viernes, 17 de enero de 2020

CAPITULO 81 (TERCERA HISTORIA)





Pedro acortó la distancia y la abrazó con rudeza. 


La levantó del suelo y la sentó en la encimera. 


Paula lo envolvió con las piernas y se aferró a él con ímpetu. El pánico de perderlo la devoraba por dentro a pasos agigantados.


—Perdóname, Pau... —le susurró Pedro, emocionado—. No llores, por favor...


—Lo siento... —sollozó.


—No —la tomó por las mejillas. Besó las lágrimas que derramaba con suavidad—. No te disculpes. Quien tiene razón eres tú... —suspiró—. Y te voy a pedir algo —sonrió con tristeza—. Yo también te quiero a ti —le peinó los mechones hacia atrás, incluido el flequillo, despejándole la frente para besársela—. Y aceptaré lo que quieras darme. No me importa esconderme, pero no me alejes de tu lado ni te reprimas a la hora de hablar o actuar conmigo. Por favor.


—Pero... —contuvo el aliento.


—Pau —la interrumpió—, solo quiero estar contigo. No me importa nada más. Quiero hacerte feliz aunque sea un minuto diario, porque no lo eres, pero sí lo eres conmigo. Lo sé —sonrió de verdad—. Se te cambia la cara. Se te ilumina cuando estás relajada. Déjame cuidarte cuando tú puedas...


—¿Estás seguro?


—Prefiero tener poco a no tener nada —lo dijo con los ojos cerrados.


Ella sonrió. Acarició su atractivo semblante con dulzura.


—¿Es que no te has dado cuenta ya de que soy tuya entera, Doctor Pedro?


Pedro la besó, tierno y delicado.


—Y yo, tuyo, Pau.


—Te necesito, pero... —se emocionó de nuevo—. No te mereces esto. No te merezco. Pedro, no...


—Soy adulto, sé dónde me meto. Es mi decisión.


—Pero...


—Por favor.


La cogió en brazos, acunándola contra el pecho, y la condujo a la cama. Se tumbaron sobre la fina colcha. Quitaron los cojines para recostarse sobre las almohadas. No comentaron nada más. Abrazados, con los corazones latiendo al unísono, serenos, aunque poderosos, se quedaron dormidos.


A la mañana siguiente, Paula se despertó sola.


—¡Pedro! —gritó, asustada, sentándose sobre el colchón—. ¡Pedro!


Por favor, que no haya sido un sueño...


Entonces, Pedro salió del baño con el ceño fruncido, descalzo, los vaqueros desabrochados, revelando el borde de sus bóxer negros, sin camiseta, el pelo húmedo y una toalla pequeña en la mano.


—¿Qué sucede? —se preocupó él.


Ella desorbitó los ojos.


Pues parece que sigo soñando... ¡Cielo santo!
Pedro Alfonso era... magnífico. Si ya era irresistible con ropa... medio desnudo, con el torso al aire, era invicto... Su esbelta anatomía era un conjunto de exquisitos músculos ligeros, carentes de un gramo de grasa y sellados con elegancia, tal cual se apreciaba a través de las camisas, camisetas y chaquetas.


Ella había visto a Ramiro en bañador, pero no le había afectado un ápice su cuerpo. Su novio se cuidaba a diario para mantenerse activo y en forma, fornido, pues era bastante robusto. Sin embargo, Paula nunca había experimentado tal fase de perpetua perturbación ante un hombre. Ramiro y Pedro no se asemejaban en nada; mientras que uno era vigoroso, basto, el otro era refinado, atractivo, perfecto...


Él avanzó, ajeno al espectáculo que le estaba ofreciendo. Los movimientos tensaron ese cuerpo que parecía una escultura dura en apariencia, pero hermosa, etéreamente tallada, gallarda, aunque no arrogante, sino insinuante de un modo tan sutil que ella no se percató del gemido que se le escapó...


—Doctor Pedro...


