viernes, 31 de enero de 2020

CAPITULO 127 (TERCERA HISTORIA)




Aquellas palabras le arrancaron un resuello irregular. A punto estuvo de llorar otra vez, pero sus instintos tomaron el control y lo besó con pasión. Ya no se reprimió más, bastante llevaba reprimiéndose, toda su vida...


Enlazaron los labios, succionándose. Pedro le retiró los cabellos hacia atrás y se los sujetó, tirando. Ella arqueó la nuca y su boca se abrió aún más.


Él le introdujo la lengua y Paula se trastornó, empezó a mecerse sobre sus caderas y se dejó engullir por su maravillosa boca, que, en efecto, la estaba conduciendo hacia las alturas.


Pedro le soltó el pelo y metió las manos por dentro del vestido, sin despegarse de sus labios, a los que veneraba con una fogosa exigencia. 


Le rozó el lateral de los muslos y siguió hacia su trasero. Los dos jadearon cuando se lo estrujó; al principio, delicado, como si tuviera pánico de romperla, pero después... con desesperación.


Paula se retorció y empezó a desabrocharle la camisa, con torpeza porque le resultaba imposible serenarse, su boca la tenía totalmente esclavizada... Y se le atascó un botón. Él se tragó su grito de frustración y la devoró con más ansias. Enseguida, sus manos quedaron apresadas por las de Pedro, que ascendieron por sus brazos, continuó por sus hombros y se inclinó, tumbándola en el césped. Detuvo el beso y se incorporó sobre las rodillas.


Contemplándola con ojos ardientes, brillantes y enloquecedores, se quitó la camisa muy despacio. Ella se mordió el labio, gimiendo ante la placentera visión de su esbelto torso desnudo. 


Levantó un pie y lo apoyó en las ondulaciones de su abdomen. La suavidad de su piel, la dureza de sus músculos y la belleza de su anatomía la desbordaron de deseo. Se curvó, arrancando hierba entre los dedos de las ganas que la poseían de pertenecerlo por entero, al fin, toda ella... sin contenerse ninguno de los dos, sin reprimirse más tiempo...


El vestido se arrugó en sus ingles, revelando un atisbo de su ropa interior.


La mirada de Pedro se endiabló al fijarse en sus braguitas de algodón.


—Rosa... —gruñó él, cogiéndole el tobillo y alzándole la pierna para besárselo.


Paula suspiró sonoramente y echó hacia atrás la cabeza, arqueándose más.


Pedro le roció el tobillo de besos húmedos, y continuó hacia arriba, abrasando cada centímetro con la lengua y con los labios, al tiempo que se cernía sobre ella. Alcanzó las braguitas y depositó un casto beso en su intimidad por encima de la tela. ¿Casto?


—¡Cielos! —exclamó Paula, por un segundo desorientada.


—Sí, muñeca, al cielo... Dentro de poco...


Le quitó el ancho cinturón y siguió besándola a medida que iba subiendo el vestido. Se detuvo en el ombligo y lo silueteó con los labios y con la lengua.


Ascendió al sujetador y succionó la piel que sobresalía de cada seno. Le sacó la prenda por la cabeza, dejándola en ropa interior.


—Mi muñeca... —susurró, áspero y respirando con dificultad.


La analizó de manera osada, comiéndosela con los ojos. Ella se sintió hermosa, desinhibida y muy sexy. Estiró y encogió las piernas sin parar. 


La mirada de triunfo de su héroe le robó un gemido tras otro. Su cuerpo lo reclamaba. Su corazón hacía ya rato que no palpitaba.


Pedro...


Pedro la observó, enfadado, de repente, apretando la mandíbula.


—Doctor Pedro —se corrigió, sonriendo con malicia—. Mi doctor Pedro...


Paula alzó los brazos hacia su rostro, metió los dedos entre sus cabellos y tiró, instándolo a agacharse. Él gruñó y se tumbó entre sus piernas. Y se besaron entre resoplidos propios de la agonía que padecían.


Ella, ávida por acariciarlo, le desabrochó los vaqueros. Pedro tuvo que incorporarse para bajárselos, pero Paula no quería despegarse de sus labios y lo siguió. Se arrodillaron de nuevo. 


Ella comenzó a retirarle los pantalones, pero él aterrizó sobre el trasero, perdió el equilibrio y acabaron en el césped.


Pedro la abrazó de inmediato, deshaciéndose de los vaqueros con sus propios pies, prácticamente a golpes. Paula se rio. Sin embargo, de inmediato la diversión se evaporó, porque él, ansioso, le rompió el sujetador en la espalda.


—Ay, Dios... —jadeó ella.


