viernes, 31 de enero de 2020

CAPITULO 126 (TERCERA HISTORIA)




¡Lo ha dicho! ¡Lo ha dicho! ¡Lo ha dicho!


Paula quiso gritar y llorar de alegría, lanzarse a sus brazos y besarlo, pero se contuvo. Agradeció la oscuridad, porque su cuerpo, no solo su rostro, se calcinó como una potente llamarada de fuego.


Se acercó a Pedro y se arrodilló frente a él, con los talones debajo del trasero. Se había descalzado al pisar el césped de la piscina, por lo que dejó las sandalias a un lado, junto con el bolso.


—Hola —le susurró ella, con las manos en el regazo.


—Hola.


—¿Estás más tranquilo?


—Contigo aquí, no.


Paula sufrió un pinchazo desagradable en el estómago. Se incorporó para marcharse, pero Pedro la agarró de la muñeca y tiró, aterrizando ella en sus piernas. Él la ciñó por la cintura al instante, apresándola, impidiéndole escapar.


—¿Adónde ibas?


—Creía que... —tragó. Los nervios por la cercanía la paralizaron.


—Respira, muñeca, que te vas a desmayar —la atrajo hacia su torso lentamente.


Paula se cubrió la boca con manos temblorosas. 


Sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque no supo si de tristeza, de ansiedad o de felicidad. 


Su interior era un barullo de emociones sin sentido.


Pedro suspiró con fuerza y la abrazó, enterrando la nariz en sus cabellos e inhalando su aroma. Vibraba tanto como ella, que por un momento se quedó rígida, pero al siguiente emitió un sollozo entrecortado y lo correspondió, aferrándose a su héroe con tanto ímpetu que pensó que se fundiría a su poderosa anatomía.


—doctor Pedro... ¿Dónde estabas?


Él la miró de forma anhelante.


—Perdido, Pau... Estaba perdido en el miedo...


Paula lo tomó por la nuca y sonrió, acariciándole el pelo. Pedro bajó los párpados y recostó la cabeza en el tronco que tenía detrás. Ella se sentó a horcajadas y continuó mimando su atractivo rostro con los dedos. Él, al mismo tiempo, mimaba sus muslos por debajo del vestido.


—Tengo miedo de perderte —le confesó Pedro sin variar el íntimo tono que empleaba, tampoco abrió los ojos—. No soy bueno para ti...


Aquello detuvo a Paula. Sus manos se congelaron. Él, entonces, la miró.


—No lo soy —insistió, con una expresión de amargura—. Si Anderson intentó forzarte fue porque te perseguí y no me frené, no pensé en las consecuencias. Y si tu madre te trata tan mal, también es por mi culpa... — inhaló aire, dejando caer los brazos a la hierba—. No soy bueno para ti... Solo te he causado problemas... —cerró los párpados de nuevo y agachó la cabeza —. No querías defraudar a tu familia, pero lo has hecho... Me metí en tu vida una y otra vez, a pesar de que tú me repetías que no querías verme más. Me metí en tu vida porque soy incapaz de alejarme de ti... Pero no soy bueno para ti, Paula, tu madre tiene razón...


Ella se puso en pie. Comenzó a costarle respirar. Se masajeó el pecho, mientras paseaba de un extremo a otro, sin rumbo. Pedro se acercó, asustado, pero Paula se lo prohibió levantando una mano.


—No te acerques —le ordenó con firmeza—. ¡No se te ocurra acercarte a mí si piensas eso! —alzó los brazos, histérica. Le sobrevino un ataque de rabia. Gritó, en lugar de hablar con calma—: ¡Estoy harta! ¡Harta de que todo el mundo crea saber qué es lo mejor para mí! —se golpeó a sí misma—. Es la primera vez en mi vida que soy feliz, la primera vez que sonrío de verdad después de la muerte de mi hermana, la primera vez que decido por mí misma, ¿y te apartas porque crees que no eres bueno, cuando resulta que tú eres el causante de que, por fin, viva, Pedro? ¡Maldita sea! —apretó los puños—. Me salvaste de Ramiro, me sacaste de la oscuridad en la que estaba metida, me muestras el camino cuando estoy perdida —enumeró con los dedos—, me abrazas y siento que nada malo va a suceder... —tragó por la emoción y continuó—: Me besas y... y me derrito... Me miras y me derrito... Me... —se ruborizó—. Me acaricias y me derrito... Y cuando me sonríes... —suspiró de forma violenta.
»En China, soñaba con tu sonrisa... Cerraba los ojos, pensaba en tu sonrisa y me sentía mejor —clavó sus ojos en los suyos, furiosa—. ¿No te das cuenta de que siempre he estado perdida, no solo al despertarme del coma? ¿No te das cuenta de que solo encuentro paz cuando estoy contigo? ¿No te das cuenta de que no soy nadie si tú no estás a mi lado? ¡Te necesito hasta para respirar! ¡Te amo desde el primer momento en que te vi hace casi cuatro años ya! —se calló unos segundos, dirigiendo la mirada al estanque—. Contigo, soy yo misma... Te amo... Te amo con toda mi alma...


Entonces, Paula lo miró y su corazón desbocado se paralizó, enmudeció...


Las lágrimas se deslizaban por el rostro de Pedro, quien, en ese momento, aterrizó en la hierba, de rodillas.


—doctor Pedro... —se tapó la boca, sobrecogida.


Se miraron un hermoso instante y se arrojaron el uno a los brazos del otro.


Pedro la apretó mucho, hasta casi hacerle daño, pero no le importó, sino que lo imitó.


—Yo también te amo, Pau... Te lo prometo... Te amo como nunca he amado a nadie... Y tengo miedo de perderte... Tengo miedo de que te separen de mí...


—Nunca —le acarició la cara—. Nunca me separaré de ti.


Pedro la sostuvo por la nuca y la besó. Gimieron de alivio. Él se sentó y la acomodó en su regazo. Paula le rodeó la cintura con las piernas y el cuello con los brazos.


—Hazme el amor... —le suplicó ella, entre besos—. Llévame al infierno...


—No, Paula —apoyó la frente en la suya—. Ya no hay pecados, ni infierno. Ahora toca el cielo, porque no te mereces otra cosa... ¿y sabes qué? Que yo tampoco me merezco otra cosa que tocar, aunque sea un instante, el cielo contigo...





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