Pedro frenó en seco a un centímetro del lecho. A gatas, Paula se acercó despacio, hipnotizada, se levantó de rodillas y apoyó las manos en sus hombros. Jadeó, mordiéndose el labio inferior, al ser atrapada por su maravillosa calidez.


—Tú también eres suave, doctor Pedro, mucho...


Dibujó el contorno de sus músculos, desde la clavícula, y fue bajando por los pectorales, por el abdomen marcado, hacia las ingles en uve, que trazó con las yemas de los dedos, cegada por tal belleza masculina.


Él gruñó y le apresó las muñecas, despertándola del trance. Pedro tiró y la pegó a su cuerpo. Sus narices chocaron. Le colocó las manos en la espalda, sin posibilidad de que huyera de su agarre.


—Te daré un consejo —le susurró él en un tono más que ronco—. Cuando me toques así, hazlo con conocimiento de causa. Todas las acciones tienen su reacción.


—¿Y cuál sería la reacción si te toco otra vez... así? —quiso saber ella, atrevida, aunque atacada por su envalentonado corazón.


Pedro contempló su boca, emitiendo fogonazos seductores, a través de sus preciosos ojos que consiguieron abrasarla por completo.


—Pruébalo y lo averiguarás.


Ella se ruborizó, pero sonrió con picardía. Fue a soltarse, pero él no se lo permitió.


—No lo pruebes ahora... por favor... —le suplicó, de repente, agachando la cabeza.


Paula se percató de su agonía. Los nervios pincharon sus entrañas.


—No quiero asustarte —le confesó Pedro—, pero quiero hacerte el amor, Pau, ahora, luego, mañana, pasado... No te imaginas cuánto lo deseo... — inspiró con fuerza, alejándose de ella, le dio la espalda y se sentó en el borde de la cama—. Perdona. Olvida lo que he dicho.


Ella se bajó del colchón y se arrodilló a sus pies, apoyando los brazos en sus piernas. Sonrió con tristeza.


—Quiero contarte algo, Pedro, algo que no es bueno para ninguno de los dos, pero necesito que lo sepas para que entiendas una cosa.


—Pues ven aquí —estiró los brazos—. Cuando quieras contarme algo, hazlo siempre abrazada a mí.


Paula silenció un sollozo y obedeció. ¿Cómo podía ser tan bueno? Pedro la acomodó en su regazo, rodeándola por la cintura, y la besó en la cabeza, que recostó seguidamente en su hombro.


—El día del partido de polo —comenzó Paula—, Ramiro se enfadó porque perdisteis. Me dijo que sabía que tú y yo nos gustábamos y que estaba harto de esperarme... esperar a que yo me acostara con él. Me dio mucho miedo... —se estremeció—. Por eso te dije que no soy una novia normal. Perdí la virginidad con Ramiro, ha sido el único hombre con el me he acostado, pero... Nunca he sentido nada, ni con él, ni por él, ni por ningún otro, ni siquiera por un chico en el instituto o en la universidad —respiró hondo—. Siempre me he centrado en estudiar. Tampoco he salido de fiesta ni he tenido amigos. Mi única amiga, la mejor —sonrió, apenada—, era mi hermana. A Lucia nunca le gustó Ramiro, decía que era calculador y ambicioso.


—Yo también lo creo.


—Al año de conocer a Ramiro, me invitó a cenar.


—¿Aceptaste por tus padres?


—Se lo comenté a mis padres antes de tomar una decisión. Es lo que siempre he hecho: pensar las cosas con ellos —se encogió de hombros—. Como Ramiro trabajaba para mi padre, pensé que quizás a mi padre no le gustaría. Yo fui la ayudante de mi padre desde que entré en la universidad hasta que se murió mi hermana y abandoné Derecho. Una relación entre dos empleados nunca se ve bien.


—Y te dijeron que aceptaras la cena, que Ramiro era un buen hombre — adivinó él con cierta rigidez.


—Eso fue lo que dijo mi madre. Mi padre, en cambio, me interrogó —se rio—. Es un gran abogado.