Rodaron. No notó el frescor de la húmeda hierba porque estaba ardiendo de deseo, placer y más... Pedro la desnudó por completo a manotazos de las prisas que tenía y besó su cuello, lo recorrió hacia el escote y volvió a ascender hacia su oreja, que mordisqueó con exquisita habilidad. Bajó una mano a su inocencia y, en cuanto la tocó, gritaron los dos...


—Joder, Pau... Estás ardiendo... Me quemas los dedos... Me quemas la mano... Me quemas entero... Y te aseguro que me encanta quemarme por ti... Joder...


—Quiero quemarme más... —pronunció en un hilo de voz—. Quiero quemarte más...


Él rugió por sus palabras y se quitó los calzoncillos. Buscó un preservativo en su cartera, que guardaba en el bolsillo del vaquero, pero ella no se lo permitió y tiró de nuevo de sus brazos para que se tumbara sobre su cuerpo.


Lo abrazó con los muslos, apretando.


—Me tomo la píldora desde hace años —declaró Paula en voz baja. No quería comentarle esto, pero lo necesitaba—. Nunca se lo dije.


Pedro comprendió enseguida de quién hablaba, porque se le hinchó una vena del cuello.


—¿Por qué me lo dices a mí?


Él también necesitaba aquello, lo supo ella en ese instante, lo supo por la intensidad con que la miraba, lo supo porque sus ojos se lo estaban suplicando.


—Porque te amo...


Pedro soltó el aire que había retenido y, sosteniendo su peso con el codo, con la otra guio la erección a su intimidad. Se paró y la observó, decidido, pero con timidez, una timidez que a Paula le acarició el alma.


—No he estado con ninguna mujer desde hace un año y ocho meses —le confesó él.


Ella se tapó la boca con las manos. Sollozó. Él se las besó, suave y tierno.


—Por eso decía que eras mi pecado, Pau —frunció el ceño—. Porque me enamoré de ti cuando estabas en coma —meneó la cabeza—. Es de locos...


—No lo es —le acunó el rostro entre las manos—. Es nuestro pecado, porque yo me enamoré de ti cuando mi hermana se moría...


Parpadearon ante lo que acababan de decir y estallaron en carcajadas.


—Sí. Es de locos —reafirmó Paula, sonriendo, radiante.


—Pues, entonces, volvámonos más locos todavía... pero juntos...


Y se acariciaron por todas partes.


Y se besaron como dos locos, siempre desesperados por más, y más, y más...


Entonces, en un arrebato, Paula le presionó el trasero con los talones, desesperada. Y Pedro... Pedro detuvo el beso y la sujetó por la cadera. Su turbia mirada era salvaje. Sus bocas estaban separadas por apenas un milímetro. Y lo hizo... Se enterró profundamente en ella, despacio, pero decidido. Y Paula... Paula creyó morir, abrumada por tantas emociones que sintió al unirse a él.


—Ya eres mía... —le acarició la frente, depositando dulces besos en su cara—. Mi muñeca... —le besó la mandíbula—. Mi Pau... —le besó la comisura de los labios—. Mi mundo... —le besó el cuello—. Mi refugio... — la besó entre los senos y la contempló con fervor—. No te imaginas cuánto te amo...


Cielo santo... Me muero por este hombre...


Lo rodeó por el cuello, atrayéndolo hacia su boca, y se curvó. Pedro se retiró casi por completo y la penetró con tanta lentitud que las gotas de sudor perlaron la piel de los dos. Muy despacio, moribundos, se amaron en plena naturaleza, rodeados de paz, y bajo los pocos rayos que la inmensa luna naranja proyectaba sobre ellos entre los árboles, aislándolos con un manto sobrenatural.


Paula lo besó. Se desquició por la intensidad del clandestino balanceo. Se entregó. Y comenzó a gemir descontrolada cuando el placer amenazó con desbordarla. Fue entonces cuando él le mordió el labio inferior, dirigió la mano hacia su intimidad e incrementó la fuerza de las embestidas.


Y perecieron a la vez...


Ambos bebieron los gritos del otro, besándose con abandono. La liberación supuso el mayor éxtasis vivido hasta el momento, porque, como Pedro había dicho, ya era suya.


—Y tú eres mío...


Él recostó la cabeza en su pecho. Ella lo acunó. 


Todavía sufrían espasmos e inhalaban aire de manera discontinua y ruidosa. Pedro la estrechó contra su cuerpo. Se convulsionaron de nuevo.


Pedro... —sollozó, extasiada.


—Pau... No quiero moverme —besó su cuello mientras le mimaba la piel con las yemas de los dedos.


—No quiero que te muevas...


Y no lo hicieron.




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