viernes, 17 de enero de 2020
CAPITULO 80 (TERCERA HISTORIA)
¡Suya! ¡Por supuesto!
—Eres preciosa, Pau... Joder, eres preciosa...
La besó en las caderas... La besó en las ingles...
La besó en la cara interna de los muslos... Rozó su piel con la nariz, con los dedos, con la boca...
Paula no tenía miedo. Sentía que su cuerpo iba a explotar del calor tan asfixiante que recorría cada fibra de su ser. Estaba en llamas. No sabía qué hacer y tampoco sabía cómo detener su estremecimiento. Se arqueaba sin rumbo, descontrolada.
Él subió con los labios hacia sus senos otra vez.
Ella sollozó, echando la cabeza hacia atrás. Sus brazos cayeron laxos al sillón. Emitió un lamento cuando Pedro descendió una mano hacia su intimidad. Se sacudió con violencia, abriendo las piernas en un acto reflejo y hundiendo los dedos en el sofá. Estaba tan ansiosa, tan desbocada, tan...
—Por favor... —le suplicó.
—Déjate llevar... —le costaba hablar—. Ven a mí, Pau... Ven a mí... Solo a mí...
Pau lo miró, encadenada a sus palabras, encadenada a sus íntimas caricias, encadenada a la inesperada y asombrosa conmoción que estaba experimentando, encadenada a esos ojos malditos, propios del héroe que la conducía, en efecto, al infierno. Era un pecado, pero él era su héroe y a un héroe se le perdonaba todo...
—Pedro... por favor... —se desesperó, arqueando las caderas.
Y la besó en la boca. La besó con una pasión desmesurada. Ella lo ciñó por el cuello, incorporándose para pegarse a él cuanto pudiera. Estaba desatada...
Pedro bramó. La embistió con la lengua de manera osada, ávida, acelerando el ritmo de su mano experta, confiada, segura...
De repente, a Paula le sobrevino un tornado en su interior, que comenzó en sus pies y reverberó por su cuerpo hacia su cabeza. Su mente se tornó en blanco, su piel se erizó y una serie de violentos espasmos la poseyeron, obligándola a curvarse y a gritar de tanto placer como jamás había sentido.
Pedro la besó de manera más lánguida, más dulce. Ella le devolvió el beso de igual modo, debilitada, abrazándolo, todavía temblorosa. Él se tumbó de perfil, atrayéndola a su anatomía ligeramente sudorosa y tan fatigada como la suya, a pesar de que solo Paula había alcanzado el clímax. Pero ella elevó una pierna a su cadera y Pedro se quejó.
—¿Qué pasa? —se inquietó Paula, sujetándole la cara.
—Déjame... un par de minutos... —le rogó él, entre suspiros irregulares.
Ella descendió una mano por su pecho hacia el pantalón, pero Pedro la sujetó antes de que la metiera por dentro de la camiseta.
—No lo hagas —gimió entrecortadamente.
—Pero...
—No —sonrió, recuperando la normalidad—. Estoy bien. Abrázame.
Paula sonrió y lo abrazó con el cuerpo entero.
Lo besó en el hombro.
—No te imaginas lo feliz que me acabas de hacer, Pau —añadió, observándola con los ojos centelleando de forma intermitente.
El loft estaba a oscuras, excepto por la luz de la luna que se filtraba a través de los ventanales, una luz que se reflejaba en la sublime mirada de él.
El corazón de Paula se extinguió por enésima vez. Se inclinó y lo besó.
—Te deseo tanto... —le susurró Pedro, devolviéndole el beso—. Deseo tantas cosas contigo...
Y yo... Soy horrible... Lucia, seguro que estás decepcionada conmigo, pero no puedo alejarme...
Pedro se levantó para quitarse las zapatillas y estar más cómodo, ella se vistió. A continuación, se tumbaron y entrelazaron las piernas. Él delineó formas en su espalda con las yemas de los dedos, cautivándola. Era tan cariñoso...