—Cuando vino a verme al hospital —le dijo Pedro, divertido—, me dio la sensación de que estaba siendo interrogado en un juicio.


—Es su personalidad —lo miró y sonrió—. Así es mi padre. Siempre hace preguntas, se guarda sus conclusiones y solo te las dice si tú se las pides, pero es tan poco concreto como tú —bromeó.


Él enarcó una ceja, fingiendo altanería.


—¿Sigo siendo poco concreto? —le clavó los dedos en la tripa.


—¡Sí! —gritó ella, retorciéndose por las cosquillas.


Pedro se echó a reír también. Acabaron tumbados en el colchón con un lío de extremidades. Se inclinó y la besó en la frente.


—Continúa.


Paula adoptó una actitud seria. Inhaló aire y prosiguió la historia:
—El caso es que acepté la cena. Y me invitó más veces. Empezamos una relación sin que yo me diera cuenta. No me importaba conocerlo. Es frío, siempre lo ha sido, pero me trataba bien. Era atento. Y cuando me besó por primera vez, intentó algo más y nos acostamos —frunció el ceño—. No lo paré, pero no me sentí cómoda, la verdad, porque no sentí nada, solo molestias y unas ganas tremendas de que terminase cuanto antes... —sintió un escalofrío —. Él intentaba que yo sintiera, siempre, cada vez que me llevaba a la cama, pero llegó un día en el que hablamos del tema y me sentí mal con lo que me dijo. Me llamó frígida y... —Pedro gruñó—. Bueno —se encogió de hombros —, empecé a rechazarlo y, la noche antes de que Lucia ingresara por el derrame, Ramiro rompió conmigo. El mismo día que volví de China, me pidió volver y yo acepté, lo hizo delante de mis padres, me sentí...


—Una encerrona.


—Exacto. Acepté, pero, cuando nos quedamos los dos a solas, le pedí esperar en la intimidad. No me contestó nada, pero, al día siguiente, me mandó un ramo de rosas rojas con una tarjeta donde me decía que estaba enamorado de mí y que me esperaría el tiempo que yo necesitase.


—Yo no regalaría rosas rojas a una mujer a la que quiero enamorar, y menos si tú eres esa mujer. ¿Rosas rojas? —bufó Pedro—. Hay que ser... —se contuvo y añadió—: obtuso.


Ella se incorporó y lo observó con una sonrisa y las mejillas ardiendo.


—¿Qué flores me regalarías tú si... si estuvieras enamorado de mí?


—No te regalaría flores si quisiera decirte te amo —le susurró él, ronco, y con los ojos ensombrecidos—. Te regalaría unas Converse.


Se miraron un segundo y estallaron en carcajadas. Sin embargo, la alegría se evaporó al percatarse Paula de que ya le había regalado Pedro unas Converse...


—Y si tuvieras que regalarme flores, ¿cuáles serían?


—Margaritas —respondió él sin dudar—. Mi padre ha regalado siempre margaritas a mi madre desde antes de que mi hermano Mauro naciera — enredó varios mechones de ella entre los dedos—. Mi madre dice que las margaritas guardan un mensaje secreto entre dos personas: su amor eterno y su fidelidad.


—Qué bonito...


—No tanto como tú... —tiró con suavidad de su pelo para que se agachara y poder atrapar su boca.


Paula gimió. Se besaron lentamente. Ella se tumbó sobre él, que arrastró las manos por los laterales de su cuerpo, arriba y abajo, sin cesar, absorbiendo sus labios con una angustia deliciosa.


Pedro... Todavía no he...


—No me pares ahora —rodó con Paula, situándose entre sus piernas, que lo envolvieron de inmediato—. Y tampoco me llames Pedro.


—Pero luego no me dejas tocarte y... te duele.


—Que me duela —se inclinó—. Que me duela mucho más con tal de besarte ahora mismo hasta hartarme.


Y la besó de nuevo.





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