que he cometido al alejarme de ella estos días, joder! ¡Y ya me he hartado de tanta gilipollez! ¿Queréis hacerme el vacío, obligar a mis hermanos a que no me hablen, ignorarme todos y prohibir que me acerque a Paula? ¡Perfecto! Llevo seis horas soportándolo.
Enhorabuena, lo habéis conseguido. Lección aprendida —soltó aquello y salió escopetado hacia el estanque.
Ahora quien se cabrea soy yo. ¡No son nadie para tratarme así, joder!
Vale que me he alejado de ella, pero ¿no merezco una oportunidad? ¡Las dos han huido de mis hermanos, y más de una vez! ¿Y se atreven a castigarme?
Se introdujo en su refugio, entre dos sotos, agachándose para no estropearse la camisa con las ramas. Se sentó con la espalda apoyada en el único árbol que había en el interior, al fondo, a la izquierda del pequeño estanque de forma irregular. La grandiosa luna naranja, baja en el cielo, que se vislumbraba en el único hueco del techo frondoso, a la derecha, bañó parte del agua. Los peces de colores brillaban al nadar, creando haces de luces místicas. Era un sitio de reducido espacio, apenas veinte metros cuadrados, pero le encantaba por la paz que se respiraba.
Se deshizo de las zapatillas y de los calcetines.
Se sacó la camisa de los pantalones. Flexionó una rodilla, donde descansó un brazo, recostó la cabeza en el tronco y cerró los párpados.
—Dios mío... —pronunció un intruso.
Pedro abrió los ojos de inmediato.
Pau...
Su corazón se envalentó. Se miraron unos intensos y magnéticos segundos que estremecieron a Pedro por entero.
Dilo... por favor... Te necesito...
—Qué bonito... —expresó ella en un tono apenas audible.
Pedro experimentó tal alivio que su interior estalló de júbilo.
—No tanto como tú...
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