—No quiero que te vayas —le pidió Paula, en un tono apenas audible.
—¿Y si vienen mañana tus padres o...?
—No. Mis padres han quedado con unos amigos. Los domingos en verano hacen barbacoas en el jardín. Y Ramiro tiene mañana un partido de pádel con sus amigos. Cuando está con ellos no lo veo hasta un día después —respiró hondo, abatida, de pronto—. Odio hablar de Ramiro contigo...
—Y yo odio que estés con él —confesó, deteniendo las caricias—. Dijiste que purgabas mi pecado porque era el tuyo, Paula, esas fueron tus palabras, pero no te he visto en una semana y solo hemos hablado de tonterías.
¿Paula? ¿Tonterías?
Paula se incorporó y huyó a la cocina.
—¿Adónde vas? —le exigió Pedro, agarrándola del brazo.
—¿Te importaría soltarme, por favor?
—No.
Se enfadaron. Mucho. Los dos.
—Debería ser yo el único furioso —señaló él, rechinando los dientes—. Y, créeme, lo estoy. Pero tú, ¿por qué? No tienes derecho.
—¿Por qué no tengo derecho a enfadarme? —le preguntó en un hilo de voz.
—Porque soy yo el que espera a que no tengas ningún plan para vernos, es decir —sonrió sin humor—, soy yo lo último en tu vida —la soltó de malas maneras.
—¡Eso no es cierto! —retrocedió.
—Lo soy, Paula —entornó la mirada—. Y lo peor de todo es que siempre vuelvo.
—Pedro... —se cubrió la boca, horrorizada por el rumbo de la conversación.
—Vuelvo como un imbécil a tu puerta, aunque no me quieras abrir —se revolvió los cabellos y empezó a pasear por la cocina—. Y te suplico... ¡Te suplico verte! —alzó los brazos al techo—. He estado toda esta semana esperando a recibir de tu parte algo que me indicara que tú también querías verme, ¡pero no he recibido nada, joder! Solo me has hablado de yoga, me has preguntado por el hospital y me has contado las jodidas cenas con Anderson. ¿Y yo, qué? —se golpeó el pecho—. Dices que purgas mi pecado porque es el tuyo también... ¡Eso me dijiste hace seis días! —la señaló con el dedo índice —. Pero no has hecho nada. ¡Nada! Y aquí estoy —abarcó la cocina con las manos—, otra vez en tu casa y sin que tú me hayas invitado. Otra vez haciendo el imbécil para recibir lo mismo: nada.
Silencio.
Paula estrujaba los puños a ambos lados del cuerpo. Trepidaba de impotencia. Trepidaba de rabia. Trepidaba de dolor. Estaba a punto de explotar. Jamás, ¡jamás!, se había sentido así. Nunca había necesitado gritar, ni justificarse, hasta ahora... En ese momento, no importaba nada que no fuera Pedro.
—¿Y tú no te has parado a pensar —inquirió ella— en que si yo no te he hablado de nosotros o no he intentado quedar contigo ha sido porque no quiero arrastrarte a esto? —empleó un tono firme y decidido—. ¿No te has parado a pensar en que no puedo exigirte nada? Tienes toda la razón: no tengo ningún derecho sobre ti. Y... —tragó, irguiéndose—. ¡Por eso no te busco! —estalló al fin, gesticulando y llorando de forma histérica—. ¡Por eso me arrepiento después de besarte o de abrazarte! No me arrepiento por Ramiro, ¡no lo amo! —paró—. Me arrepiento porque tú no te mereces esto... —se giró—. No quiero hacerte daño... No quiero que pienses que te utilizo porque... —se dio la vuelta y lo enfrentó—. ¡No quiero mi vida, te quiero a ti, pero no puedo tenerte! —lo miró, demostrando el tormento que encarcelaba su alma—. Yo... —estiró un brazo hacia él—. Solo quiero a mi Doctor Pedro como nunca he querido nada...
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