domingo, 19 de enero de 2020
CAPITULO 85 (TERCERA HISTORIA)
Sin embargo, Pedro se fijó en la amargura que, además, transmitía el rostro de Paula. Se acercó a ella y le tendió una mano. Se encerraron en la
habitación. Paula se aproximó a la ventana de la derecha, donde estaba la cama, y observó el exterior.
Ese cuarto era el único que no ofrecía las vistas del Boston Common, al contrario que los de sus hermanos y que la terraza del ático, pero solo por eso lo había elegido como suyo. De hecho, no sortearon los dormitorios: Mauro dejó que Pedro escogiese primero. Se enamoró de esa estancia al instante, aunque fuera la más pequeña.
—Pienso cada día en ella —le confesó Paula, frotándose los brazos—. Me acuesto pensando en ella y me levanto pensando en ella.
—No he visto ninguna foto de Lucia en tu casa —le comentó él con suavidad, abrazándola desde atrás.
—Ni de Lucia ni de nadie. No me gustan las fotos.
—¿Por qué? —arrugó la frente.
—Porque las fotos solo te recuerdan momentos que no vas a volver a vivir o personas que no vas a volver a ver. Dicen que una foto es la felicidad congelada en el tiempo. Yo no lo creo así —se recostó en su pecho, escondiendo la nariz en su cuello—. No necesito imágenes para recordar. Si olvido algo es porque no fue importante, porque lo verdaderamente importante, aunque tu mente no lo recuerde, sí lo recuerda tu corazón — suspiró—. La vida sigue, independientemente de lo que suceda. Las personas y los momentos nacen y mueren. Es así.
La piel de Pedro se erizó por completo.
—Pero el paso del tiempo ayuda a olvidar, ¿o acaso recuerdas lo que hacías con dos años? —se rieron—. Me encantaría verte de pequeñita —besó su pelo, aspirando su fresco aroma floral.
—La casa de mis padres es un mausoleo de fotos de mi hermana y yo. Estábamos pegadas como lapas —la nostalgia se apoderó de ella y sonrió—. No hay una sola foto en la que salgamos a solas.
Él frunció el ceño.
—¿Nunca te han gustado las fotos? —se interesó Pedro.
—No te entiendo.
—¿Hace cuánto que no te gustan las fotos?
—No sé... —respondió ella, pensativa—. Hace...
—¿Tres años y siete meses?
Paula se sobresaltó. Se giró y lo observó con una expresión de desconcierto. Hacía tres años y siete meses que Lucia Chaves había fallecido.
—Quizás, ese es el motivo por el que no te gustan las fotos, Paula —le rozó las mejillas con los nudillos—. No te gustan porque en todas sale tu hermana y las fotos te recuerdan lo que me acabas de decir, que nunca volverás a verla, a abrazarla, a reírte con ella o a pegarte a tu mejor amiga como una lapa. Y creo que no te has hecho una foto desde entonces por miedo a mirarla y descubrir que Lucia no sale en ella.
Una lágrima descendió por el rostro de Paula, lágrima que Pedro besó. Ella cerró los párpados. Otra lágrima cayó... Y otra... Y otra... Y él las besó todas.
—Doctor Pedro... —lo contempló con los luceros irradiando intermitentes—. ¿Cómo es posible que seas la única persona que me conoce de verdad, que veas lo que nadie ve, que leas en mi corazón lo que ni yo misma soy capaz de
descifrar? Porque te amo...
—Te contaré algo, Pau —la tomó de las manos y se sentaron en el lecho.
—¿Me abrazarás? —preguntó, ruborizada, frágil y temblorosa—. Esta mañana me has dicho que cuando quiera contarte algo lo haga siempre abrazada a ti.
El corazón de Pedro reventó en su pecho.
Retrocedió hasta la pared para apoyar la espalda, estiró los brazos hacia Paula, que se lanzó a ellos de inmediato, y la acomodó en su regazo.
—Hace tres años y siete meses —empezó Pedro en un susurro—, viví por
primera vez la muerte de un paciente, una chica preciosa de diecisiete años, pelirroja, de ojos castaños y cara de ángel. Se llamaba Lucia.
—¿Te acuerdas de ella? —apenas le salió la voz.
—Pienso en Lucia a diario. Fue mi primer paciente fallecido, Paula. Jamás me olvidaré de ella. ¿Recuerdas que te comenté que padecía insomnio?
—Sí —posó las palmas en sus hombros, arrugándole la camiseta.
—El insomnio comenzó cuando se murió tu hermana. Estuve acudiendo a terapia durante unos meses, precisamente con tu psicólogo, el doctor Fitz — sonrió sin humor—. Nunca lo he hablado con nadie, ni siquiera con mis hermanos. Sufría pesadillas en las que Lucia se moría una y otra vez en mis manos agachó la cabeza unos segundos y prosiguió—. Jorge, el director del hospital, me ofreció el cargo de jefe de Neurocirugía por tu hermana. Sentí que no me lo merecía y lo rechacé —se encogió de hombros—. Pero Jorge es muy insistente. Estuvo un año entero persiguiéndome hasta que, al fin, acepté.
—¿Por qué lo rechazaste?
—Porque me sentía culpable.
—Pero mi hermana... —tragó—. Fue un derrame cerebral. No fue tu culpa.
—Cuando me llegó tu traslado, pensé que la vida me estaba dando una oportunidad para enmendar mi falta.
—Pecado... —musitó Paula, pensativa—. ¿Por eso dices que soy tu pecado?
Él respiró hondo profundamente.
—Paula... Me gustas desde mucho antes de que despertaras del coma, y eso me ha supuesto más de un quebradero de cabeza, te lo aseguro...
—¿Porque soy la hermana de uno de tus pacientes fallecidos?
—Exacto. Y si a eso se le añade que cuando me fijé en ti fue mientras tú estabas en coma... —arqueó las cejas—. Es un poco... —ladeó la cabeza—. Es un poco raro. Bueno... Sinceramente, creo que es de locos... —resopló—. Y, cuando Ramiro te regaló el anillo, me recordé a mí mismo que eras la hermana de un paciente fallecido y recién prometida a otro hombre, es decir, mi pecado —arrugó la frente—. No sé si lo entiendes...
La expresión de Paula era indescifrable. Pedro se puso muy nervioso,
pero, de repente, ella estalló en carcajadas, doblándose por la mitad. Él se quedó boquiabierto.
—Perdona, no me río de ti —se disculpó Paula cuando se tranquilizó, aunque su actitud contradecía sus palabras porque sonreía y todavía sus hombros se convulsionaban—. Visto de ese modo, sí es un poco raro — enroscó los brazos a su cuello, colocándose a horcajadas. El corto vestido se le subió a las caderas, mostrando las tentadoras braguitas de algodón rosa, como sus Converse y su ropa—. Me gusta mucho que mi hermana nos haya unido.
—¿Eso crees? —envolvió su cintura y la pegó a él—. Zaira dice que es el destino.
Ya ninguno sonreía. La preocupación y la angustia se adueñaron de cada centímetro de la habitación.
—Pedro... Llegará un día en que me odiarás... —hundió los hombros.
—Nunca te odiaré, Paula. No te entiendo —frunció el ceño.
—Sí. Lo harás —lo miró, con los ojos anegados en lágrimas—. Porque no puedo cancelar la boda. No puedo decepcionar a mis padres. No puedo... — tragó repetidas veces—. Y tú me odiarás. Te cansarás de esto, de estar a escondidas, encerrados en una habitación, de verme cuando esté sola, de no salir a cenar o dar un paseo sin poder tocarme...
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